ADIÓS A LA ROSCA
Por Ernesto de la Fuente
Pasa los primeros siete días del año en el hospital, entubado, confundido
por los medicamentos para el dolor, los antibióticos y los tranquilizantes. Nueve
días después —en casa y reponiéndose—, rememora la
dicha de cortar la rosca de Reyes que no ha podido realizar. Suplica a su
esposa que consiga una. Ella se niega. El médico ha dado estrictas indicaciones para su dieta: nada de
azúcares y carbohidratos que pongan en riesgo su recuperación. Él suplica, balbucea
y hasta lloriquea: Es una costumbre muy arraigada, una muy antigua tradición
familiar que le hace ser quien es. Además, ¿cuánto más de vida puede quedarle
con el problema de salud tan serio que tiene? Mejor morir contento —disfrutando las pequeñeces que hacen valer la pena vivir—, que amargándose por tonteras que solo prolongan inútilmente el
sufrimiento.
La convence cabalmente, para enfrentarse después con el gran problema de
conseguirla. Ninguna panadería quiere hacerla —ya no es época—, y las pocas que acceden no
se comprometen a elaborar una tan pequeña. La felicidad se le va entre los
dientes. No comerá rosca este año y, lo peor, tal vez no haya año próximo para
disfrutarla. Los males no vienen solos, se dejan acompañar por pequeñas y
crueles torturas que devastan a quienes los padecen.
Se regodea en su desgracia cuando una amiga viene de visita. Su mujer le
cuenta la necesidad insatisfecha del enfermo. Una chispa enciende su mirada:
—Voy a llamar a
Miguel. Seguro él se las hace.
—¿Quién es Miguel?
—pregunta ella curiosa.
—Un ingeniero
sanitario que cambió los drenajes por la panadería gourmet.
Desde su lecho de
desvalido —corroído por la curiosidad pero en absoluto silencio— escucha a la amiga contar la vida del
insólito personaje. Resulta que Miguel es uno de los mejores ingenieros hidráulico-sanitarios
del país, especialista en diseñar instalaciones para grandes edificios, desde
hoteles hasta fábricas, pasando por embajadas, oficinas y departamentos.
Lamentablemente, aunque su especialidad es el diseño de plantas de tratamiento,
sus servicios son frecuentemente requeridos para resolver problemas que se
presentan en las instalaciones, no para evitarlos. Así que cuando lo llaman, es
porque hay graves complicaciones que nadie más sabe cómo remediar.
Al solventar dificultades
ajenas, se hace de un buen capital que le lleva, finalmente, a poner una
empresa especializada en la limpieza de todo tipo de instalaciones sanitarias,
especialmente sistemas de tratamiento de grandes fábricas o negocios alejados
de la red de alcantarillados. Pero aunque gana buen dinero y tiene un excelente
equipo, se presentan muchas veces inconvenientes en donde no hay otra opción
más que intervenir personalmente, con resultados asquerosamente exitosos. La intensidad de su entrega al trabajo y el llegar a casa bañado de aguas negras, impregnado de materias fecales y oliendo
a vertedero, le cuesta su matrimonio y su familia. Ante esto, ya no quiere continuar
en el negocio, vende la empresa a los trabajadores
y redefine su vida poniendo una panadería artesanal. Ahí se realiza elaborando
deliciosos panes para clientes de fino paladar.
Su cónyuge toma
nota del teléfono y llama al inusitado tahonero. Tras una breve charla, el
encargo se efectúa y se apalabra la entrega para el día siguiente por la tarde.
Suspira aliviado: Once días después podrá comerla. La noche se le hace eterna
pensando en la rosca. Las horas pasan lentamente en tanto los recuerdos lo
asaltan una y otra vez. Ve a su abuela cortando la rosca con su dulce sonrisa,
la cual no pierde ni la vez que tira la dentadura postiza al suelo al morder el
nene oculto. Escucha la risa de su padre cuando a su madre le sale el
muñequito. Ríe nerviosamente, no por el Niño Dios encontrado, sino por el nuevo
embarazo en camino —a los nueve meses nacerá su hermana Doris—. Recuerda el
emotivo entierro del primo Ernesto, quien muere asfixiado al tragar el infante
oculto con tal de no reconocer que le ha salido. Se ve a sí mismo partiendo el
pan y aserrando la cabeza del crío divino, con tal de no ser padrino del pequeño.
Corta rosca con amigos y escucha la risa de su novia, que luego se convertirá
en adorada esposa. Sus hijos brincan y ríen en tanto tratan de sacar el niño de
plástico escondido en el pan. Los adultos huyen de los muñecos y los chiquillos
los buscan. El pan con sabor a naranja, nueces, frutas cristalizadas, ¿una
rosca de vainilla? —¿y con queso crema de relleno?—, el pan suave, oloroso, la
delicia de tenerlo en la boca…
El reloj se niega
a moverse. El segundero se atraganta con el tiempo. La lentitud es mortal. Hasta
el sol está retrasado y se resiste a asechar por el horizonte. No obstante, el
gato es fiel y exige comida con sus maullidos. Habrá que darle un pedazo de
rosca al minino por ser el único que comprende sus requerimientos alimenticios.
Su amada se levanta y hace el café. El sonido de la licuadora se hace presente.
¡Mierda!: tiene que asearlo. Le humilla tener que ver cómo su mujer le limpia
el culo. La dependencia es total. Es horrible para él sentirse un bulto
necesitado, pero su enamorada no tiene que compartir lo mal que se siente. Ella
merece consuelo y alegría y, desde la noche negra de su vida, le da lo mejor
que tiene: palabras tiernas y gestos amables. El corazón que la ama se denota a
través de su mirada.
Con pies de plomo
el tiempo va pasando. Cada minuto se filtra con innegable lentitud. Maldito
reloj que no adelanta. Lejanas campanas convocan a misa. El sonoro llamado trae recuerdos de tiempos idos en los que
acompañaba a su abuela a la iglesia. Una lagrima brota y escurre por su ajado rostro.
La devoción de aquella anciana era proverbial y
recordarla lo emociona. Se extravía en su memoria. Quien pudiera ser
siempre niño. El sonido del timbre de la puerta lo regresa a la realidad.
Su consorte se
dirige con prontitud a la puerta. Escucha los saludos y las risas. Ha llegado
Miguel con la esperada rosca. Grita para que se la lleven. Parece que su señora
no pensaba pasarlo a su cuarto, pero él insiste a voces. Quiere conocer a tan
insigne panadero. Miguel entra con la rosca, la cual apenas sobresale de sus
enormes manos. Es un hombre que impone, de elevada estatura y robusto cuerpo,
pero la sonrisa de niño lo traiciona, no encaja en tamaña monumentalidad.
Saluda afable y muestra orgulloso su anhelado producto. ¡Qué maravilla! Es una
rosca adornada, de lo más linda y coqueta. El enfermo se regocija. Pide un
cuchillo, hay que cortarla.
Su cómplice,
solícita, lo trae juntos con tres platos. Aunque Miguel hace por retirarse, él
insiste en que se quede. Quiere saborear la dicha de comerla frente al creador
de tal delicia. Con mano temblorosa mal corta la rosca. Ella lo ayuda. ¡Vaya
suerte!, ahí está el Niño Dios asechando dentro del pan. Todos ríen. La
compañera de toda su vida corta rosca y también saca premio. Finalmente, a
insistencia de ambos, Miguel rebana un buen pedazo y concluye el festejo
encontrando al último niño perdido.
La risa es
completa. No hay dicha mayor que todos hayan sido premiados y se conviertan en
padrinos del divino niño. —¡Pruébala! —le suplica, y ella accede entre risas.
—¡Está sabrosa! —sentencia sonrojándose, en tanto Miguel hinca los dientes en
su augusta creación. Desde su lecho él los observa complacido. Ella le ofrece
una tímida sonrisa al tahonero y va a la cocina con el primer pedazo cortado.
El sonido de la licuadora retumba por la casa. Al fin, luego de unos minutos,
el desahuciado puede disfrutar —a través de la sonda gástrica—, de las delicias
del suculento manjar. Embelesado, se pierde en sus recuerdos en tanto susurra
adiós a la rosca…