Ojo enamorado

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En tu mirada

sábado, 26 de marzo de 2022

AÑORANZA

 



FE DE ILUSOS

A Ucrania con profundo respeto. 

Por Eduardo Ruz Hernández


Aquel país, de larga política de neutralidad, se da cuenta que el mundo ha cambiado tanto que ya no está a salvo. Si bien cuenta con un ejército bien puesto, armamento convencional moderno y una orografía complicada que los favorece completamente, no está preparado para el cruento tipo de guerra que ahora se practica. El enemigo no se ensucia las manos haciendo que sus tropas terrestres, blindados y soldados, caigan tratando de tomar ciudades fortificadas. La aviación enemiga tampoco se pone en riesgo antes las bien puestas defensas que lo derribaban todo. Todo eso ha quedado atrás. Ahora misiles hipersónicos destruyen las ciudades y, cuando ya no queda nada en pie, se mueven los blindados para terminar de aplastar a los sobrevivientes. ¿Qué hacer ante aquellas armas que viajan a velocidades vertiginosas?

El avance de los ejércitos enemigos es inexorable. Lentamente se van comiendo todos los países vecinos y pronto llegaran a la frontera con su estela de caos y destrucción. Las principales autoridades se reúnen con la comunidad científica. Debe existir alguna forma de parar aquella execrable forma de destrucción. Todos opinan y cada quien dice lo que la lógica les dicta: construir misiles del mismo tipo para detenerlos en el aire. Imposible, son inalcanzables. Destruirlos desde sus bases. Impráctico, las bases están a cientos de kilómetros y pueden dispararse desde vehículos en movimiento, aviones, barcos y hasta submarinos. Construir un arma peor y atacar primero. No, va contra la naturaleza de la nación, sin contar con que no disponen de semejante tecnología. Murmullos, gritos, desesperación. Comienza el discurso de la rendición, tratan de salvar la dignidad del país preservando la esencia de su nación. Todos hablan, pero finalmente caen en la cuenta de que al enemigo no le importa nada de eso. Ya lo ha demostrado en Ucrania. La única forma de morir es peleando. Cualquier rendición o negociación siempre termina en la asimilación, esclavitud y destrucción de los pueblos.

Un gran silencio se hace.

—Solo queda cavar y sobrevivir como topos bajo tierra — sentencia el secretario de defensa.

Cuando todos parecen estar de acuerdo, resignándose a su cruel destino de exterminio, una suave voz se escucha. Un hombre muy delgado, de pelo revuelto, grandes anteojos y totalmente desconocido habla:

—Hay una opción, algo complicada, pero puede funcionar.

Un grupo de científicos lanza un bufido al reconocer quien habla. Es un hombre con ideas locas, gran inteligencia, pero nulos resultados: un pobre iluso. Expresiones de desagrado, descalificaciones, burlas plenas.

El presidente los hace callar:

—Cualquier idea es buena, por más disparatada que sea, si nos permite sobrevivir como nación…

Aquel hombre habla y bosqueja a grandes rasgos una manera de evitar el daño de aquellos cruentos misiles y la destrucción de las hermosas ciudades de su egregio país.

 

Llegan a la frontera. Avisan a las autoridades de aquel otrora país neutral que deben deponer las armas y rendirse si quieren sobrevivir. Silencio. No hay respuesta alguna. La frontera está fortificada y sus defensas a la vista, como indicando contra qué se enfrentarán si osan entrar. Avisan al comandante en jefe.

—Es de esperarse. Son necios, pero ya se comerán su orgullo cuando les llueva fuego del cielo. Deles un plazo de cinco horas y terminado el mismo comience el bombardeo de sus principales ciudades. Que no quede piedra sobre piedra.

Proceden a informarle a las silenciosas autoridades que deben rendirse en cinco horas o enfrentar la devastación de todo. Nadie responde. Siguen transmitiendo la orden cada quince minutos en todas las frecuencias y en los tres idiomas que se hablan en la región.

El tiempo pasa. Conforme se acerca el fin del plazo, las tropas invasoras se acomodan. Parece que van a disfrutar un espectáculo cinematográfico. Se verifican las coordenadas de las ciudades y programan los misiles. El armamento está listo para comenzar la función.

Al prescribir el tiempo se escucha la voz del comandante en jefe:

—Procedan.

Segundos después las estelas de luz cruzar el cielo. Imposible seguirlas, son tan rápidas que el ojo solo puede captar el lugar por donde ya pasaron. La tropa está a la expectativa esperando los estruendos, pero extrañamente nada ocurre. No escuchan las explosiones ni ven la devastación en forma de nubes, luces o fuego. Nada.

Los misiles siguen cruzando el cielo y el silencio de los blancos los intriga. ¿Qué demonios sucede?

—¡¡Estamos siendo atacados salvajemente!!¡¡Nuestra capital está ardiendo!! —grita irritado el comandante en jefe desde la capital del imperio invasor.

Llegan confirmaciones de las principales ciudades del enemigo. Han recibido poderosos impactos que devastaron todo. No comprenden qué está pasado. Sus satélites no han detectado ningún lanzamiento. Solamente los suyos. Para colmo, las ciudades que ellos han atacado están intactas.

—¡Esto no lo podemos permitir! ¡Destrúyalos completamente! —ordena perentorio totalmente de sí.

Se lanzan los misiles más potentes. En un parpadeo cruzan encima de las cabezas del ejército invasor, pero no hay impactos. La comunicación con el cuartel general se corta. Su capital ha sido completamente destruida. Están anonadados. ¿Qué ha pasado?

 

—¡Funciona! —gritan todos eufóricos. Nadie creyó que resultaría, parecía una locura, pero es un éxito total. El país está intacto y el enemigo se ha destruido a sí mismo.

El presidente, emocionado, abraza al delgado científico. Todavía no termina de creerlo.

—No entiendo cómo funciona su Campo de Intercambio Espacio-Temporal, pero lo consiguió. ¡Es usted un héroe! ¡Ha hecho algo extraordinario!

El hombre sonríe. Parece que ni él mismo se lo cree. Un aplauso atronador llena el lugar sobrepasándolo todo.

—Hay que reconocerlo —dicen sus pares— Hace falta tener la fe de los ilusos para conseguir el éxito.

Ellos también aplauden a rabiar.

El escuálido científico agrega humildemente.

—Solamente les devolví el mal que ellos mismos crearon. No tiene mayor ciencia…

 

 

jueves, 6 de enero de 2022

REGALO DE REYES 2022

 


Jueves 6 de enero de 2022.

 

EL FESTEJADO

Por Eduardo Ruz Hernández


La Rosca de Reyes debe siempre compartirse. Es algo que me enseña mi madre. Por eso, cuando en un café de la Plaza de San Marcos, en Venecia, estoy sentado en la única mesa disponible, no dudo en compartirla con una mujer que espera un lugar para sentarse.

Ella se niega, pero basta que le muestre el pan que llevo en una caja para que finalmente acepte. Los dos estamos de turistas y los dos, coincidencia de coincidencias, tenemos añoranza de nuestra tierra en ese bendito 6 de enero. Nada da más nostalgia que pasar días festivos en tierras lejanas.

Pedimos dos cafés con crema y nos disponemos a cortar la rosca, más bien un roscón español, con un pequeño cuchillo. El pan es una delicia culinaria de la repostería italiana dirigida a los numerosos turistas ibéricos. No soy español, pero aprovecho la maravillosa oportunidad para rememorar una añeja tradición familiar.

Debo confesar que primero comemos y después hablamos. Tanta es nuestro deseo de degustar nuestra nostalgia. Intercambiamos nombres y un breve repaso de nuestras actividades. Ella me dice, entre risas, que piensa que soy alemán o francés. Mi altura, barba y bigote, la confunden, amén de que por pasar largas temporadas dentro de archivos y bibliotecas mi piel es muy pálida. Pienso que es británica: de estatura mediana, piel bronceada, ojos azul grisáceos, hermoso pelo color negro azabache, habla un inglés deliciosamente perfecto. Para acabar de complicarlo todo, hablamos en italiano hasta que nos enteramos que somos originarios del mismo país. Es de risa.

Partir la rosca rememora situaciones familiares entrañables, al menos para mí. A ella la rosca le recuerda una abuela con quien solía pasar las fiestas de fin de año. Como yo soy el más nostálgico, me pregunta que tantos recuerdos me trae ese redondo pan. Con una sonrisa despliego un recuerdo muy especial, cuando mi madre me lleva a partir rosca con una provecta amiga suya, maestra de toda la vida, por quien siente un singular afecto.

Tendré siete años y aquello no implica nada interesante para mí. Vive la maestra en una pequeña casa en un rumbo alejado y hay que abordar un vetusto autobús para ir. Llegamos al comenzar la tarde y nos recibe con gran alegría. Hay un pequeño jardín, lleno de rosales, cuatro sillas de un vetusto comedor y la pequeña rosca encima de la mesa. Me sirve un vaso de leche con chocolate y alaba mi buen aspecto. En tanto, yo estoy más interesado en encontrar a su gato: un enorme felino color de caramelo llamado Turandot, que no tiene mucha simpatía por los niños.

Mirando por todos lados encuentro rápidamente el modesto Nacimiento sobre un mueble y un minúsculo arbolito a cuyos pies descansa un regalo bien envuelto. Habiendo pasado tantos días desde Navidad, día en que en mi ciudad se acostumbra dar los regalos, me extraña sobremanera aquel descubrimiento. ¿Quién no ha recogido su obsequio?

No encuentro al gato y regreso decepcionado a la mesa donde mi madre conversa alegremente con la gentil anciana. Después de un diálogo ininteligible para mí, al fin se levanta la anfitriona y regresa con un enorme cuchillo y tres platos. Me ceden el turno de cortar y saco, sin mayor esfuerzo, el único muñequito de la rosca. Al fin encuentro algo con que jugar. Sigue un tiempo interminable en que veo la televisión en tanto continúan la interminable plática.

Al llegar la hora de irnos, no puedo evitar preguntarle a la veterana educadora el motivo de aquel regalo abandonado a los pies del árbol. Ella suelta una alegre carcajada:

—Es el regalo del festejado.

Quedo desconcertado. ¿Qué festejado? Viendo la extrañeza dibujada en mi rostro, aquella gentil viejecita me conduce hacia la luz.

—A ver, ¿Qué festejamos en Navidad?

Como dándome la respuesta, me señala disimuladamente el humilde pesebre.

— El nacimiento de Jesús —respondo con aplomo.

—Pues bien, ese regalo es el que cada año dejo para él.

Aquello me deja perplejo. ¿Acaso el niño Jesús viene por su regalo? Eso nunca me lo ha dicho mi madre. Viendo mi confusión, vaya que sí es una excelente maestra, me explica:

 —El niño Jesús siempre agradece su regalo, pero como es muy generoso me pide que se lo ceda a un niño que en verdad lo requiera. Este año voy a aprovechar tu visita para pedirte el favor que tú lo entregues.

—¿Cómo voy a saber a qué niño dárselo? ¿El niño Jesús me lo dirá? —pregunto aterrado.

—¡Ah! ¡Tú vas a saberlo dentro de tu corazón! ¡No te preocupes!

Salgo de la casa llevándome un regalo que no tengo ni la más remota idea para quién será. Menudo problema. Mi mama camina a mi lado sin decir nada. Abordamos el autobús y cuando llegamos me hace caminar por diversas calles comerciales. Parece necesitar comprar algo.

—¿No se te ocurrió que el regalo podría ser para ti? —cuestiona mi compañera de partición de rosca— ¿Acaso eres tan inocente?

Tengo que admitir que sí. Nunca se me ocurrió. Recuerdo caminar con aquel paquete estrujándome una y otra vez la cabeza en tanto trato de adivinar a quién se lo entregaré. Pasamos junto a un mendigo que pide dinero y considero seriamente dárselo, pero no es un niño. Vemos algunos desventurados más pero tampoco califican para ser los afortunados.

Me están comenzando a doler los brazos cuando escucho el llanto de un infante. En la calle de enfrente hay una madre con su hija junto al escaparate de una tienda. La niña, menor que yo, llora a moco tendido en tanto la madre hace todo por apartarla de la vidriera para llevársela. Inútil, parece una pequeña boya atada al pavimento.

Miro a mi madre —ella me devuelve la mirada— y cruzamos la calle acercándonos a ellas. Me tiemblan los brazos. No tengo ni idea de qué hacer. Mi madre le pregunta algo a aquella señora y yo, como poseído por una extraña fuerza, le entrego el regalo a la chiquilla. La creatura queda paralizada y se le congela el llanto en la garganta. Mi madre me jala del brazo y nos alejamos rápidamente del lugar.

Estoy tan perdido en mis recuerdos que no me doy cuenta de la mirada asustada de mi compañera de café y rosca. Sorprendido, me disculpo sin entender por qué. No me contesta y estalla en llanto. Atolondrado me siento avergonzado. La gente nos ve pensando estar siendo testigos de algún tipo de violencia doméstica. La situación se pone peor cuando el mesero se acerca visiblemente preocupado por mi acompañante.

Ella tranquiliza al mesero con la mano. Sorpresivamente se levanta y me abraza con tanta fuerza que casi me tira de la silla. Lo siguiente que recuerdo es a los demás comensales estallando en aplausos. El universo se transforma cuando ella me dice pletórica de dicha:

—Yo soy esa niña.

Todas las mañanas del día de Reyes, después de cortar la rosca, contamos esta historia a nuestros hijos. Nunca se cansan de escucharla. El festejado también sabe dar muy buenos regalos.