Jueves 6 de enero
de 2022.
EL
FESTEJADO
Por Eduardo
Ruz Hernández
La Rosca de Reyes debe
siempre compartirse. Es algo que me enseña mi madre. Por eso, cuando en un café
de la Plaza de San Marcos, en Venecia, estoy sentado en la única mesa
disponible, no dudo en compartirla con una mujer que espera un lugar para
sentarse.
Ella se niega, pero
basta que le muestre el pan que llevo en una caja para que finalmente acepte.
Los dos estamos de turistas y los dos, coincidencia de coincidencias, tenemos
añoranza de nuestra tierra en ese bendito 6 de enero. Nada da más nostalgia que
pasar días festivos en tierras lejanas.
Pedimos dos cafés
con crema y nos disponemos a cortar la rosca, más bien un roscón español, con
un pequeño cuchillo. El pan es una delicia culinaria de la repostería italiana
dirigida a los numerosos turistas ibéricos. No soy español, pero aprovecho la
maravillosa oportunidad para rememorar una añeja tradición familiar.
Debo confesar que
primero comemos y después hablamos. Tanta es nuestro deseo de degustar nuestra
nostalgia. Intercambiamos nombres y un breve repaso de nuestras actividades.
Ella me dice, entre risas, que piensa que soy alemán o francés. Mi altura, barba
y bigote, la confunden, amén de que por pasar largas temporadas dentro de
archivos y bibliotecas mi piel es muy pálida. Pienso que es británica: de
estatura mediana, piel bronceada, ojos azul grisáceos, hermoso pelo color negro
azabache, habla un inglés deliciosamente perfecto. Para acabar de complicarlo
todo, hablamos en italiano hasta que nos enteramos que somos originarios del
mismo país. Es de risa.
Partir la rosca rememora
situaciones familiares entrañables, al menos para mí. A ella la rosca le recuerda
una abuela con quien solía pasar las fiestas de fin de año. Como yo soy el más
nostálgico, me pregunta que tantos recuerdos me trae ese redondo pan. Con una
sonrisa despliego un recuerdo muy especial, cuando mi madre me lleva a partir
rosca con una provecta amiga suya, maestra de toda la vida, por quien siente un
singular afecto.
Tendré siete años
y aquello no implica nada interesante para mí. Vive la maestra en una pequeña
casa en un rumbo alejado y hay que abordar un vetusto autobús para ir. Llegamos
al comenzar la tarde y nos recibe con gran alegría. Hay un pequeño jardín,
lleno de rosales, cuatro sillas de un vetusto comedor y la pequeña rosca encima
de la mesa. Me sirve un vaso de leche con chocolate y alaba mi buen aspecto. En
tanto, yo estoy más interesado en encontrar a su gato: un enorme felino color
de caramelo llamado Turandot, que no tiene mucha simpatía por los niños.
Mirando por todos
lados encuentro rápidamente el modesto Nacimiento sobre un mueble y un
minúsculo arbolito a cuyos pies descansa un regalo bien envuelto. Habiendo
pasado tantos días desde Navidad, día en que en mi ciudad se acostumbra dar los
regalos, me extraña sobremanera aquel descubrimiento. ¿Quién no ha recogido su
obsequio?
No encuentro al
gato y regreso decepcionado a la mesa donde mi madre conversa alegremente con
la gentil anciana. Después de un diálogo ininteligible para mí, al fin se
levanta la anfitriona y regresa con un enorme cuchillo y tres platos. Me ceden
el turno de cortar y saco, sin mayor esfuerzo, el único muñequito de la rosca. Al
fin encuentro algo con que jugar. Sigue un tiempo interminable en que veo la
televisión en tanto continúan la interminable plática.
Al llegar la hora
de irnos, no puedo evitar preguntarle a la veterana educadora el motivo de
aquel regalo abandonado a los pies del árbol. Ella suelta una alegre carcajada:
—Es el regalo del
festejado.
Quedo
desconcertado. ¿Qué festejado? Viendo la extrañeza dibujada en mi rostro,
aquella gentil viejecita me conduce hacia la luz.
—A ver, ¿Qué
festejamos en Navidad?
Como dándome la
respuesta, me señala disimuladamente el humilde pesebre.
— El nacimiento de
Jesús —respondo con aplomo.
—Pues bien, ese
regalo es el que cada año dejo para él.
Aquello me deja perplejo.
¿Acaso el niño Jesús viene por su regalo? Eso nunca me lo ha dicho mi madre.
Viendo mi confusión, vaya que sí es una excelente maestra, me explica:
—El niño Jesús siempre agradece su regalo,
pero como es muy generoso me pide que se lo ceda a un niño que en verdad lo requiera.
Este año voy a aprovechar tu visita para pedirte el favor que tú lo entregues.
—¿Cómo voy a saber
a qué niño dárselo? ¿El niño Jesús me lo dirá? —pregunto aterrado.
—¡Ah! ¡Tú vas a
saberlo dentro de tu corazón! ¡No te preocupes!
Salgo de la casa
llevándome un regalo que no tengo ni la más remota idea para quién será. Menudo
problema. Mi mama camina a mi lado sin decir nada. Abordamos el autobús y
cuando llegamos me hace caminar por diversas calles comerciales. Parece
necesitar comprar algo.
—¿No se te ocurrió
que el regalo podría ser para ti? —cuestiona mi compañera de partición de
rosca— ¿Acaso eres tan inocente?
Tengo que admitir
que sí. Nunca se me ocurrió. Recuerdo caminar con aquel paquete estrujándome
una y otra vez la cabeza en tanto trato de adivinar a quién se lo entregaré. Pasamos
junto a un mendigo que pide dinero y considero seriamente dárselo, pero no es
un niño. Vemos algunos desventurados más pero tampoco califican para ser los afortunados.
Me están
comenzando a doler los brazos cuando escucho el llanto de un infante. En la
calle de enfrente hay una madre con su hija junto al escaparate de una tienda. La
niña, menor que yo, llora a moco tendido en tanto la madre hace todo por
apartarla de la vidriera para llevársela. Inútil, parece una pequeña boya atada
al pavimento.
Miro a mi madre —ella
me devuelve la mirada— y cruzamos la calle acercándonos a ellas. Me tiemblan
los brazos. No tengo ni idea de qué hacer. Mi madre le pregunta algo a aquella
señora y yo, como poseído por una extraña fuerza, le entrego el regalo a la
chiquilla. La creatura queda paralizada y se le congela el llanto en la
garganta. Mi madre me jala del brazo y nos alejamos rápidamente del lugar.
Estoy tan perdido
en mis recuerdos que no me doy cuenta de la mirada asustada de mi compañera de café
y rosca. Sorprendido, me disculpo sin entender por qué. No me contesta y estalla
en llanto. Atolondrado me siento avergonzado. La gente nos ve pensando estar
siendo testigos de algún tipo de violencia doméstica. La situación se pone peor
cuando el mesero se acerca visiblemente preocupado por mi acompañante.
Ella tranquiliza
al mesero con la mano. Sorpresivamente se levanta y me abraza con tanta fuerza
que casi me tira de la silla. Lo siguiente que recuerdo es a los demás
comensales estallando en aplausos. El universo se transforma cuando ella me dice
pletórica de dicha:
—Yo soy esa niña.
Todas las mañanas
del día de Reyes, después de cortar la rosca, contamos esta historia a nuestros
hijos. Nunca se cansan de escucharla. El festejado también sabe dar muy buenos regalos.