REGALO DE REYES 2024
ROSCA
SECA
Por Ernesto de la Fuente
— “Seguiría esas caderas hasta las puertas del infierno”
Repite la frase que ha encontrado en una vieja plaquette donde
publicaba cuentos con sus amigos escritores. ¿Cuántos años han pasado? No lo
recuerda. Es lo malo de la vejez, uno va perdiendo todo, incluso la memoria.
No obstante, aún queda la vaga sombra de aquellas plumas que, cual
espadas de mosqueteros, acudían presurosas a las reuniones literarias para
verter sus negras tintas. ¡Cuántas veces no rieron y riñeron, royendo
impresionantes e impresentables historias cortas!
Pero lo que el amor a la tinta unió, el tiempo se encargó de desunir.
¿Quién les iba a decir que eran tan frágiles antes impredecibles eventos
epidemiológicos? Un pequeño virus pudo con ellos y les desbarató la vida. Y
ahora, nuevamente, el ciclo calendárico repite el tan aciago día, el último en
que se congregaron. Conserva destellos de la reunión: la risa de las bellas
musas, la necedad de los viejos mañosos, la ocurrencia de los jóvenes incautos
y, sobre todo, el silencio que se hizo cuando leyó su cuento, aquel nefasto
engendro literario que les robaría el futuro.
¡Claro, no podía faltar la Rosca! Era una tradición impuesta por el
cumpleaños de alguien, ¿o era por un aniversario? No sabía. Lo que no puede
olvidar es el sabor de aquel pan. Todavía conserva el simpático muñeco que
salió y que tanta risa causó a todos porque se trabó en su prótesis dental.
—¡Cómo nos reímos! —se dijo a sí mismo en voz alta.
Otra vez el 6 de
enero, pero no hay con quien reunirse. Hay roscas por todas partes, pero no hay
con quien cortarlas.
Revisa las
carpetas con desesperación hasta que encuentra la foto. La musa egregia la
tomó, porque la musa docta no era de fotos, menos la afligida y mucho menos la
jacarandosa. ¡Qué bien se ven todos sonrientes!
—Papá, ¿Vas a
querer que compre la rosca de Reyes? —mira a su hija sin muchos ánimos— ¿O
acaso al fin te vas a comer el pedazo de rosca del congelador?
—¿De qué estás
hablando? —pregunta extrañado.
Su hija toma aire
y le explica con suma paciencia. Se nota que no es la primera vez que se lo
dice.
—Ese pedazo que
trajiste de una reunión hace unos años y que dijiste que algún día te lo comerías.
—¿Cuál? —no parece
entender.
—Vaya contigo
padre. ¿Ves ese refrigerador nuevo que le compraste a mamá antes de que se nos
fuera? Lo compraste porque cada semana quería tirar el recipiente con tu rosca.
Decía que ocupaba un espacio que ella requería. Por eso lo compraste. ¿No
recuerdas?
Mueve la cabeza
confundido. Detesta esa muletilla que ella siempre repite: “¿no recuerdas?” Es
obvio que no recuerda. Tal parece que ella cree que le gusta jugar a las
malditas adivinanzas con su pasado.
Su hija saca el
recipiente del congelador y se lo muestra. Él lo mira con interés. Un breve
destello, cual cometa Halley, cruza su memoria. Sí, la rosca de la última
reunión. Las risas, los abrazos, los dulces besos… y la tos, una tos a la que
no le dieron importancia…
—Por mí no compres
rosca —afirma categórico para después con dulzura suplicar: —¿me la calientas
en el horno por favor?
Su hija pone cara
de asombro, pero no replica. Abre el recipiente, le quita el papel aluminio al
pan y lo introduce al horno de aire caliente. Duda en la programación del
tiempo, pero finalmente lo hace al azar.
—Será como
descongelar una piedra, pero allá tú —dice con una media sonrisa.
Él sonríe por
primera vez en mucho tiempo. Le viene a la mente una historia que le contó su
padre hace muchísimos años. Algo que sucedió en la tundra rusa, donde
encontraron un mamut perfectamente congelado y lo destazaron para comerlo. ¿Comería
una rosca-mamut del Pleistoceno?
Se sentó en la
cocina en tanto seguía observando la foto. ¿Por qué sus recuerdos parecían ser
fruto de sueños febriles? Evoca voces, aromas, palabras, sonrisas, silencios y,
sobre todo, ese profundo afecto que se tenían. Cierra los ojos y trata de
capturar los escurridizos recuerdos que lo evaden. Un verdadero tormento el
esfuerzo. Derrotado, se dirige a su hija lleno de angustia:
—Niña, ¿por qué no
puedo acordarme de las cosas? ¿Qué demonios me sucede? Siento como si tuviera
un agujero en la memoria y mis recuerdos huyeran despavoridos como caballos
desbocados ante un fiero león.
Su hija lo mira
con tristeza y le dice algo que, de alguna forma, él ya sabe que se lo ha repetido
muchas veces con anterioridad:
—Papá, tienes
principio de Alzheimer. Por eso te sucede lo de la memoria. Se te presentó
después que te enfermaste de Covid 19 —se muerde los labios y con lágrimas
remata— El médico dijo que podía ser una secuela, pero no lo recuerdas…
Se queda callado.
Tiene un caos en el cerebro y su memoria es como la Biblioteca de Alejandría
siendo incendiada. ¿Quién fue el maldito que la quemó?
Un timbre suena y la
hija saca con pinzas de metal el pedazo de rosca y se lo sirve en un plato. Él
se queda mirando el pan: sí, parece un ladrillo cocido. Hace ruido con la
garganta, emulando un zumbido.
—¿Qué pasa? Ahí
está lo que me pediste —objeta la hija
—Sí, pero no está
completo.
—¿Qué le falta?
—pregunta su primogénita extrañada.
—Le falta un buen
café. ¿No ves que está muy seca?
Su hija sonríe y
le prepara un delicioso café en su vieja y enorme taza. Dos dedos de leche,
deslactosada light, agua hirviendo al tope, y una cucharada rebosante de café arábico
soluble. Se lo sirve humeante.
—¿Está Café?
—preguntó el hombre con desconfianza.
—¡Por supuesto! ¡Caliente,
Amargo, Fuerte y Enorme! —recalca ella divertida.
Ambos esbozaron
una sonrisa cómplice, rememorando la anécdota en que su padre cambió la última
palabra de café de “Escaso” a “Enorme”. Seguramente la tía abuela que se lo
decía se revuelca en su tumba al escucharlo. Se alegra que recuerde el viejo
chiste familiar. Un par de lágrimas se escurren por sus mejillas.
En tanto, el padre
remoja la añeja rosca en el café y añade:
—Un buen pan
siempre pide a gritos un buen café…y más cuando se come en honor a los buenos
amigos que ya no están…