ROBO POSPUESTO
Por Ernesto de la Fuente
Los golpes en la puerta despiertan al cura
párroco de la Iglesia de Nuestra Señora de la Soledad y de la Alta Gracia. — “¿Quién
rayos será a esta impropia hora?” —se cuestiona el anciano sacerdote en tanto
se levanta aturdido de la cama y camina al ropero, seminconsciente, a ponerse
una sotana, férreo uniforme sin el cual se le hace imposible enfrentar la vida.
Los golpes no cesan y se ve en la necesidad de gritar para indicar que, muy lentamente,
va en dirección a la puerta.
Más dormido que despierto, el Muy Ilustre
Señor Canónigo don Miguel Reyes, de 86 años, barriga prominente y grandes achaques,
quita lentamente la tranca y abre la puerta. Frente a él, saliendo de entre las
sombras, logra distinguir a doña Cecilia, la viuda del otrora hombre más rico
del valle, don Trinidad Farías (a quién Dios tenga en su santa gloria y el
demonio en su enorme decepción). Junto a ella está una muchacha enfundada en un
vestido verde y portando un sombrero de girasoles que cubre su largo cabello
teñido de azul. Su desparpajado aspecto asusta al cura.
— ¿Qué sucede doña Cecilia? ¿A que debo el
honor de su visita a estas horas de la noche? Usted sabe que a mi edad es casi
de madrugada para mí.
Doña Cecilia frunce el ceño, se pasa la
mano por la peluda barbilla y exclama con voz chillona.
— No vendría a importunarlo si no fuera
importante, señor cura.
Hace una pausa conteniendo la rabia y
prosigue atropelladamente:
— Encontré a esta rapazuela dentro de mi
casa revisando mis cosas…
El anciano sacerdote la mira sin entender
la situación.
— Pero doña Cecilia, yo no soy el
Ministerio Público, soy solo un pobre sacerdote. Mi jurisdicción no llega a dar
mayores castigos que los espirituales. Le ruego vaya al Ayuntamiento, con don
Genaro, el Jefe de la Comandancia de Policía… — deja de hablar al ver como
gruesos lagrimones resbalan por los ojos de la vieja rica.
La muchacha los mira divertida en tanto
juega con su pelo y masca vulgarmente un chicle.
— ¿Cómo te llamas chiquilla? — pregunta el
cura intentando distraer la insólita y desagradable situación.
— Soy Alicia cotamadre hieloquemada.
El cura contrae la cara ante el espantoso
lenguaje de la chica, y viendo que por ahí no sacará nada, interroga nuevamente
a la anciana viuda, a quien mucho respeta
por sus generosas aportaciones al mantenimiento de la Iglesia y por los
obscuros secretos de juventud que de él sabe.
— ¿Y qué desea que yo haga, doña Cecilia?
— ¡Que hable con esta mequetrefe! ¡La
encontré en mi casa, jugando con lo que es mío!… — nuevo reguero de lágrimas
cae como cascada de los ojos de la mujer acaudalada.
Don Miguel capta al fin el problema: una
joven jugando con las “pertenencias” de la anciana viuda. Recuerda que doña Cecilia
contraerá matrimonio con Gregorio, el peón de rancho al que le dobla la edad.
El cura, conciliador, toma a la joven del brazo y la pone a buen resguardo
detrás de él, dentro de la casa.
— Pierda cuidado doña Cecilia, yo hablaré
con la joven para que aprenda a respetar las cosas ajenas y ya no la moleste
más.
— Limones dulcimargos — dice la muchacha
siguiéndole la corriente al anciano sacerdote con tal de que la vieja la deje
en paz.
Doña Cecilia se marcha, el cura
cierra lentamente la puerta y Alicia respira aliviada de estar en un lugar
donde al fin podrá usar la larga noche para dormir, y no para sacudir
desenfrenadamente la cama.