Por
Ernesto de la Fuente
Estoy
en cuarentena. Mi edad y el disfrute de una enfermedad previa me hacen
candidato a ser parte del banquete de los gusanos si el virus me infecta. Lo sé
y vivo cuidándome de todo y de todos.
Los
días pasan y la angustia no cesa, crece y se agiganta. Estoy condenado a muerte,
pero no sé cuándo vendrá el verdugo. Me imagino la tos carcomiéndome el pecho,
la fiebre sofocante, el dolor mordiéndome el cuerpo, y la impotencia ante la
asfixia. El aire entra a mis pulmones, pero el oxígeno no es recuperado.
Escucho
la llamada a los servicios de emergencia, la sirena de la ambulancia, la cruel
despedida, el hospital inmenso, lleno de contagiados, los médicos y enfermeras
cubiertos como astronautas, ¿doctornautas?, la sala compartida con varios
enfermos que luchan por atrapar un oxígeno que no les entra. Ruidos, sofocos,
gritos y, lo peor, una inmensa soledad. Me he convertido en un apestado, un
peligro para los sanos.
Cada
momento la sensación es peor. Los médicos me rodean, su consenso es total:
deben intubarme. Me niego, prefiero morir antes. No me preguntan. Me sedan y
despierto bocabajo con un largo tubo introducido profundamente dentro de la tráquea.
Lloro de impotencia en estado de narcotizada vigilia, pero la muerte no escucha
mis ruegos.
Despierto
sudando, buscando la pesadilla. Tengo la garganta seca por dormir con la boca abierta.
Pasan trece meses y no me contagio. Me hago un estudio clínico, pagado de mi
bolsillo, el cual revela que ya padecí la enfermedad, pero no experimenté
mayores síntomas. A los tres días muero. Mi viuda insiste que en el acta de
defunción diga como causa de muerte: Covid 19. El forense se opone pero ella
replica:
—
De eso quería morir.