MENJURJE
DIVINO
Para
el Angel que avivó la tinta
Por Eduardo RH
El insistente sonido de
la alarma rompe los sueños. Es hora de levantarse, ir al baño a sacar todo
aquello que sobra y lavarse la cara para borrar todo vestigio de dicha. Encaminase
a la cocina para tragar algo y tener con qué sobrellevar la aridez de la
jornada. Vestirse, cubrirse bien la cara y salir a jugarse la vida en el
transporte urbano. Llegar al trabajo, saludar a los acompañantes de calvario, encender
y poner en funcionamiento todo para que esté listo a las nueve en punto. El dueño
llega 10 minutos antes a supervisar que estén en sus puestos y la mercancía disponible
para la venta.
La hora llega y el ritual
se cumple. Las puertas se abren y los empleados quedan a la expectativa
temiendo que el mensajero de la muerte llegue disfrazado de cliente. Él es el
encargado de recibirlos. Todos confían en su buen juicio para tomar la
temperatura y descubrir los imperceptibles signos externos: alguna tos, un
nerviosismo en los ojos, un ligero temblor. Es una responsabilidad muy grande. Ellos
tienen familia que cuidar y nadie quiere llevarse la semilla de la desgracia al
hogar.
Las horas pasan con
aterradora lentitud. El tiempo no tiene prisa en irse, aunque los corazones
cabalguen desbocados dentro de los angustiados pechos. Después de 10 tortuosas
horas, un mal almuerzo y el intercambio de tres palabras con sus compañeros, al
fin puede volver a casa. Otra vez debe embozarse, esterilizarse y cuidarse. Los
autobuses urbanos son nidos infestados de chinches virales. No hay de otra, el
riesgo está implícito en el regreso.
Es cosa de llegar, entrar
por detrás, desnudarse y remojar toda su ropa en las cubetas preparadas para
ello. Darse un baño cepillándose cada poro de la piel y cada hebra del cabello.
Terminar agotado, devorado por el cansancio, y arrastrarse a la cocina a ver
qué encuentra: dos panes duros y una salchicha congelada. Irse a la cama. No
querer ver ninguna noticia en la televisión, ¿para qué?, todo es lo mismo: accidentes,
guerras, huracanes, inundaciones, odios, protestas, tormentas, terremotos,
violencia… y esa caterva de políticos empeñados en destruir el mundo y el pobre
país donde vive.
Con manos temblorosas
acercarse al preciado librero. Ahí reposan sus amigos, sus grandes compañeros
que nunca le han fallado. ¿Qué leer hoy?: ¿la ficción infinita de Borges?, ¿la
neurosis social e histórica de Vargas Llosa?, ¿el universo bíblico de Bashevis
Singer?, ¿las historias polifónicas de Aleksiévich?, ¿la guerra entuértica de
Grossman?, ¿o mejor las fantasías científicas de Asimov, Bradbury, Clark o Dick?
Queda pensativo. Decide mejor intentar con los sueños de las bellas durmientes
de Kawabata. Algo exótico, cercano a lo sublime.
Se acuesta y toma el
libro como si fuera la mano de su amada. Lo abre y comienza a recorrer las
palabras lentamente, una a una, sorbiendo su esencia hasta perderse en las
honduras de un universo inexistente que solamente él puede recrear en su mente.
Ya nada importa: ni el sucio y maldito trabajo, ni el desagradable sin sentido
de la vida, ni la pastosa y ominosa muerte. Solo existe su ignoto mundo y él.