SALUDABLEMENTE
TRÁGICO
Por Ernesto de la Fuente
Marylinda
siempre amaba las cosas saludables, por eso, cuando me invitó a desayunar a las
siete de la mañana de un viernes, no me extrañé que me citara en el restaurante
de comida “100% Orgánica”. A decir
verdad, a mi juicio, el lugar era más bien un placebo para hacer sentir a la
gente rica que comían saludablemente, ya que aunque servían alimentos
relativamente de origen orgánico y natural, era un disfraz de la mercadotecnia
para cobrar precios bastante exorbitantes.
No
obstante, con tal de tener contenta a Marylinda, acepté el lugar y la hora que
ella dispuso. Recuerdo que me remarcó que tenía que estar exactamente a las siete,
porque más tarde se llenaba a reventar. Si, comprendo, la gente adinerada no es
de levantarse temprano. ¿Para qué? No tienen que rajarse el lomo trabajando
como los viles mortales.
Aunque traté de ser puntual, no pude igualar a
mi amiga, quien era de una puntualidad inglesa que sería la envidia de la misma
Reina Isabel. Pero no crean que llegaba desarreglada. No, para nada. Parecía una
modelo de figurín perfectamente maquillada y con ropa que combinaba con sus
zapatos, bolsos y hasta con su ropa interior.
El
café ya estaba servido y unos panes integrales me esperaban en una coqueta
cestita. No puedo negar que el café hirviendo y el pan recién elaborado, hacían
una perfecta mezcla para ablandar el paladar más exigente. Los ojos inquietos
de Marylinda me recorrían el rostro como buscando respuestas ocultas a
preguntas no formuladas.
Había
escogido una mesa al fondo del local. Ella estaba sentada de espaldas a la
entrada, pero yo podía ver perfectamente a las personas que ingresaban. Así
que, en tanto escuchaba su conversación relativa a sus males y pesares de la
vida, me entretenía escudriñando a los que llegaban. Nada más
antropológicamente divertido que ver a la gente rica llegar a desayunar. Una señora regordeta apartó una
mesa para ocho personas cerca de nosotros. Vestía como jovencita pese a que sus
carnes, canas y arrugas, denotaban la enorme contradicción. Bueno, pero eso a
ella parecía importarle poco. Un matrimonio de personas mayores degustaba un
regio banquete de pechugas de pollo asadas, con vegetales de todo tipo. Más
hacia la entrada, un hombre en la medianía de edad esperaba tranquilamente la
llegaba de su acompañante. Tomaba delicadamente taza tras taza de café orgánico
“de la selva colombiana”.
Un
“¿Me estás escuchando?”, perforó mis oídos, y mis ojos junto con mi mente,
regresaron a contemplar sus inquietos ojos. Marylinda se estaba enojando por mi
distracción y no tuve más remedio que mirarla con ojos de borrego soñador y decirle
con mi más cínica sonrisa: “Claro, aquí estoy”. Cuando el mesero nos trajo el
plato de frutas mixtas, observé por el rabillo del ojo que cuatro hombres
uniformados entraron al local. Algo en mí se turbó.
Eran
policías federales cubiertos con sus chalecos antibalas y portando sus enormes
pistolas. Se sentaron a dos mesas de la puerta. Me sentí inquieto. Las ventanas
del fondo me permitían ver también dos patrullas azules estacionadas. Marylinda
seguía hablando y yo movía la cabeza automáticamente. Cualquiera diría que
estaba muy interesado en sus palabras, pero realmente no recuerdo nada de lo
que me dijo, y honestamente lo lamento con toda el alma.
En
determinado momento le dije: “Cuando te diga que te tires al piso, hazlo”. Ella
me miró como si bromeara y me dedicó una de sus más bellas sonrisas. Sólo
recuerdo que me contestó: “Hoy es Santos
Inocentes ¿verdad?”. En eso le ordené que se tirara al piso en tanto me
echaba un clavado debajo de la mesa. Los sonidos de las detonaciones inundaron
el local y mil cosas se rompieron simultáneamente. Fueron unos minutos
escalofriantes. Después vino un silencio y cuatro detonaciones fulminantes lo
terminaron. Ruido de pasos de gente que se aleja corriendo, chirriar de autos
que arrancan con extrema rapidez y se pierden en la lejanía. Silencio, algunos
ruidos, lamentos de personas heridas.
Cuando
me incorporé de la mesa, el restaurante era un caos. Todo estaba roto y había
gente tirada por todas partes. La sangre salpicaba el entorno y el olor a
tragedia nos envolvía. “¿Marylinda?” pregunté atolondrado. La sonrisa vacía de
ella seguía desplegada. La sangre le escurría por el rostro. Un agujero se
perdía entre sus cabellos.
Fui
el primero en irme. No quería dar explicaciones ni mucho menos figurar en la
lista de “testigos rematables”.
Por
la noche, cuando regresó del trabajo, mi esposa me comentó: “¿Escuchaste en las
noticias lo de la balacera en el restaurante “100% Orgánica”? Hubo varios muertos. Parece que estaban cazando a
unos federales”. La miré con ojos de
borrego soñador y le dije con mi más cínica sonrisa: “No, para nada. Sabes que
no me gusta ver los noticieros. Bastantes tragedias ya tenemos en nuestras
vidas personales para regodearnos en las ajenas”. Y seguí tomando mi te de Tila
en tanto la mano me temblaba ligeramente.
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