Lunes 6 de enero
de 2020.
LA
GRAN FIESTA DE LOS MUÑECOS
Por Ernesto de la Fuente
Mientras algunos
iniciaron el año con grandes esperanzas o enormes alegrías, otros lo hicimos con
la amarga tristeza de ver partir a un ser amado. Mi abuelo, otrora médico notable,
se fue sin grandes aspavientos aprovechando los festejos y dejando a mi madre
la amarga dicha de tener que despedirlo sola, ya que mis tíos estaban de viaje.
Yo tampoco pude estar ahí. Una visita a la tierra de mis ancestros me alejó de
acompañar el ataúd a la última morada de aquel egregio hombre, compañero de mi
infancia y a quien debo el gran amor que tengo a los libros y a las letras.
Decir abuelo para mí
es rememorar las horas que pasamos juntos en su biblioteca explorando libros y
leyendo cuentos. Su voz —grave y profunda— daba un toque inolvidable a las lecturas que me hacía.
El ser solamente hijo de mi madre, hizo que mi abuelo nunca me desamparara.
Otros tenían padre, yo lo tenía a él.
Regresé tres días
después de su entierro, en la víspera del Día
de Reyes, grata fecha de profundas connotaciones familiares ya que ese día
era precisamente su cumpleaños. Siempre dijo que había sido un regalo de reyes
para sus padres, y vaya que se esforzaba en denotarlo con las magnas
celebraciones que organizaba. Todo el mundo lo festejaba. Se pasaba días
cortando roscas con familiares, amigos y, sobre todo, con legiones de fervorosos
pacientes agradecidos.
Esta vez es
distinto. Estoy solo con mi madre en casa y he comprado una rosca pequeña en su
recuerdo. Sobra decir que soy yo quien encuentra el muñeco, pero no escuchamos sus
alegres carcajadas, solo el silencio de las lágrimas que inundan nuestros ojos y hacen que comamos rosca empapada en la
tristeza de su ausencia.
Terminando la
“celebración”, cuando el dulce sabor del pan se pierde entre la sal de la
amargura, mi madre me lleva a la biblioteca del abuelo para entregarme una gran
maleta negra, que no es tan pesada como voluminosa.
—Te la dejó el
abuelo —dice como explicación y se marcha
dándome a entender que el contenido es solo de mi incumbencia.
Con cuidado abro
la maleta: resulta ser un contenedor de ampolletas. Filas y filas de pequeños botellitas
de vidrio con su correspondiente tapón de corcho. Parecieran medicamentos. Tomo una y con gran sorpresa
veo su contenido: un muñeco pequeño, de los que se usan para rellenar roscas.
El frasco está numerado. Reviso minuciosamente toda la maleta y constato que
hay 400 frascos, de los cuales solamente 334 están numerados. Los voy sacando
en estricto orden y contemplo los muñecos que contienen: son muy diferentes y
representan diversas épocas.
Se me viene a la
mente los frascos que vi de fetos conservados en formol en algún museo. ¿Para
qué demonios guardaba mi abuelo estos muñecos? Reviso mejor la maleta y hallo
al fondo una libreta ajada de pasta azul. La saco y encuentro en ella la
explicación que necesito. Ahí, en letra gótica muy bien dibujada —que no parece
de médico— hay anotaciones: Un número, la fecha y una breve explicación.
Un cuaderno de
recuerdos. Mi abuelo anotó la fecha, el lugar y las personas con las que estaba
cuando cortó la rosca y le salió el muñeco. Un tesoro, un enorme tesoro de
recuerdos. No reconozco a las personas de las primeras anotaciones. Deben haber
sido amigos o familiares de quienes nunca escuché. En la rosca 13 aparece el
nombre de mi abuela. Para la 72 está el nombre de mi madre y para la 233 el
mío. Es algo invaluable: fragmentos de la vida y felicidad de mi abuelo.
Las lágrimas
acuden a mis ojos y empañan mi visión. Saco el muñeco que acabo de encontrar en
la rosca, busco el frasco que sigue, escribo el número consecutivo —335— y
procedo a escribir en la libreta la fecha, los participantes —mi madre y yo— y asiento
como resumen de la reunión:
—“Primera rosca de
reyes sin ti”.
Y agrego con letra
vacilante:
—“Me dejaste en
herencia las 334 ocasiones en que encontraste la felicidad a través de una
rosca. Me obsequiaste la gran fiesta de los muñecos. Ahora soy dueño de tus recuerdos.”
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