TRIDUO DE REYES
Ernesto de la Fuente
Era en verdad algo inaudito. Nunca en su vida le había sucedido. Se sentía nervioso, excitado, tenso: algo podría pasarle. La rutina, lo que siempre se hace y que parece hacer que la vida no se salga de sus lineamientos, había sido trastocada. Se miró en el espejo y se preguntó a sí mismo que saldría mal en su vida. ¿Acaso moriría pronto?, ¿sufriría una enfermedad grave?, ¿se quedaría sin trabajo?, ¿sería asaltado con violencia?
La incertidumbre lo llenaba, lo ahogaba, lo mataba lenta e inexorablemente. Desesperado, llamó a su psiquiatra. Era en verdad urgente que lo viera.
El doctor Ulises Cardenal limpió sus lentes en tanto Joaquín se movía una y otra vez en la silla. Por un momento se lo imaginó como a un perro pletórico de pulgas. No acostumbraba recibir pacientes a las 2 de la madrugada, pero apreciaba al muchacho y palpaba que tenía un grave ataque de pánico.
- Tu dirás Joaquín, ¿qué es lo que tanto te preocupa? Dime...
El silencio flotó de un lado a otro del escritorio. Joaquín se contorsionaba en la silla como si tuviera tachuelas, pero su boca no se podía articular palabras.
- ¿No se reirá de mí? - preguntó con timidez en medio de la más profunda angustia.
Ulises dibujó una suave sonrisa en el rostro. De alguna manera había que romper su ostracismo y que mejor que ser totalmente franco y abierto.
- Vamos Joaquín, hace 15 años que te conozco. Te he visto crecer y nada de lo que me digas, en cuanto que te está perturbando, lo voy a tomar a broma.
Joaquín miró detenidamente al doctor Cardenal. Sus canas, su amplia frente, su cara llena y su sonrisa plena. Mas parecía un bondadoso Papa Noel que un médico psiquiatra.
- Es que me sucedió algo terrible. ¡Algo que NUNCA me había pasado! El suspenso siguió flotando en el aire y Ulises arqueó las cejas. A duras penas el muchacho fue más explícito.
- Es que no pasó lo que siempre me pasa -dijo Joaquín mirando ansioso a un Ulises que no acababa de entenderlo.
- A ver, explícate mejor por favor. ¿Qué es lo que siempre te pasa? -interrogó suavemente el discípulo de Freud.
- El seis de enero: ¡La rosca! -trató de explicarse mejor ante la mirada interrogativa del galeno- Siempre parto la rosca en mi casa, en mi trabajo, en casa de mi novia, en la iglesia, con mi abuela...
- ¿Y?... No entiendo -aseveró Cardenal perdiendo en algo su mesurada paciencia.
- Que este año partí cinco Roscas, ¡CINCO!, y en ninguna me salió muñequito... ¡¡¡EN NINGUNA!!!
El doctor Ulises Cardenal lo miró con aires pensativos y, después de unos segundo que a Joaquín le parecieron siglos, le dio una respuesta; pero no cualquier respuesta, sino la que su paciente esperaba.
- Escribe tres cuentos sobre el Día de Reyes y la tradición de la Rosca. Uno detrás de otro, para no agraviar a ninguno de los Reyes. Una vez que lo hagas, mándalos a un concurso de cuentos y con el dinero que ganes compra Roscas de Reyes para los albergues de ancianos y de niños desamparados. Es la solución a tus angustias.
Joaquín lo miró aliviado y sonrío: ¡Al fin sabía que hacer!
Cuando su paciente salió feliz del consultorio, Ulises sonrio para sus adentros y, meneando la cabeza, se dijo a sí mismo:
- La rutina es la magia de las angustias -y dándoles tres golpes a la madera de su escritorio se fue a dormir.
* * *
Había que seguir el tratamiento. Joaquín se instaló frente a su computadora y, aprovechando los desvelos de la angustia, dio rienda suelta a sus más obscuros temores:
1.- GASPAR:
Era día de Reyes. Nada más rico que ese día. Temprano por la mañana, se abrían los regalos colocados en el ya desgastado árbol navideño. Al mediodía la visita a la querida abuelita que lo llenaba de dulces y comidas deliciosas. Y, por la noche, la suculenta Rosca de Reyes. ¡Como había esperado ese día! Llevaba tres años sin que le tocara el mentado muñequito. Siempre se salvaba por un pedacito y le tocaba a mamá, a papá, a la tía Dora o a Matildita, sin faltar su hermana Martha. Pero a él nunca le tocaba. Era como un embrujo, una especie de suerte que le indicaba que ese año todo saldría bien.
La tarde llegó con sus tonos rojoanaranjados y en tanto el manto de la noche se engullía deliciosamente la luz solar, la luna salió a reinar con toda su corte de estrellas.
Gaspar, su padre, tardó en llegar con la enorme Rosca que año con año compraba en la panadería "La Vuelta". La fruta cristalizada, el pan dorado y crujiente, todo era una ricura de sabor. El delicioso ambiente se conformaba con el chocolatito caliente, las risas y la música navideña que se oiría por ultima vez antes de que todo terminara.
La partición de Rosca comenzó entre las carcajadas de Marthita, que estaba segura de que este año no le tocaría muñeco. Su Mamá cortó un buen pedazo y no le tocó nada. Con una alegre sonrisa comió el delicioso pan de Reyes. Las tías Matilde y Dora se llevaron sendas tajadas de rosca sin mediar muñeco enterrado. Don Gaspar, en pleno festejo de cumpleaños, cortó el pedazo más grande y... nada. Sólo quedaba la mitad de la rosca y ningún maldito muñeco había salido.
El, nada tonto, hizo que cortaran rosca las dos abnegadas sirvientas de la familia, Rosa y Angélica, pero a ellas tampoco les apareció muñeco alguno. Unicamente quedaban Marthita y él. Su hermana estaba gozando el momento a lo grande, en tanto él sudaba a raudales por la frente, la cara y el cuello. Se sentía en un baño sauna.
Martha fue benévola y se ofreció a partir primero la rosca. El cruzó los dedos y maldijo por lo bajo. La niña, con su cara redonda, llena de pecas y de risas, cortó un enorme pedazo. El le quitó el cuchillo y despedazó el pan en busca de algún muñeco: ¡¡Nada!!
Protestó. De seguro que la rosca no traía muñecos. Ese viejo panadero les había hecho chafa. Pero no, su papá le confirmó que había sido testigo de la introducción de los viejos muñequitos de porcelana en la harina. Esos muñequitos, herencia de la bisabuela, eran de una hermosa porcelana italiana y estaban graciosamente confeccionados. Tres niños Dios, como los tres Reyes Magos.
La familia lo apuró, sólo él faltaba. Temblando, tomó el cuchillo y cortó un pedazo bastante grande, lo suficiente para contener a un muñeco extendido, pero no tan grande que no le pudiera caber en la boca. Antes que Marthita dijera nada, lo tomó rápidamente con la mano y se lo metió en la boca...
Nadie pensó que de la alegría de la Rosca pasarían a las lágrimas de un velorio. ¡Que suerte la de Miguelito! Le habían salido los 3 muñecos juntos, casi abrazados uno con otro y, al introducírselos a la boca, se le habían atorado en la garganta. La muerte fue casi instantánea. Fue más su orgullo de no perder que la fuerza que puso su padre por sacarle los muñecos de la garganta. Nada pudieron hacer. La sonrisa de Marthita se convirtió en horrible mueca al ver morir a su hermano. Lo enterraron con los tres muñequitos. ¿Qué más podían hacer? Fue su Regalo de Reyes...
2.- MELCHOR:
¡Como odiaba Melchor ese maldito día! Cada año era lo mismo. ¡Malditos fueran los Reyes y sus mentadas tradiciones mexicanas!. Ya sabía lo que le esperaba. Desde que don Juan Lara asumió la dirección de la empresa, el 6 de enero se celebraba a bombo y platillo. Se compraba la Rosca de Reyes mas grande del mercado y todos los empleados tenían que cortar un pedazo. Después el morbo, los nervios y las imprecaciones de los pobres trabajadores en tanto don Juan, cuchillo en ristre, despedazaba el pan buscando los mentados muñequitos...
¡Como detestaba ese día! Era humillante, era denigrante, era algo en verdad asqueroso. Y, ¡claro!, al pobre que le tocara el muñequito, tenía a fuerza que dar una esplendida fiesta el dos de febrero, día del cumpleaños del jefecito Juan Lara. De ahí su interés por la rosca y sus malditos muñecos.
Llegó ese día a la oficina comiendo kilos de bilis y anticipando la humillación de don Juanito con su cuchillo despedazando el pan que se tendría que meter a la boca. Y las cosas no fueron distintas de otros años. La enorme rosca fue asentada en el escritorio del jefe y se comenzó a llamar a los empleados para el tradicional y odioso corte.
Al mal paso darle prisa -pensó para sus adentros, y fue de los primeros en cortar. A decir verdad, fue el tercero. Don Juanito cortó el pan que se metería en la boca y, con deleite mal disimulado, lo destripó a conciencia. No encontró muñeco alguno. Se hizo un café para hacer más suave el golpe de masticar migajas cortadas, y se fue comiendo poco a poco el pan. Para su sorpresa, cuando sólo quedaba un pedacito, se dio cuenta de que ahí estaba escondido un muñeco. Con calmada parsimonia, se introdujo el pedazo de pan a la bolsa de la camisa utilizando una servilleta de camuflaje. Nadie lo notó. Después una irónica sonrisa se le dibujó en el rostro. Regresó a su trabajo.
Las horas pasaron con angustiosa lentitud y, en tanto los empleados iban cortando el pan, la tensión aumentaba en la oficina. Dos muñecos habían salido, pero el tercero se resistía a ser encontrado. Cuando la rosca se agotó y no apareció el mentado niño de plástico, don Juan Lara ardió en cólera. Alguien le estaba viendo la cara y no le había seguido el juego a su capricho. Su cuchillito no había podido descubrir el muñeco. Melchor se carcajeó por dentro de sólo pensar que don Juan sería capaz de pagar las radiografías de todos los empleados para buscar el muñequito desaparecido.
Pero no por ahí iban las cosas. Don Juan estaba furioso y amenazó con aplicar fuertes castigos sino salía el culpable. Todos temblaron menos él. Y fue al extremo de hacer catear los escritorios de todos, la basura y hasta hizo que sacaran los objetos de sus bolsas y bolsillo: ¡Nada!. Cuando llegó la hora de salir, don Juan no los quería dejar ir. Alguien se estaba burlando de él, pero no podía descubrirlo.
Cuando Melchor llegó a su casa, se sentía el hombre mas dichoso del mundo. Estaba en verdad feliz. No le había importado llevar el muñequito en el zapato todo el tiempo.
Se había burlado de don Juan Lara y su cuchillo humillador, se había burlado de los Reyes Magos y sus tradiciones estúpidas. Dio rienda suelta a su risa y fue el hombre mas dichoso sobre la tierra.
Al día siguiente don Juan recibió una llamada telefónica. Era la esposa de uno de sus empleados que reportaba que su marido no iría a trabajar. Un infarto había terminado con su vida en pleno ataque de risa.
3.- BALTASAR:
Despertó entusiasmado. Era Día de Reyes y algo habría recibido. Todo el año se había portado bien, todo el año había esperado con ansia ese día. Alegre, sonriente, bajó los ojos buscando un regalo debajo de su hamaca: ¡Nada! Otro año sin obsequio, otro año de mirar sólo la tierra.
-¡Contras! -pensó- Cómo hacerles entender a los Reyes que no quiero que me traigan regalos en el zapato, si no que sólo quiero que me traigan zapatos...
Triste y cabizbajo, el niño se levantó y camino descalzo, como toda su vida había hecho. Y es que en eso de ser pobre, como que la magia de los Reyes no funciona.
* * *
- ¡Ya estoy curado! -gritó Joaquín. La magia de los ritos se había cumplido.
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