EL CURA GITANO
Por Ernesto de la Fuente
Yo
era un adolescente cuando aquel hombre llegó a nuestro pueblo. Todavía recuerdo
ese día. Había mucho calor y el autobús de las diez llegó levantando polvo.
Éramos un pueblito perdido entre los montes, valles y quebradas de aquella
agreste región, por lo que la llegada del autobús siempre era un
acontecimiento. Lo vi bajar: alto, fornido, con unos lentes negros que llamaban
la atención porque eran más grandes que los cristales que contenían. El pelo
revuelto, la sonrisa a flor de piel. Cargaba una pequeña maleta que no denotaba
que se estaba cambiando de casa. Si, porque desde ese día así llamó a nuestro
pueblo: su casa.
Me
saludó sin conocerme y me preguntó en dónde se encontraba la iglesia. Dude un
momento ya que me esperé de todo, menos que aquel hombre fuera el nuevo cura de
la parroquia. No me caían bien los curas, mi familia era evangélica, pero aquel
hombre parecía de todo, menos un cura católico. Tenía pinta de ingeniero, de
peón de obra, no de hombre de Dios.
-
¿Qué pasó? ¿No sabes dónde está la iglesia?.
Se
río como si eso fuera la cosa más divertida del mundo. Avergonzado le indiqué
con la mano y me ofrecí a acompañarlo.
No,
no suelo ser amable con los extraños. Es algo que desde pequeños todos
aprendemos en la región: a desconfiar de la gente. Pero aquel tipo era
diferente, parecía que me conocía de toda la vida. Mientras lo acompañaba
saludó a todo el mundo y sonrío como si se sintiera en el mejor lugar del
universo. Era de verse. La gente le devolvía los saludos desconcertados. Varios
de mis amigos me vieron con él y se extrañaron. “¿Qué ya te volviste guía de
turistas?”- me bromearon después. Peor me fue cuando todo el pueblo se enteró
que aquel hombre era el nuevo cura católico. No les agradó la noticia, ya que
nosotros siempre nos hemos sentidos evangélicos, cristianos. Interpretábamos y
obedecíamos lo que decía la Biblia, no lo que la Iglesia Católica decía y
mandaba.
Pero
a aquel cura eso le tenía sin cuidado. Desde el primer momento dejó en claro
que, para él, todos éramos parte de su familia. No le hacía mala cara a nadie
ni se molestaba por las groserías que varios le hicieron al no querer tratarlo.
Él lo tomaba con alegría, como cuando los niños se dejan de hablar por
tonterías y luego se contentan para seguir jugando.
Tan
pronto se hubo instalado en la paupérrima casa cural, salió a conocer el
pueblo. Al tipo le gustaba caminar. Disfrutaba hacerlo y recorrió casa por casa
cada calle presentándose:
-
Alberto Martínez para servirles. Soy el nuevo sacerdote del pueblo.
Más
de uno no le quiso abrir la puerta o se la cerró en la cara, pero él no se
inmutó. Tenía un entusiasmo a toda prueba. En más de una casa entró a echar la
mano y ayudar en lo que fuera. No le sacaba al trabajo, le gustaba cortar leña
y ordeñar a las vacas o a las chivas. Tenía muy buena mano para los animales.
Varios se enojaron con sus bravos perros porque no le ladraban al “curita ese”.
Vaya pues, los perros fueron mucho más educados que sus amos. Les encantaba
seguirlo y dejarse acariciar. Tenía “manos
mágicas”, como decía doña Julita, y las prodigaba siempre para ayudar.
Recuerdo
cuando hizo sonar la campana de latón para anunciar su primera misa. Todo mundo
paró las orejas asombrados de volver a escuchar ese ruido. El último cura,
Fernando, había embarazo a una muchacha y había huido del pueblo, Nunca
volvimos a saber de él y la chica ya era todo una matrona con dos hijos más de
distintos hombres. Vaya legado había dejado aquel cura. Pero de esa historia ya
habían pasado muchos años, más de veinte, así que la gente no recordaba el
sonido de la vetusta campana. Dos que tres husmearon por la iglesia a ver que
hacía el curita, y se llevaron la sorpresa de ver que había limpiado la iglesia
lo mejor posible, había decorado el pobre altar con unas flores y estaba
sentado en el mísero confesionario, una silla medio rota con un pedazo de tabla
para tapar al penitente, esperando a los fieles.
Nadie
se presentó. ¿Pero ustedes creen que eso lo detuvo? Para nada. Dijo la misa
como si la iglesia estuviera llena. Su voz era fuerte, clara y melodiosa, así
que sus palabras se escuchaban claramente en el parque. Cantó, algunos juran
que hasta bailó e impresionó el silencio que hizo cuando llegó la hora de
elevar el pan y el vino, costumbre desconocida para nosotros pero que luego nos
impresionaría grandemente.
Tiempo
después escucharía decir al cura Alberto que se sintió arando en el desierto
cuando llegó. Nunca olvido lo que nos dijo meses después cuando la iglesia
estaba llena a reventar y la gente lo escuchaba con respeto. Dijo que esos
primeros días sintió que estaba en tierra estéril, pero que recordó que él no
era más que un instrumento del dueño de la tierra y que los resultados de la
cosecha no dependían de él, sino de quien lo mandó.
Y
es que los frutos que obtuvo fueron grandes pero nosotros fuimos piedras para
él. Comenzó a romper nuestros corazones cuando un día se presentó en nuestro
templo en pleno servicio. Todo el mundo se quedó estupefacto. ¿Qué demonios
hacía un cura católico en nuestro templo evangélico? Varios querían sacarlo,
pero el pastor Juan Hernández se opuso.
-
Él también tiene derecho a salvarse y a conocer a Jesús.
El
cura escuchó todo lo que dijimos con cara alegre. Acompañó algunos cantos y
saludó a todo el mundo, aunque muchos no le contestaron el saludo. El pastor,
queriendo realizar una confrontación dogmática, le pidió que hablara y él lo
hizo. Pensamos que nos atacaría o que diría que los católicos poseían la verdad
y los evangélicos predicaban mentiras. Pero no. Nos sorprendió completamente.
Nos
habló de creencias comunes y recalcó que todos teníamos un enemigo en común: el
demonio. Luego habló de Jesucristo. Fue algo conmovedor, ya que habló de él como
alguien muy cercano, al que se conoce íntimamente y no como una difusa figura
histórica o literaria. Fue extensamente breve. Luego agradeció a todos que le
permitieran estar ahí y dando las buenas noches se marchó. Aunque la asamblea
continuó, una espinita se nos clavó a muchos que hizo que uno que otro fuera a
saludar al cura, dando por excusa que había que ser buenos vecinos.
Lo
cierto es que nos fue ganando. Antes de la misa que oficiaba por la mañana, el
cura se quedaba un muy largo rato arrodillado frente al altar. El hombre se
perdía en la oración. Después de misa salía a visitar a los enfermos y, sobre
todo, a los viejitos. Tenía un especial afecto por ellos y toda la paciencia
del mundo. No faltó quien dijera que era una táctica para embaucarlos, pero yo
no vi que fuera eso. El cura Alberto nunca fingía su interés por los demás,
verdaderamente se interesaba en la gente.
Lentamente
la iglesita fue llenándose y poco a poco fuimos enterándonos que el cura no era
cualquier cura. Lo supimos cuando un domingo un autobús lleno de gente de la
ciudad llegó al pueblo. Pensamos que eran turistas extraviados, pero luego nos
llevamos la sorpresa de que habían ido expresamente al pueblo a ver al “padre
Alberto”. Le tenían una enorme veneración. Le llevaban cosas y se quedaban todo
el día aprovechando sus servicios espirituales. El cura nos obsequiaba todo lo
que la gente le llevaba, en especial la comida. Poco a poco los fue organizando
y hacía que la gente de los autobuses llevara suficiente comida para compartir
con todos los que asistíamos a la iglesia.
Empezamos
a amar los domingos y a disfrutarlos. Hicimos amigos y la iglesita fue
mejorando. La pintamos entre todos y la decoramos. A los dos años ya nadie
llamaba cura al padre Alberto y sus misas se hacían al aire libre en el parque.
La gente no dejaba de llegar a verlo. Fue que entendimos que no era un cura
cualquiera, que era muy apreciado y que él había solicitado a su jefe, el
obispo, que lo mandara a un pueblito perdido abandonando una vida de enormes gratificaciones
en la ciudad.
Cómo
cambiaron las cosas luego de tres años. El pueblo ya no era el mismo. La gente
asistía a la iglesia y querían al padre Alberto. ¿Cómo no querer a un hombre
que se entregaba completamente y nunca dejaba de ver por sus fieles? Consiguió
que afamados doctores de la ciudad visitaran nuestro pueblo y curaran a las
personas gratis, estableció un comedor popular, hizo brigadas de sanidad para
mejorar las condiciones de higiene y reducir las enfermedades, abrió una
escuelita comunitaria para enseñar a leer a la gente grande, creo talleres
artesanales para que las personas tuvieran trabajo e ingresos propios… en fin,
fue una chispa que detonó el desarrollo y bienestar del pueblo.
Pero
lo que más buscaba la gente de él, era su auxilio espiritual. La gente venía de
la ciudad a carretadas buscando confesarse con él y suplicándole consejo. Era
un hombre muy juicioso que siempre encontraba consejos útiles y prácticos que
dar a quien se los solicitaba. Sus confesiones eran de antología. Muchos
encontramos la paz junto a esa silla cuasirota y la tabla que usaba para tapar
la cara al penitente y que nunca quiso cambiar. Aquello fue algo milagroso. Una
bendición para nosotros y para el pueblo.
Cuando
uno se encuentra a un hombre tan extraordinario como el padre Alberto, uno cree
que siempre fue así, que esa energía, esa fuerza, esa enorme bondad, siempre la
tuvo desde que era niño, pero en muchas ocasiones las cosas no son como
pensamos que fueron. Y él no fue la diferencia. Un día llegó al pueblo un
hombre solitario manejando un pequeño auto de un color escandaloso. Era un
hombre ya algo grande y un poco brusco en su trato. Por azares del destino fue
a mí a quien le preguntó por la iglesia. Con gusto le indiqué la dirección y
miré, no sin cierto asombro, que el hombre tenía un cierto parecido con el
Padre Alberto.
Por
la tarde, cuando fui a la Iglesia, me lo topé nuevamente conversando con el
sacerdote. Después de misa, el padre Alberto me llamó y me pidió que llevara al
señor a casa de doña Amalita, para que le dieran de cenar. Fue entonces que
supe que era don Ernesto, su tío. Lo acompañé y, como sabía que sucedería,
también fui invitado a cenar. Las ricas tortitas de maíz de doña Amalita eran
algo que no se podían despreciar, así que con saboreando esos ricos manjares
inicié mi amistad con el tío Ernesto.
Por
lo que me dijo, él acababa de llegar de un lejano país donde había vivido los
últimos 20 años y estaba reencontrándose con toda su familia. Aunque un poco
áspero al principio, tan pronto agarramos confianza demostró un noble corazón y
una extraña e irónica simpatía. No pude resistir la tentación de preguntarle
por la juventud del padre Alberto. El tío Ernesto se río de buena gana.
-
Siempre fue un niño muy tranquilo, con mucha sensibilidad para la lectura y un
gran amor por la naturaleza -dijo con cierta nostalgia para agregar con una
sonrisa- Pero fue algo cabezón para entender las necesidades espirituales de
las personas.
Me
quedé sorprendido por esa revelación, ya que el carisma principal del padre era
ese don que tenía para escuchar y aconsejar a los demás.
-
¿Cómo es eso? -le pregunté sin ocultar mi sorpresa.
El
hombre rio de buena gana.
-
Recién ordenado se hacía bolas cuando la gente recurría a él en busca de
consejo -me explicó.
Me
quedé callado sin acabar de comprender lo que me decía.
-
Con decirte que yo le apodé “El cura
gitano”.
-¿Por
qué iba de un lado a otro? –pregunté con toda ingenuidad.
El
tío Ernesto soltó una carcajada y me miró divertido.
-
¡No hombre, no! –y me explicó con cierta ironía- Resulta que en sus sermones
algunas veces comentaba que la gente le hacía toda clase de preguntas y que él
no tenía “una bola de cristal” para
saber la respuesta de todo.
De
pronto el tío Ernesto dejó de sonreír y se quedó muy callado. Densos recuerdos
llenaron su mirada. Esperé un rato que se me hizo enormemente largo hasta que
vencido por la curiosidad le pregunté qué había sucedido que lo había cambiado.
Por toda respuesta me dijo algo compungido:
-
Encontró su bola de cristal –y me contó una historia que me sorprendió.
* * * * * * *
No
era más que un sacerdote ordinario sin anhelos de nada extraordinario, pero el
que me llamó a seguirlo es un ser extraordinario. Así que no podía permitir que
mi vida pasara como una más. Todo comenzó una tarde en que una señora, ya
entrada en años, me preguntó por enésima vez si podía comulgar sin haberse
lavado los dientes. En ese momento perdí el sano amor al prójimo que debemos de
tener, y le mal contesté con una sandez más propia de un bellaco: “Mejor
comulgue sin dentadura”. Obviamente la mujer se sintió ofendida y, no sólo no
comulgó sino que me reportó al párroco de quien dependía.
Su
amonestación sólo hizo que perdiera aún más los estribos y que farfullara que
la gente pensaba que tenía una bola de cristal para contestar cualquier clase
de pregunta fuera de todo sentido que quisieran hacerme. Cuando me veo en
retrospectiva, me siento terriblemente avergonzado de mi comportamiento
infantil e inmaduro. Mi párroco consideró que estaba sometido a demasiado
estrés y me dio un día completo para que hiciera un pequeño retiro de oración.
Bastante
contrariado, obedecí lo que me mandaba, ya que estoy convencido que la
obediencia es el mejor camino a la santidad. Lamentablemente los momentos de
oración y lectura no me ayudaban a quitarme el desasosiego que sentía por
dentro. Me sentía terriblemente presionado por los fieles para que les
resolviera sus disparatadas dudas y me chocaba su falta de sentido común y de
discernimiento. Algo intranquilo, decidí caminar por los jardines del convento
de Religiosas de Clausura donde me habían acogido para darme un oasis de paz.
El
día chorreaba de luz y los árboles se mecían suavemente al vaivén del viento.
Algunos pájaros iban de rama en rama cantando y sentí el ambiente lleno de
aromas. Caminando llegué a un pequeño estanque que la religiosas cuidaban con
esmero, lleno de peces y con diversos tipos de rosales plantados en sus
cercanías. Recordé que la Madre Superiora me había contado que animaban a los
niños que hacían su Primera Comunión en la Capilla del convento a que las
sembraran. Me senté en una banca bajo un frondoso árbol y que quedé
contemplando el estanque embelesado por su belleza.
Estaba
ahí, ensimismado en mis pensamientos, cuando noté que el espejo de agua
reflejaba unas figuras. Me sorprendió ya que era el único ser humano por el
lugar, así que me acerqué a ver mejor el reflejo. Miré asombrado a una extraña
figura vestida como sacerdote que tenía en sus manos una bola de cristal.
¿Estaba acaso soñando? Me quedé paralizado cuando comencé a escuchar voces: Era
un diálogo entre la persona con la bola de cristal y varias personas que se le
acercaban. Comencé a sudar frío cuando me percaté que conocía esos diálogos:
eran los que había sostenido con los fieles que me importunaban con sus
preguntas simples. No obstante, lo increíble eran las respuestas que recibían.
Parecía que quien tenía la bola de cristal sabía todo y era capaz de resolver
todas las dudas con sinigual certeza.
Sentí
miedo y quise irme del lugar pero estaba petrificado. La imagen se desvaneció y
apareció una nueva persona, vestida también de sotana, que tenía en la mano una
Biblia y un rosario. La gente se acercaba a preguntarle y la persona contestaba
con mucha paciencia sus dudas. Sus respuestas eran profundas pero sencillas.
Veía que en todo momento consultaba la Biblia o pasaba los dedos lentamente por
las cuentas del rosario haciendo oración, antes de responder cualquier duda. En
eso la imagen se desvaneció y aparecieron la bola de cristal y la Biblia. La
bola de cristal producía mucha admiración y la gente se acercaba como
hipnotizada a ella; en cambio, la Biblia atraía muy lentamente y no era tan
admirada. Fue entonces que ambos personajes emergieron junto a cada uno de los
objetos y pude entender lo que sucedía. El que tenía la bola de cristal era una
persona atractiva que usaba la sotana como un disfraz, en tanto que quien tenía
la Biblia denotaba dulzura y bondad y llevaba la sotana como algo que le
confería mayor dignidad.
Un
escalofrío me recorrió la espalda cuando quien tenía la bola de cristal me la
ofreció con una sonrisa como diciéndome que con ella se acabarían todos mis
problemas. Aterrorizado miré a quien resguardaba la Biblia y le supliqué ayuda.
No sé cuánto tiempo imploré su ayuda, pero si me quedó claro que prefería mil
veces la Biblia a aquella bola que resplandecía con luces multicolores. Cerré
los ojos agotado y cuando los abrí me di cuenta que estaba sentado en la banca
y nada extraño sucedía a mi alrededor. Supuse que me había quedado dormido y regresé
con paso ligero a la Capilla, donde me hinqué buscando algo de luz ante lo que creí
haber soñado.
* * * * * * *
-
Alberto me contó muy contrariado un sueño que había tenido. Él no es muy de hablar
de su vida espiritual pero resulta que fui yo quien lo fue a buscar al Convento
donde hacía su retiro espiritual de un día. Estaba tan impresionado que me lo
contó –hizo una breve pausa y prosiguió algo contrariado- No soy quien para dar
consejos espirituales a un sacerdote, pero en este caso era mi sobrino a quien
yo cuidaba de niño y por quien siempre he sentido un afecto muy especial. Así
que me dije: “Albertito, eso no fue un sueño. Hasta un zafio como yo te puede
decir que esa fue una visión del Señor y está más clara que el agua”.
Me
quedé pensativo escuchado la historia que me relataba de primera mano el tío
Ernesto. No era tan ingenuo para no comprender la gravedad de un hecho de esta
naturaleza que ponía en el candelero de todo tipo de opiniones a quien lo
padecía.
-
Pero bueno, fuera de elucubraciones propias le aconsejé que se lo relatara a su
Director Espiritual y que probablemente, si las visiones persistían, tendría
que decírselas al Señor Obispo.
-
¿Y las visiones continuaron? –pregunté verdaderamente intrigado.
El
tío Ernesto sonrío. Desde el fondo de sus ojos claros me miró con dulzura y se
rascó su barba entrecana.
-
Eso es algo que no te podría decir ya que al poco tiempo me fui a vivir a otro
país y perdí la pista directa con Albertito. Pero bueno, ya bien decía nuestro
maestro: “Por sus frutos los conoceréis”. Ve ahora en lo que se ha convertido
el padre Alberto y respóndete a ti mismo esa pregunta.
Ya
no agregué nada a la conversación. Me quedé en silencio. Años después he
decidido escribir esta historia para enseñanza de los futuros seminaristas y
para que nunca olviden que la fuente donde debemos abrevar para llenaros de
Dios es la Biblia, la oración cotidiana, el rezo del santo Rosario y,
especialmente, los Sacramentos que nos da la Santa Iglesia Católica Apostólica
y Romana.
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