RAYO DE FUEGO
Por Ernesto de la Fuente
Santísimo
Padre:
El
voto de obediencia me obliga a escribir lo que usted me ordena y, siendo el
último de los cardenales conocidos como los “ciento doce apóstoles”, no me
queda más que plasmar mis vivencias tal y como usted me requiere.
Habiéndome
levantado el voto secreto que hice al participar en la elección del Sumo
Pontífice San Pio XIII, paso a narrarle lo que aconteció en aquellos días en la
Capilla Sixtina en el Vaticano.
Yo
era un cardenal joven, apenas recién nombrado por el Santo Padre dimitente, y
desconocía los protocolos. Me sentía lleno de inquietud y temor. Y no era para
menos: Ahí, entre los muros de la Capilla Sixtina, estaba Cardenales de
reconocido prestigio, santos varones de la Iglesia que me aventajaban en virtud
y experiencia. Me sentía menos que un niño tonto a su lado.
Había
una gran inquietud en la Iglesia y en todo el mundo, había la sensación de que se
estaba ante un momento determinante en la historia en que estaba en juego, no
sólo el futuro de la Iglesia si no también el destino mismo de la humanidad
ante Dios. La atmósfera era de tranquila presión, en tanto se realizaban toda
clase de elucubraciones por parte de la prensa internacional y de los gobiernos
del mundo.
Pero
no deseo alargarme con estos detalles, así que iré al punto. Entramos 115 Cardenales,
luego de que algunos reportaron no poder asistir. Después de la misa de
apertura para solicitar la elección del nuevo Papa, se sacó a todo mundo ajeno
y se cerraron las puertas. El cónclave comenzó a marchar tal y como dijeron que
sería. No obstante, en la tarde del segundo día, luego de dos votaciones que no
llevaron a nada porque los votos se dividían entre varios candidatos, dos
Cardenales, cuyos nombres omito por secreto de confesión, iniciaron un cabildeo
muy sutil por un tercero. Fue algo tan tenue que casi nadie se percató de ello.
El
punto es que el cónclave fue llegando a un punto de ruptura muy desagradable,
ya que conforme se fueron configurando dos
Cardenales que encabezaron la votación, surgió a la par ese tercero que fue
subiendo de una forma poco clara. No le puedo explicar qué sucedió realmente
pero la situación se salió de control. Un candidato renunció y quienes votaban
por él, y otros más, se negaron a respaldar al tercer candidato que había sido
insertado con engañosa sagacidad.
El
ambiente se puso bastante pesado y nadie parecía dispuesto a ceder. Más de la
tercera parte de los Cardenales no querían aceptar al candidato que sentíamos perversamente
impuesto, pero él siguió ganando votos muy lentamente. La situación era
crispante y aquello no parecía obra del Espíritu Santo si no del maligno.
Cuando
parecía que aquel candidato ganaría irremediablemente, sucedió algo extraordinario
que nunca contamos quienes participamos de aquel cónclave y que ahora me veo
obligado a revelar en obediencia a Su Santidad. Era la votación de la tarde y
sentíamos que la barca de Pedro se nos iba de las manos, pero, antes de poder
comenzar a llenar las papeletas de la votación, se escuchó un estruendo dentro
del recinto cerrado de la Capilla Sixtina. Fue como un ventarrón que entró de ninguna
parte e hizo volar todos los papeles que estaban sobre las mesas. Todos nos
quedamos asombrados y vimos como un intenso fuego surgía de la nada y se posaba
en el centro del recinto.
No
sabría cómo explicarle, era una asombrosa lengua de fuego que contenía una bellísima cruz de un blanco muy vivo adentro. Todos estábamos maravillados y no
sabiendo qué hacer. Entonces, los dos Cardenales que habían propuesto
sutilmente al nuevo candidato que estaba ganando la elección, cayeron al suelo
y comenzaron a dar de gritos. Eran unos sonidos indescriptibles y
horripilantes. El candidato se incorporó e hizo una mueca demoníaca, no hay
otra forma de explicarla, y cayó al suelo fulminado.
De
pronto se hizo un silencio impresionante y la lengua de fuego se desplazó muy
lentamente hasta posarse encima de la cabeza de un muy humilde Cardenal por el
que nadie había votado y al cual no se había tomado en cuenta. Fue entonces
como si se nos abriera el entendimiento: era el último cardenal que había
llegado al cónclave procedente de un país con un régimen de gobierno
abiertamente ateo y que le negada la salida. Para colmo, el pobre Cardenal,
cuando consiguió a duras penas el permiso, no había podido trasladarse a Roma
por carecer de los medios económicos. La Santa Sede había tenido que socorrerlo.
Vestía muy pobremente una vieja sotana raída que había pertenecido a su martirizado
antecesor y era tan humilde que pocos se habían percatado de él.
Cuando
la lengua desapareció, el Cardenal encargado llamó rápidamente al médico para
que evaluara al candidato caído. Nada se pudo hacer por él: había muerto de un
infarto fulminante con un rictus monstruoso en la cara. Los otros dos
cardenales que habían caído al suelo gritando, estaban como en estado de coma,
pero con los signos vitales estables. La votación se suspendió hasta el día
siguiente y fui testigo de una decisión increíble por parte de tres Cardenales.
Se le solicitó al Cardenal encargado que llamara al Padre Amath, un exorcista
anciano muy reconocido que vivía retirado en un convento en Roma.
Esa
noche, en tanto todos los demás Cardenales decidieron realizar turnos de
adoración toda la noche delante del Santísimo Sacramento, el Padre Amath
ingresó a la Capilla Sixtina para participar en un exorcismo junto con siete
cardenales, yo incluido. Fue una experiencia muy aleccionadora. El príncipe de
la mentira estaba en posesión de aquellos hombres, en el seno mismo de la
Iglesia. Usando el viejo ritual, el Padre Amath conminó a los demonios a que
salieran, pero ellos se negaron. Hablaban un idioma desconocido para mí pero
que el sacerdote exorcista comprendía.
El
exorcismo se completó cuando se presentó, a solicitud de los demonios, el
humilde Cardenal ungido por la lengua de fuego. Dando de gritos los demonios
abandonaron a aquellos Cardenales y la paz volvió a reinar en sus corazones. Yo
confesé a uno de ellos y el Padre Amath al otro. Ambos estaban muy arrepentidos
y avergonzados por haber permitido que Satanás entrara en ellos. Los dos
solicitaron no seguir participando en el cónclave y se decidió que así fuera,
pero que no salieran del mismo para no despertar rumores de la prensa.
Al
día siguiente se hizo la votación con los 112 Cardenales presentes. El cardenal
ungido tuvo 111 votos y en una papeleta estaba escrito la palabra “Fiat” (Si).
Fue así que comenzó el luminoso pontificado de San Pio XIII, el Misericordioso,
aquel Santo Papa que transformó radicalmente a los pastores de la Iglesia y nos
encauzó nuevamente a los pobres. Debo admitir que fui testigo de cómo el
Espíritu Santo nos recordó a todos que la Iglesia es de Jesucristo y que el
demonio jamás podrá hacerse con ella.
De
ahí partió la historia que usted conoce, de cómo los 111 Cardenales apoyamos al
Santo Padre en su ministerio, ayudándolo a evangelizar nuevamente a un mundo
cada día más descreído y paganizado. Después, cuando la Iglesia fue perseguida
y mataron uno a uno a sus Cardenales, él tomó el báculo de pastor y prosiguió
el camino cumpliendo cabalmente lo que la Santísima Virgen María reveló en el
Tercer Secreto de Fátima, hasta que fue martirizado al pie de la cruz en tanto abandonaba
la destruida Roma.
Cumpliendo
mi voto de obediencia, es esto, Su Santidad, lo que ocurrió en aquel
extraordinario cónclave en el que participé y donde Dios nos hizo conocer perfectamente
su Santa Voluntad. Alabado sea Jesucristo.
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