¡ESTÁS MUERTO!:
GELATINA VERDE
A mi
médico de cabecera
Por Ernesto de la Fuente
Todavía puedo
recordar claramente la expresión que puso el médico al ver mi radiografía. Su
profesionalismo, sus años de ejercer la medicina, su labor como docente en la
más prestigiosa Universidad de la región, quedaron pulverizados en unos
segundos. No pudo evitar transformar su rostro y denotar el asombro, la
perplejidad y el pasmo, ante esa placa fuera de toda lógica.
Fue en ese
momento, y no en ningún otro, que comprendí que yo debería estar muerto y no
sentado respirando tranquilamente en tanto esperaba que el doctor, Elías Pratanás, saliera de ese estado de estupor científico. Por un
momento sentí ganas de darle una certera cachetada para despabilarlo, pero por
supuesto no me atreví. ¿Quién era yo para cuestionar la ciencia médica? El
doctor, moviendo la cabeza aturdidamente, salió del consultorio y fue a un
despacho adjunto a hablar por teléfono.
Debo confesar
que decidí marcharme antes que la situación se complicará. No tenía ningún
sentido quedarme ahí a esperar que el doctor Pratanás reconociera algo que iba en contra de todos sus
conocimientos médicos. Además, corría el riesgo de que avisara a la
Organización Mundial de la Salud para que me secuestraran e hicieran mil y un
experimentos para explicar lo inexplicable. No sería el primer caso, pero no
quería ser el último.
Y todo por la
maldita epidemia mundial de Coqueluche
Ignoto. O eso es lo que nos quisieron hacer creer a los millones de seres
humanos que, desde Brasil a China y de Australia hasta Rusia, nos enfermamos y
morimos (o debimos morir), ante la incapacidad de los gobiernos y de las
Naciones Unidas de evitar que la muerte cabalgara alegremente segando vidas sin
restricción alguna. Fue algo macabro. De diez personas, cuatro
irremediablemente morían y seis eran inmunes. ¿Qué las hacía inmunes? Nadie
sabía. Tampoco se comprendía el por qué, el cómo y/o el a través de qué, se
transmitía la mortal enfermedad.
Brotó en todo el
mundo el mismo día y a la misma hora. Murió desde el Presidente de los Estados
Unidos, hasta el barrendero más pobre de Paquistán, pasando por fornidos
soldados, enclenques oficinistas, niños saludables y ancianos agonizantes. Pero
todo fue sin una razón, sin una explicación y sin una sola lógica. Hasta uno de
los cosmonautas de la Estación Espacial Internacional murió fulminado. Murieron
también científicos aislados por meses en las bases de la Antártida, tripulaciones
de submarinos nucleares y monjes de estricto claustro. Lo peor, es que no había
tratamiento, no había absolutamente nada que hacer más que sentarse a ver morir
al enfermo.
Los síntomas
eran rápidos y brutales: el paciente tosía fuertemente sin ningún antecedente
de enfermedad previa y, entre siete y doce horas, colapsaban sus pulmones y
moría sin que nada pudiera hacerse por él. Al realizar la autopsia se
encontraban los pulmones ahogados con una espesa flema verde, materia orgánica
sin bacterias o virus, de una consistencia semejante a la gelatina. Por eso,
aunque la enfermedad fue bautizada por los medios oficiales como Coqueluche Ignoto, fue conocida
popularmente como “Gelatina de limón”
o simplemente “Gelatina”.
La epidemia
concluyó tan extrañamente como empezó: a los 21 días de iniciada. La gente ya
no volvió a enfermarse y murió toda aquella que ya había contraído la
enfermedad. Todos, menos uno: Yo…
Después de ver
la cara del doctor Pratanás, decidí
huir para no acabar como conejillo de indias en laboratorio médico. Digo, eso
de ser el único sobreviviente de una pandemia que acabó con el cuarenta por
ciento de la humanidad, no es una distinción que le deseo a nadie. Como sabía
que el Sistema de Salud tenía todos mis datos y que me cazaría como si fuera el
criminal más peligroso del mundo, me alejé de mi entorno conocido y hui por la
permeable frontera sur de mi patria. Huir no fue difícil. Habían muerto tantos,
que las personas estaban como atontadas. Nadie podía presumir de no haber
perdido a un ser querido: una madre, un esposo, una hija, un amigo, una tía, un
hermano, un sobrino, una amante… El sentido de depresión social era grande. No
obstante, hasta en eso había tenido suerte. Yo no perdí a nadie porque
simplemente no tenía a nadie…
Vagué hasta
llegar al sur del continente y me perdí en pueblos semivacíos y entre personas
semivivas. La tasa de suicidios se había disparado al cien por ciento, y los
gobiernos encontraban difícil hacer que las instituciones funcionaran. El
sentido de derrotismo era poderoso y la vida languidecía ante una ciencia que
era incapaz de resolver los problemas de salud del ser humano.
No fue sino
hasta que llegué al borde del mundo, cuando decidí descansar y dejar de huir.
No podría decir que esto se llamara vida. Ahí, junto a los acantilados de la
costa fría y lluviosa, encontré erigida una sólida casa. Mi instinto me llevó a
golpear a la puerta. Nadie me contestó. La puerta no estaba cerrada con llave.
Entré dando voces. Lo último que quería era perturbar la vida de alguien. Nadie
se molestó en responderme. Recorrí la casa y sentí que me gustaba el lugar.
Había dos cuartos en la planta alta, una terraza desde donde se podía otear el
horizonte marino y una acogedora sala.
Entré a la
cocina saboreando mi descubrimiento y fue ahí que la encontré. Era una mujer de
unos 35 años. Pelo largo, castaño claro, piel morena clara, ojos verdes. Era en
verdad hermosa. Asustado al verla, me disculpé ampliamente. Me presenté y le
indiqué que en momento alguno había querido irrumpir en su casa y mucho menos
molestarla. Que había llamado y dado voces pero que nadie me había respondido.
Por un instante pensé que me dispararía con alguna pistola imaginaria que
sacaría debajo de la mesa. Pero no, no hizo nada más que quedarse viéndome. Su
mirada denotaba una profunda tristeza.
Con su mano
derecha agarraba fuertemente una muñeca y con la izquierda la acariciaba. Dudé
de su cordura hasta que vi una foto de una hermosa niña en el sitio de honor de
la pared. Comprendí que era una sobreviviente, alguien que había quedado viva
pero sin ningún deseo de estarlo. Me senté junto a ella y me puse a cantar.
Comencé con canciones de cuna, luego con canciones de enseñanza infantil, y le
fui subiendo el tono hasta pegar de gritos como recordaba que había hecho hace
muchos años, cuando era un alegre niño en el jardín de infantes.
En algún momento
una sonrisa apareció en su rostro. Revisé la cocina: tenía suficientes
provisiones y agua almacenada (con tanta lluvia y un buen sistema de captación,
no parecía tener problemas en este aspecto). Así que me instalé en uno de los cuartos
y me dediqué a atender a Rowina,
como se llamaba la callada mujer. Convivimos, o sería mejor decir que
simplemente estuvimos juntos bastantes días. Ella no daba ningún problema y yo
no le ocasionaba ninguno. La cuidaba como si fuera mi hermana, aunque a veces
la consideraba más bien una hija. Ella se dejaba querer.
Me preocupaba
que comiera algo y pronto me di cuenta que lo que más le gustaba era que la
abrazara, como si ella fuera una muñeca. La situación rayaba en lo absurdo,
pero mi vida era eso. No tenía ningún sentido lógico que estuviera todavía
vivo, pero lo estaba, así que me limitaba a disfrutar el día a día. En tanto,
hacía los quehaceres de la casa: barrer, cocinar, lavar algo de ropa. Trataba
de darle un ritmo tranquilo a mi vida: leía, caminaba cerca de los acantilados,
miraba el amanecer, meditaba acerca de mi vida, y cuidaba con infinito cuidado
a Rowina.
Cada diez días
viajaba en la camioneta de la casa al pueblo más cercano para abastecerme de
mercancías. También aprovechaba para realizar algunos trabajos que me
permitieran ir sobreviviendo. A falta de hombres fuertes, mi presencia en ese
lejano pueblo era una bendición. Por eso cuando me iba, tardaba dos o tres días
en regresar. Me preocupaba Rowina,
pero no tenía otra forma de conseguir alimentos. Una de esas veces en que
regresé a la casa, llevaría ya como seis meses viviendo en ella, Rowina
comenzó a tomar conciencia nuevamente de la vida. Me estaba esperando. Al
verme, contrariamente a su apatía, corrió a abrazarme. No me dijo nada,
solamente hundió su cara en mi pecho y me abrazó como si fuera la única tabla a
la cual agarrarse en un amargo naufragio.
Esa noche
hablamos por fin. Me contó acerca de su hija Yolimar, de apenas 10 años. De cómo le había comenzado la Gelatina de limón sin ningún antecedente
(vivían lejos del pueblo ellas dos solas) y lo terrible que fue verla morir en
menos de diez horas. No tenía sentido: ¿Cómo
demonios se había contagiado? ¿Cómo es que ella no se había enfermado? Había
sido una muerte cruel y sin sentido. La dejé llorar largamente y acaricié sus
largos cabellos. Mi corazón se estremeció de dolor.
Ya había pasado
la medianoche cuando ella me preguntó acerca de mi vida. No tenía gran cosa que
contarle, simplemente era un hombre solo que mal vivía en un lejano país del
que ella nunca había escuchado hablar. La lengua me tembló cuando ella me
preguntó si no había muerto nadie cercano a mí por culpa de la Gelatina. No, le expliqué, sólo gente
que conocía o con quien trabajaba. Hice un profundo silencio que ella
comprendió mejor de lo que esperaba. Sentí su mirada sobre mis manos, como
tratando de encontrar en ellas una respuesta. E hice lo que no debí hacer: le
dije que a mí me había dado la Gelatina…
Volteó a verme y
su mirada se clavó, hiriente, en la mía. Entonces me hizo la pregunta que no
quise contestarle al doctor Elías
Pratanás:
-“¿Cómo es que aún estás vivo?”
No sé el por qué
se lo dije. Dentro de mí sabía que esa confesión significaría el fin de nuestra
idílica relación. Pero se lo dije. Creo que nadie más que ella merecía una
respuesta. Aunque no fuera una que le gustara escuchar.
La primera tos
la tuve al despertar. Es más, creo que eso fue lo que me despertó. Era el día
21 de la pandemia, así que enseguida supe que era lo que tenía. No iba a
engañarme, como muchos hicieron al principio, creyendo que era una enfermedad
respiratoria, una infección de la garganta, un catarro o alguna de las mil y
una infecciones que solían atacar al ser humano. No, desde el primer acceso de
tos supe que era la gelatina lo que
me había atacado. Obviamente, como militar que soy, no me quedó de otra que
reportar mi estado. Fue ahí que me trasladaron a un Centro de Atención, que no
era más que una antesala al cementerio. El crematorio estaba a un lado, no se
podía correr ningún riesgo con los cadáveres, y el doctor Pratanás fue enseguida a certificar mi estado. Se me hizo la
radiografía correspondiente y se me indicó que dado el nivel de avance, tendría
un lapso entre siete y doce horas antes que sucediera lo inevitable.
Me preguntaron
si requería el auxilio de algún ministro de culto. Respondí que no. Mi único
amigo religioso, el padre Remigio,
había muerto al principio de la pandemia y yo ya no le tenía fe a ninguno. Así
que me acosté a toser mi vida junto con muchos otros enfermos que me rodeaban.
Hay que reconocer que, aunque los servicios médicos no podían hacer
absolutamente nada por nosotros, intentaban hacer menos doloroso el tránsito al
otro mundo. Cada cierto tiempo una hermosa enfermera venía a limpiarnos la
frente, a tomarnos el pulso y a ofrecernos alguna bebida. No se podía hacer
nada más que monitorear la muerte de los pacientes.
Así vi morir a
la gente que me rodeaba. Era una sensación bastante irreal y desagradable.
Todos tosíamos, hasta nos sincronizábamos para hacerlo, pero no podíamos
expulsar esa espesa gelatina que nos llevaba a la muerte. El Coqueluche Ignoto era fatal. No puedo
explicar el por qué, pero comencé a tener accesos de tos cada vez más fuertes,
rompiendo la sincronía con los demás pacientes cuya tos se iba espaciando hasta
que morían. Desesperado, me levanté como pude y corrí al baño. Como nadie podía
ya incorporase, los baños estaban vacíos. Recuerdo que me incliné en el inodoro
y tosí con todas mis fuerzas. Sentí que sacaba los pulmones de mi cuerpo por la
boca. Fue un acceso profundo y persistente. Y entonces esgarré una enorme y
dura flema verde bañada en sangre. Fue algo sorprendente. Cuando la vi en el agua
del retrete no daba crédito a mis ojos. Pero eso no fue lo peor. La flema
gelatinosa y verde, sacó unas pequeñas patitas, como de insecto, y comenzó a
moverse.
Debí haber
llamado a una enfermera o a un doctor, pero no hice nada más que contemplar
estupefacto como aquella gelatina verde
con patas se alejaba a paso rápido hasta perderse entre los sanitarios. Esa fue
la señal para que comenzara a vomitar toda la gelatina que inundaba mis pulmones. Expulsé enormes pedazos de esa
extraña materia que me asfixiaba. Al final, me sentí exhausto. Tardé en darme
cuenta de que ya no tosía, pero me sentí envuelto en un enorme cansancio.
Regresé arrastrándome y me metí a la primera cama vacía que encontré. Caí
rendido sin saber nada de lo que me rodeaba.
Cuando desperté,
no había nadie más en la sala de recuperación. Todos habían muerto. Las
enfermeras me contemplaban a distancia y cuchicheaban entre ellas. Tan pronto
vieron que abrí los ojos, corrieron a tomarme los signos vitales y pronto me vi
rodeado de médicos. Habían pasado 24 horas desde mi ingreso y seguía vivo milagrosamente.
Alarmados, me
tomaron la radiografía y me llevaron ante el doctor Elías Pratanás. Fue ahí cuando me escapé y vagué sin rumbo hasta
que llegué a casa de Rowina, al
borde del acantilado. Y ahora, después de contarle mi historia, sabía que
tendría que irme nuevamente. Mi sobrevivencia era una enorme injusticia ante la
brutal muerte de su hija. Me levanté de su lado y fui a hacer mi maleta. Eran
pocas las cosas que tenía, así que no tardé mucho. Ella me miraba con un dejo
de odio y de profundo desprecio. No pude sostenerle la mirada.
Simplemente me
fui. Caminé durante la madrugada hasta el pueblo. Ahí me quedé una semana hasta
que decidí irme cuando vi llegar a Rowina
en su camioneta. Sabía que la historia correría y yo ya no sería bien recibido.
Decidí cruzar hacia otro continente. Viajé de marinero en un viejo barco.
Tardamos dos meses y medio en cruzar el océano y llegar a otro continente. De
ahí seguí mi camino. La pandemia había cesado y sólo era un triste recuerdo en
millones de vidas. También eran un temor constante de que resurgiera. Un terror
pleno e inconsciente.
Seguí viviendo
como nómada. Vivía unos días en cada pueblo y seguía mi camino sin rumbo fijo.
Viajé mucho tiempo de esta forma y descuidé mi anonimidad. Fue así que me
atraparon. Cometí el error de querer viajar en avión para ir a otro continente.
No pensé que fuera tanta su necesidad de capturarme, hasta que no me vi rodeado
de hombres armados. Rápidamente me transfirieron a un pequeño cuarto y en poco
tiempo me subieron a un moderno avión, el cual voló sin descanso por varias
horas hasta llevarme a una enorme ciudad, pletórica de poder y riqueza.
El temor de que
regresara el Coqueluche Ignoto,
sumado a la frustración de no poder hacer nada para controlarlo, hicieron que
la cacería de mi persona se hubiera convertido en una prioridad mundial. Tan
pronto llegué a los laboratorios militares de investigación, fui examinado como
un peligroso animal. Me extrajeron sangre hasta martirizarme y todos mis
fluidos corporales fueron examinados minuciosamente. Mis pulmones se volvieron
más populares que las estrellas mejor cotizadas de Hollywood. Yo era el único
sobreviviente a la Gelatina Verde y
tenían que saber el por qué.
Luego que
acabaron con todos los análisis que se les ocurrieron, pasaron al
interrogatorio. Como comprenderán, con ellos no tuve la honestidad que le había
demostrado a Rowina. Simplemente les
dije que había vomitado la gelatina,
pero no entré en más detalles. Me interrogaron una y otra vez, tratando de
hallar contradicciones en mis explicaciones. Pero me ceñí al guion que yo mismo
había creado y de ahí no pudieron sacarme. Veinte años de entrenamiento militar
me habían hecho de roca. No obstante, no se dieron por vencidos y decidieron sacarme
la verdad con drogas. Buscaban desesperadamente una “verdad” conforme a sus necesidades.
En esas estaban
cuando sucedió algo que nadie se esperaba: de la nada surgió un brote de Coqueluche Ignoto en el laboratorio. El
pánico fue bestial y la gente huyó. Obviamente yo también lo hice. No entendí
muy bien que había sucedido pero tampoco me quedé a averiguarlo. Todos los que
estaban en el laboratorio murieron tosiendo y con los pulmones llenos de gelatina verde. Lo trágico es que su
muerte fue mucho más rápido está vez: de tres a cuatro horas.
Me escurrí en la
ciudad para encontrarme que la habían cerrado completamente. La virulencia de
la enfermedad pronostica un brote fatal para el mundo, ya que está vez habían
muerto todas las personas del laboratorio de una manera extremadamente rápida.
Y, lo peor, sospechaban que yo había sido el agente patógeno que la había
desencadenado. Decidieron que servía mejor muerto que vivo.
No había forma
de escapar de la ciudad, así que me resigné a esconderme en un departamento
abandonado. La electricidad fue cortada, lo mismo que el agua potable. No
parecía que quisieran acabar con todos los que estaban dentro de la ciudad: en
verdad lo querían hacer. La muerte de unos miles era un precio necesario de
pagar para exterminarme junto con la enfermedad. Me sentí miserable pero no me
moví. Mi instinto de supervivencia me decía que era mejor no salir,
La obscuridad me
rodeaba cuando escuche un persistente pero tenue sonido que venía del corredor.
Se escuchaba como que algo se desplazaba lentamente. Encendí una vela y la pude
ver. La extraña y dura flema verde, impulsada con sus pequeñas patitas, se
dirigía hacia mí. Se detuvo a dos metros y quedó como en espera. Pensé que
alucinaba, por lo que puse un dedo encima de la vela. El dolor me hizo darme
cuenta que lo que veía era muy real. Un ligero murmullo brotó en mi mente.
Parecían hojas que se llevaba el viento, pero poco a poco fue adquiriendo
sentido. La flema gelatinosa se estaba comunicando conmigo.
¿Me habrían
inyectado alguna droga en el laboratorio? Lentamente, el sentido de los susurros
fueron haciéndose comprensivos. Parecía un diálogo a alto nivel entre la Gelatina y todo lo que representaba, (la
muerte de todo ser humano) y un hombre aturdido y abandonado por sus
congéneres. Estaba parlamentando con otra forma de vida. De todo lo que “hablamos”, lo que me aterró es que la Gelatina solicitaba mi permiso para
volver a “entrar” en mí. No parecía
una solicitud rechazable, porque mi negativa implicaba que el Coqueluche Ignoto se reiniciará
nuevamente en todo el mundo como pandemia.
No obstante, la Gelatina no podía forzarme a aceptar.
Tenía que dar mi aprobación para que entrara en mí. ¿Qué sacaba yo de beneficio
si lo permitía? ¿No sería sellar con esa acción mi muerte? Gelatina con patas me
tranquilizó. Ofreció que nada me pasaría. Que una vez que yo permitiera su
acceso, cesaría toda enfermedad y nunca más se produciría. Simplemente me
necesitaba como vehículo de traslado.
¿Qué hubieran
hecho ustedes? Mi reacción inicial fue negarme, pero mi preparación militar,
los largos años de obediencia a directrices superiores, la formación de valores
y el sentido del sacrificio en aras de un bien mayor, hicieron que aceptara.
Tome a Gelatina entre mis manos y me
la introduje en la boca. Fue algo asquerosamente doloroso. Pasaron unos minutos
y sentí como mi mente perdía el control de mi cuerpo. Sin que yo hiciera nada,
mi cuerpo se levantó y comenzó a caminar, luego a correr y más tarde a huir con
unos ímpetus desconocidos. Mi mente no controlaba nada ni sentía el dolor o el cansancio
de mi cuerpo. Mi cuerpo huyó de la ciudad por lugares que no se me hubieran
ocurrido. Se subió a un auto y manejó con experta precisión. Me sentí sumamente
extraño en ser un simple observador de mí mismo.
Estaba ya
bastante lejos de la ciudad cuando se detuvo. En medio de la noche, a lo lejos,
una enorme nube en forma de hongo se elevó rápidamente hacia los cielos. Fue
algo portentoso. La ciudad donde había estado preso ya no existía. La
desaparecieron totalmente junto con todos los que ahí estaban. Comprendí lo
peligroso que me consideraban y me sentí realmente muy mal. Mi cuerpo siguió
moviéndose. Parecía tener energías inagotables. Mi mente se desconectó.
Al despertar,
nuevamente tenía el control de mí mismo. Me dolían todos los músculos y sentí
como si una aplanadora me hubiera pasado encima. En tanto recobraba el dominio
de mi cuerpo, extraños recuerdos comenzaron a venir a mi mente. Eran recuerdos
de sucesos que yo no había vivido. Eran recuerdos ajenos que se habían
convertido en propios. Comencé a comprender que la Gelatina con patas me había dejado un mensaje.
Lo que me venía
a la mente era un hermoso jardín lleno de toda clase de árboles frutales. Era
algo en realidad hermoso. No obstante, pasado un tiempo, los árboles comenzaban
a enfermarse y sus ramas se iban secando poco a poco. Entonces, unos extraños
jardineros llegaban y comenzaban a podar el jardín quitando las ramas secas y/o
podridas. Hacían mucho ruido y no se andaban con contemplaciones. Al terminar,
el jardín se veía mermado pero nuevamente, con lento vigor, iba recuperando la
vida y se llenaban los árboles de flores y frutos.
Comprendí el
mensaje. Esa pandemia era necesaria. Se estaba “podando” a la especie humana para revitalizarla y que nuevamente
pudiera dar frutos. Lo que no me quedaba claro es “quién” o “qué” eran los “jardineros”. Porque si algo me quedaba
claro, es que esa Gelatina con patas
representaba una inteligencia superior a la nuestra. Tal vez venían de otra
Galaxia para evitar la destrucción de nuestro planeta, o tal vez habían
invadido la Tierra y buscaban exterminar a la especie depredadora: Nosotros...
Tan pronto me
hube recuperado, decidí regresar con Rowina.
Era lo más cercano a una persona amada que tenía. Tardé varios meses en volver.
El camino fue lento y problemático. La civilización estaba en crisis. Habían
muerto tantas personas que hacían falta muchas cosas, especialmente gasolina
para mover los vehículos. En muchas ciudades ya no había electricidad ni agua
potable, por lo que las personas emigraban al campo en busca de alimentos y agua,
deseosas de iniciar una nueva vida. El mejor medio de transporte era la
bicicleta, por lo que conseguí una y seguí mi larga ruta al sur.
Llenaría miles
de hojas contando las aventuras que corrí para regresar a la casa que
consideraba mi hogar. No es la idea de esta historia. Sólo diré que al fin
llegué. Contra todo lo que había cavilado, Rowina
seguí en esa casa y me estaba esperando. Una hermosa bebé la acompañaba. Le
había puesto el mismo nombre que su hija muerta, Yolimar, y estaba llena de una gran calma y paz. Me quedé con ellas
y seguí una vida tranquila.
La Gelatina verde no ha regresado. El mundo
ha cambiado mucho. Yo prefiero seguir viviendo en el anonimato, aunque todos
aquellos que me perseguían han muerto. Al menos eso me dijo la Gelatina con patas… Y yo le creo…
-¿Qué opina de esta historia doctor Elías? -preguntó el
hombre enviado por el Gobierno.
Pratanás lo miró
dubitativo. Era una pregunta que conllevaba una respuesta compleja.
-Es muy difícil darle una respuesta. Es un
caso muy grave.
La enfermera
entró al lugar llevando la hoja con los registros corporales del paciente.
-Gracias Rowina
-dijo el médico y examinó los registros- Parece
que ya no tiene fiebre -sentenció aliviado.
Los tres miraron
a través del espejo el cuerpo del paciente que se movía inquieto en la cama.
Gruesas correas lo sujetaban. El doctor Elías
tomó nuevamente el cuaderno y revisó por enésima vez la historia que ahí estaba
escrita. Luego se decidió a dar su opinión.
-La historia está muy bien elaborada y es la
forma en que el paciente ha tratado de explicar lo que ocurrió en su vida. Pero…
Un silencio
envolvió el lugar
-Pero qué... -Exigió el hombre del
Gobierno.
Pratanás frunció el ceño.
-Pero no nos queda más opción que rezar
porque todo lo que escribió sean delirios de su mente alterada…
El hombre del
Gobierno lo miró sorprendido.
-No entiendo. Supuse que eso eran...
El doctor Elías Pratanás contuvo una mueca y con
cierta precaución le explicó:
-Hay dos cuestiones que debemos
considerar -hizo
una breve pausa y continuó con delicadeza-
La radiografía muestra un cuerpo extrañó en su garganta…
-Usted mismo me dijo que debe ser un tumor.
El médico
suspiró.
-Tal vez no lo haya comprendido bien,
pero los tumores no se mueven de un lugar a otro en cuestión de horas…
-¿Qué me está queriendo decir? -cuestionó
alarmado el hombre del Gobierno.
Y en ese momento
ambos comenzaron a toser sin poder contenerse…
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