A mis
hijas, con quienes comparto
el amor
por los Gatos
Por Ernesto de la Fuente
El sol va
declinando lentamente junto con mi ánimo. Los recuerdos revolotean cómo buitres
sobre mi mente. Miro el horizonte y no alcanzo a distinguir dónde termina. La
brisa juega con mi pelo y miles de pequeños sonidos envuelven mi entorno. Estoy
sentada en una barca que navega sin moverse en la arena. El mar, el inmenso
mar, está delante de mí. Algunas veces las olas van lamiendo la arena con
suavidad, otras la golpean con serena fiereza, y unas pocas veces la besas con
la intensa delicadeza de un amante enamorado. Extrañamente, el cielo está
vacío. Ninguna ave lo cruza.
¿Dónde están los
pelícanos, los rabihorcados, los frailecillos y las gaviotas? El cielo está
vacío, poblado únicamente por lejanas nubes. Los recuerdos me siguen
atormentando, pero no dejo que me ninguno se adueñe de mí. Qué extraño lo veo
todo luego de tantos años de no venir a este lejano puerto donde pasé años felices
de mi infancia. ¿Cuántos años hace de ello? No logro recordarlo. ¿Cuántos años
tendría cuando vine con mi padre huyendo del naufragio familiar?
Un dolor me
cruza el alma como un rayo en tanto el sol sigue cayendo por el horizonte. ¡El
naufragio! Vaya que mi padre era ingenioso para inventar nombres y crear
historias. Mi distracción hizo que un alevoso recuerdo cayera sobre mi mente: ¡Chano! No pude menos que sonreír ante
el dulce nombre de mi querido amigo. No necesito cerrar los ojos para verlo contorneándose
a mi lado, mirándome con esos ojos empalagosos que hacían que se me derritiera
el corazón. ¿Por qué todo aquello se fue y por qué ya no queda nadie a mi lado?
El naufragio de
mi familia fue algo que se venía venir desde casi el momento en que nos
embarcamos. Mi padre era un hombre muy tranquilo y que no esperaba de la vida
más que lo que él ponía en ella: tranquilidad. Mi madre, por el contrario, era
una mujer de insatisfacción eterna, que jamás se contentaba con nada y a la
cual le desesperaba la tranquilidad. Nunca acabé de entender cómo y por qué mis
padres se embarcaron en el viaje familiar. Por algún tiempo creí que yo había
sido la culpable, pero mi tardío nacimiento me hizo dudarlo. El caso es que los
recuerdos que tengo de ambos, incluyen siempre tormentas aunque el mar estaba
en calma. Todo era motivo de conflicto y siempre teníamos que navegar al ritmo
vertiginoso de mi madre.
Mi padre
reaccionaba contradictoriamente. Cómo que no acababa de comprender con quien
navegaba, y se refugiaba en mi cuidado para encontrar su valiosa calma. Esto
hizo que mi madre se desentendiera de mí y buscara mil pretextos para huir de
nosotros. El trabajo era su máxima excusa. Esto no parecía disgustarle a mi
padre, quien disfrutaba enormemente pasando el tiempo conmigo. Hacíamos mil y
una locuras y procurábamos que mi madre no se enterara de ellas. Una de ellas
era acariciar y alimentar gatos callejeros. Aunque mi padre nunca los llamaba
así. Les decía “gatos libres”, y les
tenía un fanático amor. Mi madre nunca nos había dejado tener uno por mascota,
así que vagábamos por el rumbo enamorando gatos ajenos y libres.
Así que, el día
en que nuestra familia naufragó porque mi madre ya no volvió a casa, lo primero
que hice fue buscar a un gatito huérfano para adoptarlo. Se podría decir, en
cierto modo, que disfruté el fin de mi familia, ya que siempre he considerado
que me quedé con la mejor parte. Así que ahí me tienen recorriendo como loca el
vecindario buscando algún gatito sin dueño. Tardé varios días en encontrarlo,
aunque debo reconocer que no fui yo quien lo descubrió. Mi padre, camino al
trabajo, halló un gato famélico abandonado como basura en la calle. Lo recogió,
se lo llevó al trabajo y, ocho horas después, lo trajo a la casa. El pobre
animal no dijo ni “miau” en todo ese
tiempo.
Cuidarlo,
criarlo y crecerlo fue la aventura más linda que corrí con mi padre. Los dos
nos desvivimos por sacarlo adelante y el buen minino nos recompensó ampliamente
el favor. No era un gato fino, diría que más bien era muy “corriente”, pero tenía un “no
sé qué”, que lo hacía encantador. Bueno, es lo que no me gusta de
describirlo, pero era negro, del negro más retinto, azabache y obscuro que
puedan imaginarse. Nadie quiere a los gatos negros, así que nosotros nos
sentíamos como llevando la contra a todos al adorarlo. Su nombre fue algo
simpático. Mi papá se lo había encontrado cerca de la Iglesia de Santiago, por
lo que lo bautizamos como “Santiago”,
pero como el nombre era muy formal para un gato, acabamos diciéndole “Chano”, que es el apodo cariñoso con que
se conoce a los que llevan ese nombre en mi tierra.
Esa fue la
primera gran alegría luego del naufragio familiar. La segunda fue cuando mi
padre me dijo que nos iríamos a vivir a otra parte. La casa le traía muy negros
recuerdos y quería cambiar de rumbo para rehacer su vida. Al principio lloré y
me opuse, dejando sumamente compungido a mi padre. Así que me ofreció un
acuerdo: iríamos unos días al lugar donde quería llevarme a vivir y si no me
gustaba, nos quedaríamos en la ciudad. Sobra decir que me fui con toda la
intención de arruinarle el cambio, pero acabé enloquecidamente enamorada del
lugar: Verduego.
Era un pueblo de
pescadores algo alejado de todo lo conocido. El mar abarcaba todo y las casitas,
hechas de madera, eran encantadoras. Entonces fui yo quien le supliqué a mi
padre que nos quedáramos a vivir ahí. Era un lugar mágico, lleno de mar.
Rápidamente, temiendo que cambiara de opinión, vendió la casa y alquilamos una
pequeña casita en Verduego. Ahí nos
fuimos a refugiar junto con Chano. Tenía
un pequeño cuarto, sala, comedor, cocinita y un baño muy rústico, pero que fue
la delicia de nuestro gato, ya que entraba a saludarnos, por las rendijas,
cuando estábamos usándolo.
En Verduego el ritmo de vida era tranquilo,
como le gustaba a mi padre, y rápidamente hice nuevos amigos. La Escuela era
bastante buena y la maravilla de ver el mar todos los días hacía que valiera la
pena el cambio. Porque, debo decirlo, casi todas las tardes me iba al muelle a
ver la puesta de sol. Papá solía acompañarme, pero Chano ni de chiste iba, aunque tenía una enorme libertad de
movimiento que disfrutaba plenamente.
El mar, la
brisa, el sol muriendo, el ruido de las olas, el sonido de los pájaros marinos
que merodeaban el muelle en busca de comida, los olores, los barquitos de
pescadores que llegaban o se iban… es algo que jamás podré olvidar. Luego venía
el juego de encontrar la primera estrella de la noche y la risa que me brotaba
del alma cuando la encontraba antes que mi padre…
Algunos
pescadores aprovechaban el muelle para pescar “carnada”. Pececitos que metían
en cubos de agua de mar para utilizarlos al día siguiente en sus faenas. Esto
alborotaba a los pájaros marinos que trataban de competir con los humanos en la
cosecha marina. Debo reconocer que esos pájaros a veces me daban miedo. Solían
ser bastante descarados y hasta algo agresivos cuando se trataba de conseguir
alimentos. Un día me sorprendieron cuando llevé galletas para acompañar la
tarde. Tan pronto me vieron comiéndolas, se tiraron sobre el paquete y si no me
llevaron un dedo fue porque mi padre intervino y las espantó. No hace falta
decir que nunca volví a llevar galletas.
No obstante mi
temor hacia ellas, una tarde en que fui al muelle me encontré un pájaro
lastimado. Mi padre me dijo que era una gaviota. Tenía el pico muy lastimado y
una de sus alas se veía maltrecha. Tampoco se podía poner de pie. Un pescador
nos contó que alguien había tirado un anzuelo con carnada al aire en dirección
al mar, y la gaviota lo había atrapado. El hombre, que literalmente “pescó” la gaviota, pasó apuros con el
ave que quedó volando en el aire como un cometa sujeto por el hilo del anzuelo.
Bajarlo fue tan problemático, que el hombre se enojó con la pobre ave y de muy
mala manera la zafó del anzuelo. -“Debió mejor
matarla” -sentenció el pescador.
La miré llena de
tristeza y le pregunté a papá si podíamos llevarla a casa. Él dijo que sí,
pensando que la llevaría para alimentar a Chano.
Pero cuando vio que deseaba curarla, sonrío con amargura y me explicó que era
muy difícil que esa ave se recuperara. Sin embargo, hizo cuanto estuvo de su
parte por ayudarme. Primero tuve que vencer el miedo que le tenía al ave, luego
su agresividad natural, ya que como se sentía herida, luchaba para no ser lastimada
nuevamente.
Ahora que lo
pienso, no comprendo cómo logré ganarme su confianza y menos cuando la llevé a
la casa y se encontró con Chano. El
gato estaba lleno de curiosidad al ver a la gaviota, e hizo todo cuanto estuvo
de su parte por acercarse. Pero el ave dejó bien claro que no lo quería cerca.
Con todo, permitió que mi padre la examinara y “curara” sus heridas con aceite quemado y un extraño ungüento “cura
todo”, que solía ponerme también a mí.
Los primeros
días fueron difíciles, ya que Chano
no le daba vida a la gaviota, pero cuando mi padre llevó un pescado grande para
alimentarla, surgió una extraña camaradería entre Chano y la gaviota. El ave, aún con el pico roto, tenía una
sorprendente habilidad para destripar el pescado. Mi gato, que venía de ciudad,
era incapaz de comer un pescado recién sacado del mar, así que cuando la
gaviota lo desbarató a picotazos, Chano
y el ave se dieron juntos un gran banquete. Lo curioso es que se convirtió en
costumbre, mi padre les echaba el pescado, la gaviota lo destripaba en un dos
por tres, y luego cada quien comía una parte. Era todo un espectáculo.
Ese hombre
maravilloso que era mi progenitor, hizo cuanto estuvo de su parte por
devolverle la salud a la gaviota, a quien por su afinidad con el gato acabamos
llamando “Chana”, ya que un amigo
pescador nos dijo que era hembra. Llegó a tanto su preocupación por ella, que
con gran tacto y mucho ingenio le elaboró una prótesis para el pico con un
pedazo de marfil que le quitó a un calzador que le había heredado su abuelo. Lo
hizo tan bien, que Chana se sentía
soñada con el pico reparado y lo ejercitaba continuamente cuando comía.
Desgraciadamente
Chana tenía otros problemas mayores.
El ala no le había quedado muy bien que digamos, y tenía desviada una de sus patas,
con lo que le resultaba difícil incorporarse por mucho tiempo y mucho menos
volar. Por eso, hacíamos todo cuanto podíamos para que no la pasara tan mal. Le
compramos una cubeta grande para que se metiera a bañar y tomara agua, y le dábamos
buenos pescados para ver si con el tiempo se reponía. Pero de todo lo que
hacíamos mi padre y yo, lo que más ayudaba a Chana era, increíblemente, la compañía del gato Chano.
Llegaron a
desarrollar una cercanía tal, que se hicieron inseparables. Chano siempre estaba cerca de ella y
parecía vigilarla para que nada malo le pasara. Y debo aclarar que se “moqueteó” a varios gatos que tuvieron la
osadía de acercarse a curiosear al ave. La cuidaba celosamente. A su vez, Chana se esmeraba en darle las vísceras
de los pescados al gato. Hasta una vez mi padre bromeó diciendo que parecía que
la gaviota era el Chef del gato.
El colmo de ese
compañerismo llegó cuando un día vi a Chano
bañando con su lengüita al ave. Acababan de comer y el gato no quería
desperdiciar las salpicaduras de sangre que impregnaban al ave. En aquella
época no teníamos cámara, pero creo que una foto de aquel ritual, porque eso
parecía, hubiera salido en la primera página de National Geographic. Así de fuera de lo común era esa relación.
Para alegrar a Chana, empecé a llevarla por las tardes
al muelle para que viera a sus congéneres. Los pescadores me habían explicado
que las gaviotas eran aves muy gregarias y que les encantaba estar juntas y “conversar”. De hecho, muchas veces
parecía que estaban en pleno tertulia poniendo al tanto de los aconteceres del
mar y sus pescadores. Las primeras veces la pobre Chana se angustiaba queriendo volar con sus amigas, pero luego se
resignó. La llevaba en una caja de cartón y la dejaba solita para que las demás
aves se acercaran.
Todavía me
parece verla emitiendo esos agudos chillidos y disfrutando el vuelo de las
demás aves. El corazón se me parte ante este recuerdo. ¿Y qué hacía Chano en nuestra ausencia? Al principio
nada, pero luego acabó acompañándonos al muelle aunque se quedaba lejos del
bullicio, al inicio del mismo, observando a su amiga y a las otras aves que la
revoloteaban.
Las lágrimas me
llenan el rostro ante estos recuerdos, ahora, tantos años después, cuando ya
ninguno de ellos está conmigo. La vida puede ser muy cruel. Era yo tan feliz
con mi padre y mis Chanos en Verduego… Nunca me pasó por la mente lo
que vendría, pero ahora que lo observo
en la distancia que da el tiempo y la madurez, debo reconocer que era algo que
se venía venir. Cuando hay un naufragio siempre llegan, al final, los
saqueadores. Y, en mi caso, quien llegó fue un barco pirata: mi madre.
Se había
enredado con un hombre mayor que ella, de bastante dinero, y no sé ni cómo
apareció nuevamente en nuestras vidas, engatusando a mi padre para que me diera
permiso para irme con ella unos días en las vacaciones. Fue el peor error que
pudo haber cometido mi padre. Como ninguno de ellos había movido el divorcio,
legalmente seguían casados, así que cuando me fui con mi madre, parecía no
existir problema alguno. Pero si lo había. Aunque yo no quería ir, mi padre me
convenció de que era necesario que lo hiciera. Aquella mujer era mi madre y
tenía todo el derecho, dado que yo era menor de edad, de verme. Así que me
despedí de mis adorados Chanos y me
fui a pasar unos días con aquella mujer que me había abandonado.
Tan pronto
estuve lejos, mi madre metió un buen abogado solicitando el divorcio y se quedó
con mi custodia. Mis lágrimas no la conmovieron. No hubo manera de que la
convenciera de que lo que hacía me estaba desgraciando la vida. Quería acabar
con mi padre, y vaya que lo logró. Le inventó vicios, amantes e historias, y le
quitó hasta el derecho de verme. Mi padre, sin dinero para pagar un buen
abogado, perdió todo lo que amaba, se sumió en una depresión severa y falleció
abrazando una botella.
Mi premio fue
acabar internada en una preciosa Escuela en un lejano país de Europa. Fue algo
de lo más cruel, pero a la vez, con la perspectiva de la madurez, debo
reconocer que me hizo mucho bien. Estando en esa escuela encontré muy buenas
amigas, niñas que, como yo, habían sido enviadas por sus familias para
prepararse educativamente, pero también para mantenerlas alejadas. Todas
proveníamos de familias donde sobraba el dinero, pero escaseaba el afecto.
Todas éramos como refugiadas en un barco que, si bien sabía su destino,
navegaba por aguas frías y perdidas.
Ellas, Noami, Valenty, Kim e Idali, se convirtieron en mi familia,
en mis hermanas, en las personas que más quería y aún quiero. No sé qué hubiera
sido de mi vida sin ellas. Curiosamente, en tanto fuimos niñas y adolescentes,
jamás hablábamos de nuestras familias. Ahora que lo pienso, era en verdad
extraño que no lo hiciéramos, pero creo que lo veíamos como una ley no escrita
en nuestras vidas. Tuvieron que pasar varios años, cuando éramos ya mujeres
desenvueltas, cuando una a una fuimos revelando nuestras “fabulosas” raíces familiares.
Naomi fue la primera
que, saliendo del internado, se abrió paso en la vida. Sus padres le dejaron
una casa en Roma y sobra decir que
hacia ahí nos fuimos todas. Y eso se volvió costumbre, cada vez que alguna de
nosotros se fue independizando, invitaba a las demás a que fuéramos a apoyarla.
Valenty se fue a Barcelona, Kim a Paris e Idali acabó viviendo en Hamburgo. Yo fui la que me establecí de
último. Fue algo muy contradictorio, tan pronto terminé mis estudios
superiores, no regresé jamás a casa de mi madre. Me la pasé yendo con mis
amigas y trabajando en cuanto país me brindara la oportunidad. Cuando mi madre
murió, Jean, su viudo, que ya era un
anciano, me contactó suplicándome que por favor fuera a hacerme cargo de las
cosas de mi madre.
Confieso que fui
buscando expresamente algún recuerdo del naufragio familiar. Sobra decir que lo
encontré, comenzando con el expediente del divorcio. Fue duro leer las cosas que
mi madre hizo idear sobre mi padre, sólo le faltó inventar que abusaba de mí. Jean me suplicó que me quedara con él
administrando su casa y sus finanzas. Tenía serios problemas de salud y
requería asistencia médica continua. No sé qué me motivó a aceptar, pero debo reconocer
que fue bueno hacerlo. Aquel hombre se parecía a mi padre. Jamás se metió con
mi vida y siempre estuvo pendiente de que nada me faltara. Cuando años después
murió, sentí más su muerte que la de mi propia madre.
En última
reunión que tuvimos todas las amigas, en Barcelona,
en el departamento que Valenty
compartía con su novio, rompimos la regla no escrita. Recuerdo que la estábamos
pasando muy bien, cuando el novio de Valenty
se disculpó y se fue a dormir. Cuando quedamos solas, algo se rompió. Kim fue la primera en hablar. Mi vida
era un lecho de rosas comparada con la suya. Idali nos hizo llorar con los retazos familiares con que contaba, Naomi nos puso serias y Valenty resultó ser algo así como la
hija de su propio tío. Cuando yo hablé sobre mi familia y mi infancia, mis
amigas se quedaron muy calladas. No pude dejar de contar mi maravillosa vida en
Verduego con mi padre, mi gato y la
gaviota, los Chanos. Recuerdo que
todas enmudecieron y nadie quería comentar nada, al contrario de como lo habían
hecho con los relatos de las demás.
Al final, Kim se animó a preguntarme:
- Pero ¿qué edad tenías? -cuando no le
supe responder, como hasta ahora me pasa, dejó caer una duda que no sólo era de
ella- ¿No habrá sido algo que te
imaginaste para hacer más llevadera tu infancia, como lo hice yo?
La duda me dejó
petrificada. Si cualquier otra persona en el mundo me hubiera dicho eso, creo
que le hubiera caído a bofetadas; pero era Kim
quien me lo decía y mis otras amigas quienes tenían la misma duda. Así que no
me quedó de otra que cuestionarme a mí misma si esos recuerdos eran reales. Les
hablé con sinceridad, como siempre habíamos hecho entre nosotras:
- A decir verdad, nunca lo había pensado -dudé
unos instantes y les abrí mi corazón-
Aunque debo reconocer que siempre me ha parecido extraño que los recuerdos de
Chano y Chana siempre han sido muy vívidos en mi memoria. Los tengo tan frescos
como si los hechos hubieran ocurrido ayer…
Las cinco nos
miramos y, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, nos levantamos y abrazamos
emocionadas. Bendije a la vida por haberme dados a estas amigas-hermanas y por
hacer que todas nos sintiéramos una verdadera familia.
A raíz de esa
reunión, seguí mi vida nómada, viviendo entre ciudades y entre países, sin
dejar de moverme entre las casas de mis amigas: Barcelona, Roma, Hamburgo y París. Había vendido la casa de Jean en Suiza y me había
quedado sin lugar fijo de residencia. Las casas de mis amigas eran mis
residencias. Con todo, ellas comenzaban a sentar cabeza. Valery vivía con su novio, Kim
tenía una pareja fija que ni era novio ni esposo, Idali estaba por casarse y Naomi
y yo éramos las únicas solteras sin compromiso. Así que Roma era más bien mi lugar de residencia, ya que aunque visitaba a
las demás, me sentía incómoda habiendo un hombre en sus casas.
Naomi siempre me
preguntaba si no quería sentar cabeza en alguna parte. De hecho, la última vez
que me lo preguntó, hizo que me cuestionara mi estilo de vida y decidiera
regresar por fin a Verduego. Avisé
en el trabajo que requería unas vacaciones y partí hacia aquel lugar al que
jamás había vuelto desde que mi madre me arrancó de los brazos de mi padre.
Fue así que acabé
sentada en esta vieja barca, varada en la arena, esperando a que el sol se ahogue
en el mar. Antes, recorrí todo el pueblo y me llevé la desagradable sorpresa de
no conocer a nadie. Los que eran adultos cuando viví aquí, ya están muertos
(los visité en el pequeño cementerio); y de mis compañeros de clase nadie seguía
viviendo aquí. Tal parece que se repobló el lugar con gente nueva o que yo viví
aquí hace tantos años que ya no queda ningún recuerdo vivo.
La brisa juega
con mi pelo y el sol se está perdiendo. Una sombre me hace voltear: un gato
camina por la arena. No me hace ningún caso y parece dirigirse en una dirección
definida. Es muy lindo, de color negro como la noche. Camina sin prisa,
meneando la cola. Escucho un sonido muy familiar y al mirar al cielo veo una
gaviota cruzando el cielo. Es la primera que veo en todas las horas que llevo
sentada aquí. Vuela con alegría, lo supongo por sus chillidos. Luego sucede lo
inimaginable: cuando la gaviota cruza por encima del gato, deja caer algo. El
gato, sin inmutarse, prosigue su camino que se cruza directamente con lo que
tiró la gaviota. Se detiene. Juraría que está comiendo algo. No lo acabo de
creer. Me incorporo para ver mejor: sí, es un pedazo de pescado. ¿La gaviota lo
dejó caer a propósito o se le cayó sin querer? El gato sigue comiendo. La
gaviota da unas vueltas en círculo, no sé si en reclamo por el pescado o
verificando que el gato lo haya encontrado, y se aleja lentamente hacia el mar.
Las lágrimas
surcan nuevamente mi rostro. Jamás supe qué fue de Chano y Chana. Hasta
acabé dudando de su existencia, pero luego de haber visto esta escena, sé que
ambos existieron y fueron tan reales como lo soy yo escribiendo esta historia.
Gracias papá por haber sido el hombre que más me ha amado en mi vida.
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