E X I L I O
Por Ernesto de la Fuente
Lo primero en lo
que pensó ese día es que debía regresar
del exilio. Había pasado mucho tiempo fuera. Los motivos que lo llevaron a
alejarse se habían diluido con el tiempo y tuvo que hacer un verdadero esfuerzo
para desenterrarlos. No era un opositor político, ni un guerrillero, ni mucho
menos un criminal. Simplemente el entorno cotidiano le había comenzado a
resultar muy doloroso y había tenido que irse para poder seguir viviendo.
Su esposa, su
preciosa hija, se habían ido completamente de su vida. Unos segundos de
distracción y un autobús urbano había chocado de frente contra el auto en el
que viajaban. El único consuelo es que habían muerto instantáneamente. Su hija no
parecía muerta sino dormida. Su esposa había conservado esa hermosa ingenuidad
en el rostro, aunque el pecho le había quedado destrozado. Luego del accidente,
la casa, las calles, la iglesia, los parques, cines, centros comerciales… hasta
el aire se las recordaba dolorosamente.
Por eso había
decidido irse muy lejos, a un país extraño donde todo fuera diferente. Ahí no
habían autos, las mujeres caminaban pudorosamente cubiertas, el idioma era
ininteligible y la comida repugnantemente diferente. Era difícil vivir ahí,
pero necesario. No había lugar para los recuerdos, porque todo era nuevo.
No obstante, así
como todo se había ido yendo de su mente con el paso de los años, después de
hacer muchos amigos, de aprender a saborear la comida y a disfrutar las
bebidas, canciones, danzas y lamentos de ese pueblo otrora tan extraño, había
sentido la necesidad de regresar al lugar de donde había venido. No fue algo de
lo que pudiera darse cuenta, sino una ligera percepción que fue creciendo paulatinamente
y que únicamente se presentó cuando había madurado: Tenía que regresar del exilio…
Se fue despidiendo
de sus amigos en esa lengua que ahora le sonaba tan dulce. Hicieron una fiesta
en su honor en que bailaron las mujeres más bellas de la región. Se había
ganado el cariño y el afecto de todos porque no había ido a quitarles nada,
sino a darles todo. Sus mujeres, hermanas e hijas habían crecido junto a él y
nunca les había faltado al respeto de modo alguno. Al contrario, había sido
como un verdadero padre para muchas de ellas. Eso no tenían con qué pagarlo,
por eso le daban una despedida inolvidable.
Regaló la mayor
parte de sus cosas y se fue con una maleta más pequeña de la que había traído.
Ese día, los pastores de los alrededores juntaron los rebaños para decirle
adiós y las mujeres lloraron al verlo irse en la caravana de los camellos. Era
un nuevo adiós, era un nuevo exilio de todo aquello que él ahora amaba.
El galeno dejó lo
que hacía y se dirigió con pasos rápidos a donde la enfermera lo llamaba. La
mujer verificaba asustada los signos vitales del enfermo.
— ¿Qué pasa?
—preguntó sin entender cuál era la novedad.
Por toda respuesta
la mujer le mostró la cara del hombre al que atendía: tenía los ojos muy
abiertos y los miraba perplejo. El asombro del médico fue mayor que el del
paciente. Rápidamente procedió a
examinarlo. El enfermo lo seguía mirando como si fuera un ser salido de una terrible
pesadilla.
— Tranquilo. Soy
el doctor Ernesto de la Fuente, su médico. Está usted en un hospital y está
despertando de un coma profundo de varios años.
Aturdido, cerró
nuevamente los ojos y comprendió que por fin había regresado del exilio…
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