NOSTALGIA ENROSCADA
Por Ernesto de la Fuente
El año comienza mal, cruelmente
solitario. La muerte de su esposa llega en mal momento, cuando sus hijos han
emigrado a otros países en busca de mejores horizontes. Lo que se suponía sería
una vejez de ensueño al lado de la mujer adorada, se ha convertido en una
tortura de soledad ante la ausencia infinita e incomprensible de su amada.
La rutina es una cruel ama que hace que
repita, una y otra vez, los cansados pasos cotidianos que le hacen sobrevivir.
Levantarse, asearse, hacer el café, desayunar, salir a pasear al perro, darle
comida al gato, ir al mercado, mal cocinar algo para comer, leer el periódico,
que parece una réplica de cualquier día de cualquier año anterior, ir por la
correspondencia al apartado postal, llevar la ropa a la lavandería los
miércoles, recogerla los jueves, ir al servicio religioso los domingos… Todo es
una repetición mecánica de cotidianeidades que únicamente varía un poco los
fines de semana en que camina como perro sin dueño por el Parque Anzures.
Lo peor de todo es la nostalgia, esa
quemante sensación de haber vivido algo maravilloso que ya no existe y que recuerda
en cada paso al rememorar los lugares visitados, los paseos, las
conversaciones, los abrazos, la inefable dicha de estar juntos. Pero la vida
sigue, siempre lo hace, y el sol sale nuevamente todos los días aunque uno no
desee verlo. No queda más que vivir o, más bien, mal vivir.
La Navidad y las fiestas de fin de año son
mortales para su ánimo. Por más que sus hijos insistieron en que viajara para reunirse
con ellos, pretexta un malestar que no existe pero que muy pronto se le vendrá
encima. No quiere irse. Tal vez siente un gozo avieso en atormentarse
regodeándose en sus recuerdos. O simplemente, ante la perversa adversidad, se
ha rendido y está esperando que la muerte venga también por él. Como fuese, la
soledad ha sido su única compañera en aquellas “alegres” fechas.
Ahora, que inicia el año, acude al
supermercado a surtir su de por sí vacía despensa. Es un lugar cercano a su
casa donde siempre ha ido con su esposa. Los empleados lo conocen y es saludado
con deferencia y sincero afecto. Al terminar de pagar, la cajera de da un
boleto para participar en la rifa de inicio de año de la tienda. El boleto es
una nueva puñalada al corazón de sus nostalgias, porque por años su esposa
participó en aquella tradicional rifa sin jamás sacarse nada. No obstante,
siguiendo la rutina, deposita el boleto en la urna luego de ponerle sus datos.
Se ensaña consigo mismo obligándose a reproducir todas aquellas vivencias que
ha compartido con ella.
El cinco de enero golpean a su puerta.
Abre con la convicción de que pueda ser una nueva fatalidad, pero no lo es.
Goyito, el joven que trabaja como “cerillo”
en el supermercado, ha ido a llevarle el regalo que sacó en la rifa: una enorme
Rosca de Reyes. No lo puede creer. Ahora que más sólo está, tiene una enorme
Rosca de Reyes para compartir con nadie. Luego de gratificar al muchacho, se sienta
a contemplar aquel delicioso pan. Por años ha disfrutado la tradición de
cortarla en familia. Recuerda las expectativas de sus hijos al tomar el
cuchillo y los hermosos ojos de su mujer, chispeantes de picardía, cuando
evitaba sacarse el muñeco. Risas, gritos, comentarios y bromas. ¿Y qué queda de
todo eso? Silencio y soledad.
Pasa largas horas mirando la Rosca sin
saber qué hacer. Tal vez sería lo mejor regalársela a algún albergue de
ancianos, de niños huérfanos, o de menesterosos. Lo piensa pero no se decide.
La Rosca es tan grande y a la vez se ve tan rica, que si la regala no podrá siquiera
probarla. Además, es la primera vez en su vida que se saca un Rosca en una
rifa. Debe disfrutarla, saborearla, recrear con ella aquellos viejos tiempos
que se han marchado.
Una idea se abre paso entre su nebulosa nostalgia.
Va al cuarto y revisa el tocador de su mujer. Ahí está el teléfono celular de
ella, regalo de sus hijos. Aunque han pasado siete meses, el aparato no deja de
ser un chunche tecnológico de última moda. Busca el cargador y lo conecta para
recargarlo. Después se prepara un café y, en tanto se quema la lengua al
tomarlo hirviendo, va anotando lo que hará tan pronto el artilugio esté
completamente restablecido.
Viernes 6 de enero. La noche cae
lentamente sobre la ciudad. Revisa que todo esté listo. El chocolate caliente
sobre la estufa, los platos y las tazas limpias bordean la mesa y la Rosca
ocupa el lugar de honor en la misma, como si fuese un pavo hecho de pan y hoy
fuera Nochebuena. Mira su reloj sin prisa. Se ha puesto sus mejores galas y
cuando los invitados van llegando, no pueden dejar de admirar su porte. Ahí
está su cuñada, cuyas invitaciones siempre ha despreciado desde la muerte de su
esposa. Sus tres hijas la acompañan contentas de volver a ver al “Tío Letras”, como cariñosamente le
dicen. También acude su hermano, al que hace muchos años no habla por aquel
malentendido de la casa del abuelo. Su primo, el mujeriego, también
acude con su nueva conquistas, una pelirroja piernilarga de hermosos senos.
Tampoco podrían faltar las amigas de su esposa, las cuales concurren en tropel
emocionadas de que no las haya olvidado. Por último, también está Goyito
presente, ese buen chico que siempre se portó tan amable con su mujer y está
tan pendiente de sus compras y de sus caras.
Nuevamente la casa se llena de ruidos y
no puede evitar esbozar una sonrisa al sentir que algo de lo perdido ha vuelto.
Conversa con todos y los saluda atentamente uno por uno, agradeciéndoles su
asistencia. Es un día especial, la primera Rosca de Reyes sin ella. Entre risas
y recuerdos alegres, uno a uno van cortando el sabroso pan. Los muñequitos se
ponen sus moños y se niegan obstinadamente a salir. Han cortado más de la mitad
y nada. Deciden hacer una segunda vuelta y es cuando sale el primero. La
pelirroja es quien lo saca, ante los aplausos de los asistentes. El segundo
casi le rompe un diente a la mejor amiga de su esposa, una flaquita muy guapa
de ojos claros y sonrisa escurridiza. Pero el tercer muñequito, al que su
hermano ha bautizado como “Houdini”, no aparece por ninguna
parte.
No queda ni un pedazo de pan y al
susodicho no le da la gana de salir. Las bromas no se hacen esperar: tal vez eran
sólo dos, tal vez alguien se lo tragó para no dar los tamales el dos de
febrero, tal vez se ha ido corriendo al ver la caterva de invitados… La risa
brota con facilidad, como agua de una fuente, de la garganta de todos. Ha sido
una velada maravillosa y las personas se van dándole las gracias por haber sido
invitados. La flaquita se queda para ayudar a lavar los platos, aunque él
insiste en que no lo haga. Es notorio que siente un sincero afecto por él, o
tal vez algo más. Prefiere no investigarlo. La despide con una sonrisa y, al cerrar
la puerta, las lágrimas invaden su rostro como guerreros furiosos de una blitzkrieg
amorosa.
Se derrumba en una silla a contemplar la
caja vacía de la enorme Rosca. ¿Qué queda después de partir el pan? ¿Qué nos
deja de migajas la vida luego de pasar por ella? Levanta la caja para llevarla
a la basura y escucha extrañado un ruido inusual. Algo se desliza por el
cartón. Mira con detenimiento y encuentra, entre los pliegues de la caja, al
muñeco faltante. No venía dentro de la Rosca, sino afuera. Vaya novedad. ¿A
quién demonios se le habrá ocurrido semejante torpeza? Lo mira con detenimiento
y descubre, asombrado, que las facciones de su cara son muy parecidas a las
suyas. Le parece estúpido su razonamiento, todos los muñecos tienen las mismas
facciones de fábrica, pero mira una y otra vez el parecido asombroso. No cabe
duda: es él.
Se guarda el muñeco en la bolsa y se
encamina a tirar la caja. Cierra la puerta del patio luego de meter al gato que
lo espera, impávido, en el jardín junto a la puerta. Lo acaricia en tanto el taimado
animal le da una vuelta con la cola enhiesta. Desde que ella se fue, el gato no
ha vuelto a maullar, como si en su silencio conllevara un profundo duelo. El
perro mueve la cola y pide entrar. La noche es fría, pero duda un momento antes
de hacerlo. Recuerda que su mujer amaba al animal pero invariablemente era
motivo de discusión si debía dormir en el jardín o dentro de la casa. Siempre
le molestaron sus ladridos en la madrugada, cuando algo pasaba por la calle.
Sin embargo, no recuerda oírlo ladrar últimamente. Los ojitos tristes del fiel animal
denotan un silencio profundo. Al fin le permite el paso. Eso habría hecho ella.
Una vez con todos los habitantes
adentro, apaga las luces y se encamina a su cuarto, “territorio libre de mascotas”, como le decía a ella medio en serio,
medio en broma. Se cambia de ropa, se lava la cara y los dientes, y se encamina
taciturno a la cama. Ya se ha acomodado para leer cuando recuerda el muñeco y
regresa a buscarlo en su ropa. Nuevamente acostado, con la luz de lectura
encendida, lo mira una y otra vez tratando de encontrar un designio oculto en
su extraña presencia. Posteriormente, derrotado, apaga la luz y cierra los
ojos.
Como banco de niebla ante la fuerza del
sol, la nostalgia se va completamente, lo abandona, se pierde entre los
vericuetos de sus sueños. El muñequito, ¿Gaspar, Melchor, Baltazar o Jesús?, sigue a su lado. Lo
acompaña, aconsejándolo y proporcionándole una ayuda invaluable. Ahí se quedará
para el resto de su vida, sin dejarlo sólo nunca más. Se da vuelta en la cama, duerme
profundamente, en tanto el gato y el perro, a sus pies, velan su abismal sueño.
Al fin la soledad ha muerto.
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