Miércoles 13 de
mayo de 2015.
FURIBUNDO JUEZ
Ernesto de la Fuente
Leía con la firme
determinación de encontrar substancia en los textos. Algo tenía que sacar de
ellos, más que ideas, más que anécdotas, jugo
intelectual. Así lo llamaba. Por eso era tan estricto en sus lecturas. No
podía extraer aquel “substancia” de
escritores que fantaseaban con sandeces. Porque eso sí, él amaba que lo narrado
fuera verosímil. Si alguna de las lecturas no cumplía con su estricta
observancia, la desechaba con inclemente asco.
Un día este
temible lector sintió deseos de escribir. Había leído tanto y por tanto tiempo,
lecturas cada vez más selectas, que cada día le resultaba más difícil encontrar
libros que llenaran sus expectativas, por lo que decidió escribirlos.
Ante esa perspectiva,
decidió inscribirse a un Taller de
Creación Literaria. Al principio, todo fue muy bien. Se explicaba un poco y
se incentivaba a que cada participante escribiera algo. Pero no todo fue dicha.
La instructora les solicito que unos a otros se examinaran sus cuentos, y fue
entonces que el rígido juez surgió desacreditando formas de escribir que no
cumplían sus escrupulosos cánones de gusto.
Su duro juicio
pronto cayó mal entre sus compañeros. Despedazaba escritos y enmendaba todo
tipo de errores. Siendo lector de años, para él eso era de lo más sencillo. No así
para los demás. Uno de sus compañeros tenía alma de poeta y agujereaba la
verosimilitud en sus textos. En sus escritos, las miradas se convertían en
pájaros y las voces en peces que navegaban por los ríos de sonidos hasta acabar
llegando al puerto de los oídos.
Con este compañero
se ensañaba con particular énfasis. Lo detestaba por escribir anécdotas
inverosímiles que conllevaban situaciones absurdas. Pero su compañero no se daba
por aludido y seguía dejando que las ideas saltaran de un lado a otro como
conejos y huyeran rugiendo como leones heridos. Al fin, cansado de sus
sandeces, el lector inexorable se negó a examinar aquellos escritos.
El curso acabó y
cada quien siguió su propio camino. Aquel riguroso juez obtuvo lo que quiso y
acabó escribiendo sus propios jugos
literarios para poder beberlos a su gusto. Pasaron algunos años y un día, en tanto
inspeccionaba una librería en busca de algo que colmara sus finos gustos,
encontró un libro escrito por aquel antiguo compañero. Le asombró la enorme
cantidad de ejemplares de aquel título y que lo promovieran como el más
vendido. Leyó una y otra vez el título sin entenderlo: Cien años de soledad.
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