Ojo enamorado

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En tu mirada

jueves, 11 de mayo de 2017

DESPRECIO LITERARIO

Miércoles 13 de mayo de 2015.

FURIBUNDO JUEZ
Ernesto de la Fuente

Leía con la firme determinación de encontrar substancia en los textos. Algo tenía que sacar de ellos, más que ideas, más que anécdotas, jugo intelectual. Así lo llamaba. Por eso era tan estricto en sus lecturas. No podía extraer aquel “substancia” de escritores que fantaseaban con sandeces. Porque eso sí, él amaba que lo narrado fuera verosímil. Si alguna de las lecturas no cumplía con su estricta observancia, la desechaba con inclemente asco.
Un día este temible lector sintió deseos de escribir. Había leído tanto y por tanto tiempo, lecturas cada vez más selectas, que cada día le resultaba más difícil encontrar libros que llenaran sus expectativas, por lo que decidió escribirlos.
Ante esa perspectiva, decidió inscribirse a un Taller de Creación Literaria. Al principio, todo fue muy bien. Se explicaba un poco y se incentivaba a que cada participante escribiera algo. Pero no todo fue dicha. La instructora les solicito que unos a otros se examinaran sus cuentos, y fue entonces que el rígido juez surgió desacreditando formas de escribir que no cumplían sus escrupulosos cánones de gusto.
Su duro juicio pronto cayó mal entre sus compañeros. Despedazaba escritos y enmendaba todo tipo de errores. Siendo lector de años, para él eso era de lo más sencillo. No así para los demás. Uno de sus compañeros tenía alma de poeta y agujereaba la verosimilitud en sus textos. En sus escritos, las miradas se convertían en pájaros y las voces en peces que navegaban por los ríos de sonidos hasta acabar llegando al puerto de los oídos.
Con este compañero se ensañaba con particular énfasis. Lo detestaba por escribir anécdotas inverosímiles que conllevaban situaciones absurdas. Pero su compañero no se daba por aludido y seguía dejando que las ideas saltaran de un lado a otro como conejos y huyeran rugiendo como leones heridos. Al fin, cansado de sus sandeces, el lector inexorable se negó a examinar aquellos escritos.

El curso acabó y cada quien siguió su propio camino. Aquel riguroso juez obtuvo lo que quiso y acabó escribiendo sus propios jugos literarios para poder beberlos a su gusto. Pasaron algunos años y un día, en tanto inspeccionaba una librería en busca de algo que colmara sus finos gustos, encontró un libro escrito por aquel antiguo compañero. Le asombró la enorme cantidad de ejemplares de aquel título y que lo promovieran como el más vendido. Leyó una y otra vez el título sin entenderlo: Cien años de soledad

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