SANTA
INDIGNACIÓN
“¿O piensas que no puedo yo rogar a mi Padre,
que pondría
al punto a mi disposición más de doce legiones
de ángeles?”
Mateo
25, 53
Por Ernesto de la Fuente
El
capitán Darío Ferguen, jefe del Departamento de Investigación Criminal, baja a
la morgue para hablar con el doctor Mosteiro. Está harto de las llamadas del alcalde,
del gobernador y hasta del secretario de gobierno. Presionan para que aclare la
cuestión de los sesenta y seis masacrados de La Cordunza, un violento barrio —pero no hasta ese extremo— de la gran ciudad. La prensa también está
presionándolo, buscando la exclusividad de la inédita nota roja para alimentar
el morbo enfermizo de sus ávidos lectores.
—Parvada
de desgraciados. Se alimentan de excremento social —gruñe hastiado en tanto el elevador va llevándolo lentamente a su
destino.
La
morgue es un caos. Personal en bata entra y sale llevando muestras y trayendo
resultados de los laboratorios, ubicados en el piso superior. Nadie se percata
de su presencia. Sin inmutarse —no
está para susceptibilidades— entra a
la oficina del encargado y lo encuentra con los teléfonos sonando en tanto lidia
con tres médicos.
—¡Mosteiro!
¿Qué demonios pasa con tu reporte? ¿Por qué no lo has entregado? Tengo a medio
mundo fastidiándome y tú aquí jugando a los debates con tus colegas.
La
abrupta entrada de Ferguen tiene el impacto deseado. Se hace el silencio y el veterano
galeno indica a los demás que los dejen solos. Grita a su secretaria que corte
las llamadas. La gente obedece, saben del mal carácter del jefe. Cuando quedan
silenciosamente solos, el forense se deja caer en la silla y explica:
—Esto
es un desastre Darío. No veo ni pies ni cabeza a la investigación…
—¿De
qué carajos hablas? ¿Tan difícil es decir las causas de muerte de sesenta y
seis malnacidos? ¿No encontraste suficientes evidencias? ¡Es una maldita
masacre! Tengo todo el avispero oficial atosigándome en busca de explicaciones
y no les puedo decir nada porque tú no has acabado de jugar al doctorcito. ¡Cabrón!
¡Quiero resultados, no que me maquilles los cadáveres para las fotos!
El
doctor Mosteiro lo mira fijamente. Le molesta la tremenda grosería de su jefe y
amigo, pero no le queda de otra que aceptar sin chistar sus reclamos. Él
tampoco está satisfecho.
—¿Quieres
resultados? Bueno te diré lo que tengo: Sesenta y seis hombres muertos,
certeramente asesinados. No hay balas. Se usó algo que debería llamarse “arma
blanca”, pero nunca habíamos visto algo semejante —duda, pero ante la inquisitiva mirada de su jefe prosigue—. Suponemos que es una especie de
espada… pero no estamos seguros.
—¡No
frieguen! ¿Qué los hace dudar? ¡Explícame!
—Una
cosa es el arma, el instrumento homicida, y otra la forma en que se usa. No
comprendemos cómo una espada seccionó en dos los cuerpos, cortando la caja
torácica como si fuera mantequilla, atravesándoles el corazón de lado a lado, partiendo
en dos todas las cabezas… y todo en un solo corte. ¿Comprendes? El culpable de
la masacre acabó con cada uno de esos hombres efectuando un solo golpe. Tanta
fuerza y precisión son extraordinarias.
—¿Estás
hablando de un solo culpable? ¿Estás bromeando? Debieron ser como cien los
involucrados en la matanza…
—No
capitán, toda la evidencia señala que fue la misma persona la que usó un solo
instrumento para destazar, en fracciones de segundo, a todos y cada uno de esos
malandros. No hubo mayor respuesta de las víctimas. Todo indica que murieron
casi al mismo tiempo…
Darío
Ferguen miró a Mosteiro sin creerle.
—¿Estás
idiota? ¿Cómo puedes afirmarlo? Eso no puede ser.
—Darío,
yo tampoco lo creía, pero la evidencia está ahí, muy clara, verificada completamente,
en la escena del crimen y en los sesenta y seis cuerpos, por todos y cada uno
de los médicos que trabajamos aquí.
—¿Cómo
demonios pudo ocurrir? ¡Está de locos!
—No
tengo ni la más remota idea… Estamos anonadados por los hechos. Va más allá de
nuestra competencia científica —hace
una pausa y concluye para zafarse del embrollo—: Yo te diría que intentes interrogar a la víctima, testigo,
sospechoso y presunto culpable, o lo que sea ese hombre. Está en la jaula
preventiva. Tal vez tú si le logres sacar la verdad.
La
puerta se abre y el policía de guardia da un respingo al ver entrar —a las solitarias cárceles— al jefe del Departamento de
Investigación Criminal, quien se encamina presuroso al área donde se encuentran
los presos especiales. Ahí, en la última celda, está Miguel Kuzil, la única persona
hallada con vida en medio de la carnicería de La Cordunza. El policía corre
detrás de su jefe para abrirle. Sin mediar palabra, mete la llave y franquea el
paso a un exaltado Ferguen, quien encarando al detenido le espeta:
—Mira,
sé que te han interrogado varias veces y que respondes con largos silencios.
¡No puede seguir así! ¡Requiero que me digas qué fue lo que realmente pasó en
La Cordunza! ¡Si no hablas por las buenas, veré que hables por las malas!
¿Entiendes?
El
hombre lo mira con suspicacia y contesta con hosquedad:
—¿Está
dispuesto a aceptar la verdad cualquiera que esta sea?
—¡Claro!
¡Estoy harto de este embrollo!
—Siéntese
por favor, se lo explicaré lo mejor que pueda…
Ferguen
obedece, respirando hondo, deseando que la pesadilla acabe.
—Todo
comenzó con mi nombre…
—Te
llamas Miguel ¿no?
—Sí,
precisamente, ahí dio inicio todo. Mi madre, al nacer, me puso bajo la
protección del santo en cuyo honor me llamo. ¿Lo conoce?
—No
veo la relación con toda esta situación.
—No
la comprenderá si no advierte que me llamó Miguel por el príncipe de las
milicias celestiales, a quien, como le dije, mi madre me encomendó cuando nací.
—¿San
Miguel Arcángel? ¿El que sale blandiendo una espada en tanto pisotea al
demonio?
—Sí,
el mismo. ¿Va entendiendo?
—No
muy bien, pero la espada parece darme un indicio…
Miguel
ignora el comentario y prosigue su historia:
—Siempre
fui muy miedoso de niño. Mi padre era un hombre fornido y yo era todo lo
contrario: un niño delicado, más parecido a mi madre. Por eso ella me enseñó,
desde pequeño, a invocar la protección de mi Santo Patrono.
Darío
lo mira fijamente. Investigaron al testigo-sospechoso y no encontraron nada inusual
en él: Maestro de literatura en una escuela de Educación Media Superior, no
practica ningún deporte, no tiene cuerpo atlético, conocimientos de artes de
defensa personal, ni mucho menos de esgrima. Soltero y con el pasatiempos de dar
largas caminatas por la ciudad, algo que bien podría explicar su presencia en
La Cordunza.
—¿Y
qué tiene que ver San Miguel Arcángel con todo esto?
—¡Todo!
— exclama jubiloso el detenido—. Él me defendió.
El
funcionario lo observa tratando de dilucidar si debe requerir la presencia de
un psiquiatra para evaluar al detenido, pero opta por seguirle el juego y
dejarlo hablar.
—Si
fue como dices… ¿Cómo lograste que tu protector se materialice? Tengo entendido
que es un ser espiritual, no tiene cuerpo como nosotros...
—Gracias
a mi madre. Ella me enseñó una poderosa oración para lograr su intercesión.
Ferguen
considera irse, pero recuerda la descripción de los cuerpos tasajeados realizada
por el doctor Mosteiro y se contiene. Debe tener paciencia. Hasta las mayores
fantasías están cubiertas con algo de verdad. Con ánimo sereno dice:
—Por
favor, cuéntame con detalle lo que aconteció…
El
viernes el niño llega a casa con la ropa destrozada, sucia, y el labio roto y
sangrando. Está muy triste pero no llora. Sabe esconder su dolor y frustración.
La madre se angustia, el padre seguramente se enojará. Nunca ha podido
comprender cómo él, un hombre fuerte, ha tenido un hijo tan enclenque. La mujer
limpia el rostro de su hijo, hace que se cambie de ropa y lo llena de mimos. Después
van al cuarto de su progenitora donde le muestra el hermoso cuadro que cuelga junto
a su cama. La imagen de un ser alado, blandiendo una enorme espada y pisando a
un horroroso demonio envuelto en llamas, lo mira desde arriba.
—Él
es San Miguel Arcángel, tu santo patrono. Es el general de los ejércitos
celestiales, quien dirige las huestes benditas que alaban a Dios. A él vas a
invocar siempre que estés en peligro y ten por seguro que te librará de todo
mal. Por eso llevas su nombre.
El
niño mira el cuadro con cierta esperanza, pero después recuerda lo que le ha enseñado
su maestro de historia en la escuela: Dios y los ángeles son frutos de la
fantasía humana. Su madre descubre la incredulidad en su mirada y enfatiza:
—San
Miguel sólo puede ayudarte si tienes fe. Debes creer en él o no conseguirás nunca
su protección.
El
chiquito no dice nada. Mira desconcertado al ángel guerrero. La mamá lo lleva
hasta su ropero, lo abre y toma una caja de madera. Ahí, de un ajado sobre, extrae
un papel amarillento, muy arrugado, y se lo muestra al niño. Miguelito lee
sorprendido lo que dice el añejo documento escrito con elegante y dibujada letra.
—Apréndetela
de memoria hijo. Te aseguro que si la rezas con verdadera devoción, nada malo
podrá ocurrirte.
El
niño abre los ojos y lee, una y otra, vez
aquellas sacrosantas palabras que lo librarán de los golpes y burlas de los
niños mayores.
El
lunes, Miguelito prueba el poder resolutivo de aquella oración. Al salir de
clases la recita en silencio, repetidas veces, en tanto camina presuroso a
casa. Una cuadra después, se da cuenta que alguien lo sigue. Tiembla al ver que
es Pipo, el matón de sexto grado, alguien que ha repetido tantas veces el curso
escolar que es prácticamente un adolescente. ¿Servirá de algo su oración? Pipo
camina detrás pero no se aproxima. Minutos después, la banda de los seis acosadores
se acerca. Ahí está Mauricio, el que le pegó el viernes. Miguelito tiembla
pensando en la nueva paliza que recibirá, pero cuando sus perseguidores están alcanzándolo, un chiflido se escucha y los atacantes se detienen, lo que aprovecha Pipo para
tundirlos a golpes. Asustados, corren huyendo de la paliza. Desde ese día, Pipo
lo escolta y nadie vuelve a molestarlo.
Miguelito
está feliz. La oración ha dado resultado, aunque también observa extrañado que
Pipo comienza a visitar su casa todos los sábados por la tarde y conversa con
su padre, quien parece estar enseñándolo a boxear. Hasta se queda a cenar
algunas veces y lo trata con serena indiferencia.
Con
el paso de los años Miguel va olvidando la oración y perdiendo poco a poco la
fe. Hasta que un día, 27 años después, en una de sus andanzas diarias por la
ciudad, caminando por un parque, es testigo involuntario de una venta clandestina
a gran escala. Ahí, rodeado por quienes no lo quieren de testigo, recita con
desesperación extrema aquella antigua oración materna…
Darío
Ferguen mueve la cabeza desconcertado. Es la historia más increíble que ha
escuchado en toda su larga vida. Tan irreal que de sólo pensarlo duda de su
cordura. ¿Una oración que invoca a un ángel para que aparezca y acabe con todos
aquellos que desean hacerle mal al devoto? Inverosímil. El tipo está
desquiciado y debe existir una explicación racional a todo aquello. Tal vez que
un padre le pagó a un matón para que protegiera de por vida a su hijo. No,
tampoco puede ser. Aquel hombre no tiene padres, murieron en un accidente muchos
años atrás. Entonces: ¿una sociedad secreta de fornidos espadachines? Mientras
más vueltas les da a los acontecimientos, más absurdos le parecen. Derrotado,
llama al doctor Mosteiro a su oficina.
—¿Qué
pusiste al fin en el maldito informe? — pregunta sin ánimos de discutir.
—Algo
impreciso, como pediste: La causa de muerte fueron heridas por armas blancas
indeterminadas. No entré en detalles. Que saquen las conclusiones que les dé la
gana. Tal vez hubo una convención secreta de ninjas en la ciudad y realizaron
algún ritual de iniciación ¿No?
Darío
sonríe amargamente y relee el boletín oficial que mandó a sus superiores y a la
prensa. La explicación de que fue una venta de estupefacientes interrumpida por
un nuevo Cartel de drogas fue brillante, aunque no justificase que nadie se
llevara las dos toneladas que quedaron intactas en el camión. Así como tampoco
tenía lógica la presencia de un testigo, Kuzil, de quien la policía negó tener
conocimiento de su existencia.
—¿Qué
hiciste con el sospechoso-culpable? — inquiere el forense.
—Lo
mandé literalmente a tiznar a su madre…
—¿Y
cómo es eso?
—Regresó
al pueblito de donde era su mamá. Tiene terminantemente prohibido regresar, so
pena de rajársela toda.
—¿Y
aceptó sin chistar?
—Claro,
parece que iniciará una nueva vida enfocada en lo espiritual.
Mosteiro
ríe de buena gana.
—No
te atreverías a tocarlo si vuelve, ¿verdad?
El
curtido policía esboza una media sonrisa y mueve la cabeza.
—¡Ni
de chiste! … Pero algo le tenía que decir para que se fuera...
—Estoy
de acuerdo contigo, es mejor no tenerlo por aquí.
Se
levanta. Estando por irse, recuerda algo y comenta:
—¿Te
quedaste con la evidencia?
Por
toda respuesta, Ferguen saca del cajón de su escritorio un papel —de los
utilizados en las entrevistas con los sospechosos—, lo abre y los dos hombres leen
lo que está escrito, guardando un silencio cómplice que dice muchas cosas y a
la vez no dice nada.
Oración
a San Miguel Arcángel en Jueves Santo.
Glorioso príncipe de las milicias
celestiales, servidor fiel y obediente del Dios trino y uno, arcángel que
prefirió servir a Dios antes que caer en la soberbia de los demonios.
Tú que la noche sagrada del Jueves Santo
esperabas con las doce legiones de ángeles las órdenes de Dios Padre para
intervenir, y que miraste profundamente consternado cómo era apresado como un
vil malhechor el Hijo de tu Señor, amarrado, insultado, escupido, burlado,
golpeado y torturado, y que a pesar de tu santa indignación obedeciste
silenciosamente la orden de no intervenir.
En este día y en este momento, te suplico
que redimas el dolor que padeciste por esos agravios y lo descargues en
aquellos que desean hacerle mal a este humilde devoto tuyo. Da libertad a tu
espada para evita que el mal me haga daño. Amén.
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Apóyame para seguir haciéndolo
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