CAMINO
Por Ernesto de la Fuente
Salen de la iglesia colonial y miran el
parque en donde se levanta la estatua a la madre. Sienten la urgencia de huir. Fieros
sicarios los persiguen. Le da la mano a su esposa y caminan presurosos por las
calles. Buscando multitudes se dirigen al mayor mercado de la ciudad. Muchedumbre
por todas partes, sonido estridente de música, miles de voces promoviendo
diferentes artículos, desde fruta hasta comida y calzado.
Moverse, confundirse entre la gente, hacer
distancia entre ellos y sus sanguinarios perseguidores. Entran al mercado donde
los estrechos pasillos se convierten en ratoneras pletóricas de personas que van
y vienen. La mujer lo guía y él la sigue en completa sumisión. ¿A dónde más podrían
ir? Los pasadizos laberínticos se van cerrando y llegan a un escondido negocio.
Una mujer asiática —¿china, coreana, japonesa, filipina? — los recibe con una
cordial sonrisa. Entran —hay varios sillones y un aroma extraño en el ambiente—
y los invita a sentarse.
Su compañera cruza unas palabras con la
encargada, quien mueve la cabeza en señal de asentimiento. Requieren quitarse
los zapatos y calcetines. El hombre protesta: ¿cómo van a huir sin zapatos? Su
mujer —con la mirada— lo incita a obedecer. La encargada trae dos recipientes de
cerámica para que introduzcan los pies. En jarras de porcelana acarrea agua
caliente para llenarlos. El hombre está nervioso, se siente terriblemente
vulnerable.
La suave voz de la señora camboyana los
conmina a cerrar los ojos. Obedecen.
—Imaginen el mejor sitio en donde podrían
estar en este momento. …
Una playa con el cielo azul plagado de
blancas nubes. El mar frente a él, infinito y de color turquesa. Las olas rompiendo
suavemente en la playa, de fina arena, en tanto el viento mueve las ramas de
cientos de palmeras. Está cómodamente sentado en una silla de tela, escuchado
los sonidos que lo envuelven y adormecen: el mar lamiendo la arena, la brisa
jugando con su cabello, las palmeras moviéndose bajo el sol, los graznidos de las
gaviotas buscando alimento…
No hay lugar para la angustia y mucho
menos para el miedo. Mira a su alrededor y encuentra a su esposa recostada en
un camastro. Comprende —sin que nadie se lo explique—, que la imaginación de
ella ha embonado con la de él, y que están compartiendo el mismo ensueño. Su
mente toma posesión de la dicha de estar ahí y pierde contacto con el sillón,
el agua caliente que moja sus pies desnudos y la dama vietnamita que aún le habla…
Entran violentamente al local y miran con recelo
a su alrededor. Solo hay algunos sillones y una mujer extranjera. Sin mediar
palabra, revisan el negocio abriendo puertas, mirando por debajo de los muebles
y golpeado el piso con los zapatos. No, no hay nadie. El que los dirige ve su
celular y confirma la ubicación. Deberían estar ahí. Vuelven a examinar y corroboran
lo obvio: no están. Se miran confundidos y deciden irse. La dueña recoge los dos
pares de zapatos guardándolos en un armario, donde yacerán olvidados —por
siempre—junto con varios cientos más…
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