Las acciones de nuestras vidas pueden llegar a tener consecuencias incalculables. No solamente sobre nuestras propias vidas, sino que también sobre las ajenas, especialmente sobre las personas que más amamos.
Ernesto e Isabel decidieron, de mutuo acuerdo y sin mayores complicaciones, ponerle fin a un matrimonio de más de 20 años. ¿Los motivos? Variados y complejos o tal vez simples y estúpidos. Ernesto era un hombre de pocas palabras que adoraba la vida hogareña. Era feliz con un buen libro y no tenía un solo ápice de ambición económica. Isabel era todo lo contrario. Hablaba hasta con las piedras y tenía una fuerte necesidad de superarse cada día para acrecentar sus logros financieros.
Entre tal disparidad vinieron al mundo tres hijos: Rosa, Joaquín y Valeria. Ellos ya no eran tan niños cuando el divorcio cayó como un cubetazo de agua fría en sus vidas. Y es que, aunque habían vivido problemas y pleitos, jamás se les cruzó por la cabeza que sus padres terminarían separados y tratándose como dos perfectos extraños. No obstante, no les quedó más remedio que aceptar la situación y tratar de no ahogarse en el naufragio emocional familiar.
Ernesto se fue a vivir a otra ciudad, situada a 8 horas de viaje del lugar donde vivían sus hijos. Tenía un trabajo sencillo y, por ende, ganaba un sueldo igual de escueto. Vivía en un humilde departamento que disponía apenas de lo indispensable para vivir. Sin embargo, a él no le importaba vivir sin lujos. La austeridad era parte de su vida diaria y parecía gozar la frugalidad, la soledad y el silencio.
Isabel, en cambio, había comprado una mansión para sus hijos. Era una casa muy grande donde cada hijo tenía su propio cuarto con baño y con todas las comodidades que la tecnología les podía dar: televisión, DVD, computadora, aire acondicionado... La mujer no escatimaba en gastos para darles lo mejor a sus hijos. Los tres asistían a la principal escuela de la ciudad y contaban con una encantadora cuidadora, Jennifer, una norteamericana que vivía con ellos y los cuidaba en todo: desde llevar e ir por ellos a la escuela, hasta ver que comieran e hicieran su tarea. Isabel tenía un buen trabajo como médico, era Directora del Centro de Terapia Intensiva de una excelente Clínica privada.
Con todo, lo menos que podía darles Isabel a sus hijos era “tiempo”, ya que ella siempre estaba ocupada y, por motivos laborales, muchas veces tenía que ausentarse hasta altas horas de la madrugada. Con Ernesto las cosas eran distintas. Él siempre estaba con sus hijos en los periodos vacacionales que Isabel se los mandaba. Era un acuerdo entre ambos que los hijos pasaran ciertos días de sus vacaciones con su padre. ¿Y qué pensaban los niños de dicho acuerdo? Que era maravilloso porque les permitía convivir con su padre, pese a las austeras condiciones en que él vivía.
Con su progenitor se dedicaban a recorrer parques, centros comerciales donde no hacían más que mirar las cosas que se vendían sin comprarlas, asistir a espectáculos gratuitos del Ayuntamiento o del Gobierno del Estado y, sobre todo, a escuchar los cuentos e historias que, con singular afecto, su padre les leía. Asimismo, Ernesto tenía un buen vecino, don Julio, quien era propietario de una mascota muy especial: un enorme perro que tenía en la enormidad de su cuerpo un reflejo de la grandeza de su mansedumbre, y al que los niños adoraban sacar a pasear con la anuencia de su dueño. Al perro lo llamaban “Saraguato”, y se lo decían con tanto encanto, que hasta don Julio terminó por llamarlo de dicha manera, olvidando el nombre original con que lo había bautizado al obtenerlo de un albergue de animales abandonados.
El “envío” de los niños con su padre, se hacía con simples negociaciones previas en que lo más importante era conocer el horario y el número de autobús en donde viajaban. Rosa, con sus 16 años, se hacía cargo de Joaquín, de 11, y de Valeria, de 7 años. Isabel los dejaba en la Terminal de Autobuses de Primera Clase, y Ernesto los esperaba a su llegaba. Todo sin mayores contratiempos ni problema alguno, máxime que los tres niños tenían sendos teléfonos celulares para comunicarse con su madre o su padre, según el horario de salida o llegada que el viaje requiriese.
Ese fin de año, Isabel les dejó a los niños a Ernesto por más tiempo. Necesitaba viajar a los Estados Unidos para un curso de actualización en tecnología médica, por lo que, previa consulta, le mandó a sus hijos desde el 19 de diciembre. Pasarían todas las vacaciones con su padre. Ernesto no era para nada un padre desobligado. Le depositaba a Isabel, en una cuenta de banco, el 40 por ciento de su sueldo. Ella sabía muy bien que el magro sueldo de su ex marido no era suficiente para sufragar el nivel de vida a que tenía acostumbrado a sus retoños, por lo que los mandó con suficiente dinero para satisfacer por si mismos sus caprichos.
Lo que Isabel no sabía, ni Ernesto entendía completamente, es que los niños utilizaban el dinero para comprar cosas que mejoraran el nivel de vida de su padre, además de que ellos lo aprovechaban al hacer más grata su estancia en la casa paterna. Así, ese fin de año, Ernesto estrenó una televisión de pantalla plana y un lector de Blue Ray, sin contar el horno de microondas y una nueva estufa eléctrica. Y cuando su padre quiso protestar por el gasto, los niños le dijeron que esos productos eran de “ellos” y que simplemente los querían dejar en su casa en tanto regresaban para utilizarlos.
Las vacaciones fueron simplemente fantásticas. Los niños se divirtieron como nunca, caminaron como locos y dejaron tan cansado a “Saraguato”, que su dueño no podía creerlo. Eso sin contar que le compraron un nuevo collar con su nombre, de un color morado muy coqueto.
La cena de Navidad fue toda una hazaña. Los niños prepararon espagueti, sandwichón y un pollo cocinado en salsa verde, invento de los libros de cocina con que contaba su padre. ¿Qué si estuvo rica la cena? Bueno, tal vez no tanto, pero todos estaban felices porque ellos mismos la hicieron. Eso es algo que no podían hacer en su casa, donde su mamá les tenía prohibido utilizar la estufa por miedo a un accidente por falta de supervisión. Con Ernesto era distinto, se hacía bolas, medio se enfadaba, pero disfrutaba mucho viendo que sus hijos aprendieran a cocinar aunque las cosas no salieran ni tan buenas ni tan ricas como deberían. El chiste era hacerlas juntos. Así que esa cena de Navidad fue inolvidable para todos.
El año nuevo llegó, y aunque Joaquín insistió en comprar un arsenal de bombitas, petardos, chifladores y demás artefactos confeccionados con pólvora, Ernesto se negó rotundamente. No y mil veces no. Joaquín, enojado, le dijo que era igual que su madre. Su padre sonrío: “Si, tienes razón. En eso somos iguales. No estamos de acuerdo en reventarle los tímpanos al prójimo y menos en poner en riesgo la vida de nuestro hijo por sus deseos ociosos de jugar con fuego”. Para rematar, sus hermanas le dijeron que los sonidos fuertes lastimaban los oídos de los animales, especialmente de los perros. Saraguato no la iba a pasar bien.
Por lo tanto, optaron por subirse a la azotea del edificio de departamentos para ver, desde lejos, los fuegos pirotécnicos que el Ayuntamiento preparó para recibir el año nuevo. Las luces de colores que iluminaban el cielo llenaron de alegría los rostros infantiles en tanto en las calles de la ciudad estallaban infinidad de petardos, bombitas, barre pies, etc. Joaquín tuvo que aceptar que fue mejor lo que hicieron, máxime que su papá les contó historias sobre las diferentes estrellas luego que terminó el espectáculo.
El 6 de enero llegó y una mezcla de alegría y tristeza invadió a los hijos de Ernesto e Isabel. Era el último día que pasaban con su padre, ya que al día siguiente, a las 8 de la mañana, saldrían en autobús para reencontrase con su madre que ya los había llamado varias veces para saber cómo estaban. Ernesto decidió llevarlos a comprar una Rosca de Reyes, como última actividad de ese día.
Cerca de su departamento había un supermercado que tenía fama de vender roscas deliciosas. Los cuatro fueron caminando y, cuando ya casi entraban, Valeria observó que una viejecita vendía roscas en la calle. Algo en ella le encogió el corazón a la niña. “Papá, ¿por qué no le compramos la rosca a la señora?”. Rosa, solidaria, comprendió los deseos de su hermanita y se sumó al reclamo: “Si papá. Debe estar rica, ya que ella misma las debió elaborar en su casa”.
Ernesto se detuvo y contempló las roscas. No tenían una presentación tan adornada como las que vendían en la tienda, pero tampoco se veían mal. La señora, aunque humilde, se veía limpia y decorosamente vestida. Se encaminó hacia ella pero Joaquín lo detuvo. “Papá ¿no irás a comprarle la rosca a esa señora? No sabes cómo la preparó.” Y remató para denotar que sus consideraciones no sólo eran de higiene: “La del supermercado está mejor”.
Su papá lo miró detenidamente. Bien sabía que no era bueno darles tantas cosas materiales a los niños, ya que esto los volvía materialistas e incapaces de entender el entorno ajeno. Las hermanas insistieron. La viejita les había sonreído y ambas se acercaron a ver sus productos. Ernesto decidió hacer caso omiso de Joaquín y, pese a su rabieta hablada, se acerco a la anciana para preguntarle por el costo del pan de reyes.
Los precios eran, en verdad, muy accesibles, tres veces más baratos que en el comercio establecido. Sin embargo, nadie se acercaba a comprarle a la pobre vieja. Para muchos, la apariencia es lo más importante. Ernesto compró la rosca más grande que tenía la señora y se fue cargándola muy alegre con sus dos hijas y su bilioso varón. Con todo, tenía sus dudas respecto al sabor del tradicional pan, pero se prometió a sí mismo no decir nada cuando lo comieran. La caridad tiene mejor sabor que cualquier pan.
Las niñas prepararon la mesa y Ernesto elaboró el chocolate en su licuadora. Eran unas deliciosas tabletas de chocolate de mesa que le había regalado don Julio, muy agradecido por todas las atenciones que tenían para su adorable mascota. Joaquín seguía mascullando su enojo por no haberse salido con el gusto de comprar una mega rosca comercial. Rosa lo cayó y los cuatro se sentaron. Fue entonces cuando Ernesto habló: “Me gustaría que cada uno pidiera un deseo y, si le sale el muñequito de la rosca, trataré en lo posible de concedérselo”
Joaquín no lo pensó dos veces y demandó enseguida: “Yo quiero un Estación de Juego 463”. Sus hermanas se le quedaron viendo enojadas. “Sabes muy bien que mamá no te la ha querido comprar porque has estado saliendo muy mal en la escuela”. Valeria movió la cabeza confirmando la información que Rosa acababa de proporcionarle a su padre ante el enojo de su hermano. “Es válido lo que pide” –dijo Ernesto-“pero eso significará que no podré verte en las dos siguientes vacaciones, ya que tendría que estar pagando tu video juego”. Joaquín hizo un puchero horroroso con la boca y se quedó callado. Él quería ese aparato.
“¿Y tú qué quieres mi amor?”-preguntó Ernesto a Rosa. Ella sonrío. “Papi, yo quiero que pasemos juntos las siguientes vacaciones. Me encanta estar contigo”. Su padre también sonrío. “¿Y tú que deseas Valeria?” La niña se quedó pensativa. No sabía qué decir. Su carita denotaba preocupación. “No importa” –la tranquilizó su padre- “me lo dirás cuando encuentres el muñeco en el pan”.
Ernesto puso el cuchillo sobre la rosca y, antes de que pudiera decir algo, Joaquín lo tomó y cortó un pedazo. Recibió doble castigo: su padre le llamó la atención por su falta de cortesía para con sus hermanas, y el pan estaba completamente vacío de muñeco. Valeria cortó un pedazo y tampoco encontró muñeco alguno. A Rosa le pasó lo mismo al igual que a su padre. Llevaban un tercio de la Rosca de Reyes y no había encontrado nada. Joaquín enseguida comenzó a despotricar. “Te dije papá que esa señora no vendía cosas buenas. De seguro que no tiene ningún muñeco. Es un fraude”. Sus reclamos no encontraron eco debido a que sus hermanas ya estaban saboreando el pan al igual que don Ernesto. Joaquín, furioso, comió su pan y se quedó mudo. Era lo más sabroso que había comido en su corta vida. Los cuatro paladearon con singular deleite tan deliciosa rosca.
Todos quisieron repetir y, a excepción de Joaquín, ya nadie buscaba al muñequito. Nuevamente todos cortaron un buen pedazo y nuevamente nadie encontró nada. Joaquín de sentía deliciosamente frustrado. “Papá, creo que en verdad esta rosca no trae muñecos”. Ernesto lo miró sin ánimos de discutir. Quedaba un buen pedazo pero era totalmente improbable que ahí se encontraran los tres muñecos que tradicionalmente se suelen poner en las roscas. Iba a decir algo cuando Valeria se le adelantó: “Papito, ¿podemos llevarle ese pedazo que sobra a mamá? Está tan rica que me encantaría que lo probara”
Su padre estuvo de acuerdo y, pese a los reclamos de Joaquín, envolvió el pan en una servilleta de papel, lo cubrió con papel aluminio y lo metió dentro de una bolsa de plástico hermética para luego entregárselo a Valeria. La niña, feliz, lo guardó en su bultito azul en donde llevaba sus tiliches femeninos. Rosa lavó los platos y los cuatro, luego de lavarse los dientes y cambiarse la ropa, se acostaron a tratar de encontrar el sueño en tanto Ernesto les contaba una vieja historia sobre un perro que se había comido el muñequito de una Rosca de Reyes en el festejo de su colonia.
Al día siguiente, Ernesto llevó a los niños a la Terminal y, después de abrazarlos muy fuerte, los vio subirse al autobús en tanto agitaban su mano en señal de despedida. No sé fue del lugar hasta que el vehiculo no desapareció de su vista. Lentamente, arrastrando su alma, se encaminó a su casa a disfrutar su último día de vacaciones.
Estaba sentado leyendo un libro cuando sonó su celular. Contestó extrañado. Era Rosa. Se escuchaba asustada. Algo había sucedido con el autobús. Hablaba muy rápido y casi no le entendía. Para acabar de amolar, la batería de su celular estaba fallando. Trató de tranquilizarla, pero sólo pudo escuchar que ella le suplicaba que fuera pronto a verlos antes que su teléfono se apagara. Nervioso corrió a vestirse. No sabía ni qué hacer. Llamó a la Línea de Autobuses de Primera Clase, pero no supieron darle informes de nada. Para ellos, no existía ningún problema. Desesperado, fue a ver a su vecino que, además de ser dueño de Saraguato, era poseedor de una magnífica camioneta todoterreno.
Estaba explicándole a su vecino la inesperada llamada de su hija, cuando el programa televisivo que veía don Julio hizo un corte y mostró una toma desde un helicóptero de noticias. Era la escena de un puente roto en medio de un caudaloso río. La entrada y salida del puente estaban rotas y varios autos, entre ellos un autobús, se encontraban atrapados en el pedazo que, como una isla, resistía la acometida de las poderosas aguas del río. El corazón se le detuvo en el pecho a Ernesto. Un acercamiento de la cámara permitió ver el autobús y a los numerosos pasajeros que habían descendido del vehículo y movían las manos pidiendo ayuda. No había la menor duda, Rosa, Joaquín y Valeria estaban entre ellos.
La situación no estaba como para sentarse a pensar. Felipe Gaytán, chofer de la Línea de Autobuses “Pegaso”, de Primera Clase, clavo los frenos con serena calma. Desde su perspectiva, pudo ver como la fila de automóviles de adelante caía al río al colapsarse la parte del puente que los unía a tierra. Un rápido vistazo a sus retrovisores le indicó que también la entrada el puente había desaparecido bajo el empuje de las embravecidas aguas. Un golpe seco se escuchó. El auto de atrás no había guardado su distancia y se estampó contra la parte trasera del vehículo. El autobús se hizo hacia adelante, empujado por un sinnúmero de golpeteos. Los automovilistas habían acelerado en su desesperación por no caer entre los pedazos del puente roto.
Luego de las sacudidas producto de los choques múltiples, se hizo un espantoso silencio en tanto los pasajeros se daban cuenta de la peligrosa situación en la que se encontraban. Felipe rápidamente aplicó el freno hidráulico de pie que bloqueaba las diez ruedas del camión y abrió la puerta del mismo conminando a los pasajeros a bajar. Si el puente no resistía, era muy probable que perecieran ahogados si se quedaban adentro. Sus largos años de experiencia se lo indicaban. Había que desalojarlo rápidamente. Su voz no dejó opción a réplica: ¡¡¡Bájense!!!
La gente obedeció, entre confusa y aterrada. El pedazo de puente estaba atestado de vehículos y de gente que salía de los mismos Felipe comprendió que el puente no resistiría con tanto peso. Rosa llamó desesperada a su padre y después a su madre, en tanto no le soltaba la mano a Valeria. Joaquín miraba todo como si fuera la escena de un videojuego. Se sentía más asombrado que asustado. Algunas mujeres comenzaron a llorar al comprender que el puente podría no resistir la furia de la corriente. Un helicóptero de noticias sobrevoló el área. La prensa fue la primera en llegar al sitio de la tragedia.
El chofer del autobús tomó el liderazgo. Los pasajeros y los demás conductores de los autos lo escucharon. Había que aligerar la carga del puente, ya que sino lo hacían, el peso podría favorecer su rompimiento. Los conductores lo miraron sin entender. “Hay que ir tirando los autos al río”-dijo en lenguaje simple y claro. Varios automovilistas se negaron a la idea, en especial el dueño de una hermosa camioneta todoterreno nuevecita. “Estás idiota”-le espetó el sujeto- “No pienso tirar millón y medio de pesos al río por tu pendeja teoría”. La gente miró a Felipe, a quien su uniforme impecable daba un cierto aire de autoridad y respetabilidad. “Mire amigo: aquí no se trata de lo que usted quiere, sino de lo mejor para todos”-y añadió para hacerlo entrar en razón-“De todas formas su camioneta terminará en al agua. La única diferencia es que, si usted la tira, vivirá. Y, si no lo hace, la acompañara como cadáver”.
La gente estuvo de acuerdo en el discurso de Gaytán. Lo más valioso era la vida, no los objetos materiales. Otro conductor le dijo al impertinente egoísta: “De todas formas, el seguro se la pagará como pérdida total, pero usted no podrá cobrarlo si se muere”. Eso lo acabó de convencer y su camioneta fue la primera en ser empujada a las turbulentas aguas.
El teniente Jesús De Alba miraba desde la orilla las acciones de las personas atrapadas en el puente. Estaban echando una camioneta al río. La idea era buena: tirarlos al río podía ayudar sino había desequilibrio al hacerlo. Entre menor peso en la estructura, es mas probable que resista. Un hombre se acercó a él. Los soldados no habían podido impedir su marcha. “Mis hijos están ahí”-dijo desesperado. El militar trató de calmarlo, pero aquel hombre insistía en sus requiebros. Estaba a punto de indicarles a sus subordinados que lo retiraran de su presencia, cuando una idea se le vino a la cabeza. Ese hombre le podía ser de mucha utilidad.
-Mire, el Capitán Fernando Ávila está en la otra orilla tratando de organizar una manera de sacarlos de ahí. No podemos utilizar helicópteros porque pondríamos en peligro la estabilidad del puente.
-¿Y cómo entonces los van a rescatar?-preguntó desesperado el padre.
-Necesitamos una vía entre el puente y la otra orilla que está próxima...
Una llamada del radiotransmisor lo interrumpió en sus divagaciones. Era el Capitán Ávila: “Teniente, si siguen tirando los autos al mismo tiempo el puente puede desequilibrarse, dando un efecto de chicotazo al perder tanto peso y terminará cayendo”
De Alba miró al angustiado padre. “¿Alguno de sus hijos tiene un teléfono celular?”
El teléfono de Rosa sonó. Ella contestó aturdida. Era un militar que le ordenada darle la bocina a la persona que estaba a cargo. Rosa corrió y le dio el teléfono al chofer Gaytán, que estaba coordinando la caída de un nuevo auto al río. Ávila no se fue con rodeos. Le explicó en pocas palabras cuál debía de ser su estrategia para despejar el puente y luego le dijo: “Tan pronto elimine todos los vehículos, ponga el autobús atravesado entre los dos carriles, en la parte de en medio, dando su costado hacia la orilla más cercana, donde están los camiones del ejército y la grúa. Después desínflele las llantas y haga que la gente se tire al piso”
Felipe tenía madera de líder. En seguida agrupó a la gente para terminar de echar los autos al río siguiendo las indicaciones del militar. Posteriormente, movió el autobús como le habían ordenado y, ayudado por los malogrados conductores, desinfló todas las llantas. Todos se echaron al suelo y los militares comenzaron a disparar algo semejante a un cañón. No fue sino hasta el tercer disparo, que la gente comprendió que el autobús había sido arponeado. Los hombres se levantaron rápidamente y verificaron que el arpón estuviera sólidamente clavado. Una delgada pero resiste cuerda de acero colgaba entre el autobús, ubicado en el puente roto, y una enorme grúa del Ejército que tenía empotradas sus garras en la tierra. Se había abierto la vía de escape.
Aunque el Capitán Ávila sabía que cualquier subordinado lo hubiera hecho sin chistar, no se lo pidió a nadie. Él mismo lo haría. Un arnés con poleas fue armado para correr por el cable y pronto Fernando probó su efectividad. Jamás les pedía a sus hombres algo que él no hubiera hecho primero. Tal vez por eso sus hombres lo respetaban a rabiar. En unos momentos llegó a donde estaban los damnificados del puente, como malamente los estaban llamando los escandalosos medios de comunicación.
Rápidamente reconoció a Felipe y, aunque no era muy efusivo, no pudo evitar darle un apretón de manos de todo corazón. Aquel hombre era alguien digno de cualquier mando. Dos minutos después, luego de comprobar la firmeza y estabilidad del enlace, llegaron paquetes de chalecos salvavidas. Fernando ordenó a todo el mundo ponérselos y personalmente verificó que los niños, las mujeres y los ancianos se lo pudieran adecuadamente.
Fue entonces que comenzó el éxodo de personas hacia tierra firme. Se emprendió primero con las mujeres embarazadas, luego llegó el turno a los niños. Joaquín fue mandado sin mayores problemas. Para él, todo eso era algo excitante y divertido. Gozó deslizarse por el cable hacia la grúa que realizaba maniobras para permitir la inclinación adecuada para la evasión. El problema se presentó cuando quisieron mandar a Valeria. La niña se negó a dejarse amarrar al arnés. Estaba paralizada de terror ante la idea de ser lanzada, colgada a un cablecito, a las enfurecidas aguas del río. Tenía pánico. Fernando y Felipe acordaron amarrar al arnés a Rosa para que ella abrazara a Valeria. No había de otra y el peso de ambas no sobrepasaba el normal de un adulto. Rosa quedó sujeta al arnés y abrazó con todas sus fuerzas a Valeria, quien abrazaba su bultito azul. El Capitán las empujó para que se deslizaran y vio como se fueron alejando rápidamente del puente roto.
El corazón de Ernesto cabalgaba dentro de su pecho. A través de los binoculares, que amablemente le había prestado el Teniente Jesús, seguía la evacuación de los atrapados en el puente. Con alivió siguió el deslizamiento de Joaquín, que más parecía estar en un parque de diversiones que en peligro inminente de muerte. Luego contempló, deteniendo el aliento, como Rosa y Valeria eran lanzadas al vacío en el arnés salvador. Todo marchaba a la perfección hasta que vio caer algo azul y, horrorizado, contempló impotente como detrás Valeria caí al río. No vio más, ni el llanto de angustia de Rosa, ni los gritos de desesperación de todos los que contemplaban la escena. Sin pensarlo dos veces, se agarró a un tronco y se tiró al río detrás de Valeria. Los soldados no pudieron hacer nada para impedirlo.
Don Julio corrió hasta donde el teniente De Alba contemplaba paralizado la escena. “¿Qué espera? –le recriminó espantado- Eche una balsa al río para ir detrás de ellos”. El militar lo miró tratando de conservar la calma. “Sería enviar a mis hombres a la muerte”. Y sin esperar a recibir otra recriminación añadió: “Tengo soldados peinando las orillas del río de aquí hasta su desembocadura en el mar. Ellos los encontrarán”. Don Julio no contestó, las lágrimas le cubrían el rostro y su boca se torció en un gesto de enorme dolor.
En tanto, Gaytán y el Capitán Ávila prosiguieron con el rescate. No había tiempo para condolerse ni para sentarse a llorar. Había que salvar al mayor número de personas, o morir en el intento. Ese es el mayor riesgo de la vida, la muerte, y ellos estaban más que dispuestos a pagarlo.
Rosa no había dejado de llorar desde que llegó, sana y salva pero sin su hermana, hasta la otra orilla. Se encontraba muy alterada, por lo que una enfermera del Ejército la había llevado aparte para intentar tranquilizarla. Sé sentía terriblemente culpable de lo que había sucedido. ¿Por qué no había podido sujetarla bien? ¿Cómo permitió que se soltara? ¡Ay Dios! Y todo por el bultito azul que su hermanita había perdido y que quiso recuperar sin darse cuenta del enorme riesgo que eso implicaba.
No sabía cuanto tiempo había pasado cuando su madre llegó y la abrazó emocionada. Rosa, entre lágrimas, se culpó de la tragedia. Isabel le dijo: “Fue un accidente mi amor. Valeria es una niña y no midió la consecuencia de sus actos”. Rosa quiso insistir en su culpabilidad, pero su mamá no se lo permitió. “Lo importante es que tú estás bien al igual que Joaquín”. Rosa gimió de dolor. No le importaba la vida si Valeria ya no estaba con ellos. En un hecho insólito, el mismo Joaquín se acercó a consolarla. “Fue un accidente hermana. Valeria siempre ha sido muy impulsiva. No lo pudiste evitar”. E Isabel con dulce voz remató: “Así es, mi amor, nadie lo hubiera podido evitar... Son cosas que pasan”
A Ernesto le dolía la garganta. Llevaba horas gritando el nombre de Valeria en medio de caudal del río. La corriente la había arrastrado con mayor rapidez debido a su poco peso. Él se encontraba exhausto. El sol ya se había ocultado en el horizonte y las estrellas brillaban con todo su fulgor en medio de la noche. La fuerza de la corriente se había hecho poco a poco más débil, hasta que llegó a una especie de lago. Sólo había agua a su alrededor por lo que, sacando fuerzas de flaqueza, pataleó sujetado al tronco del árbol par acercarse a la orilla, o al menos a donde él suponía que estaba. Llevaba un buen rato haciéndolo cuando se percató que sus pies tocaban el fondo. Prácticamente arrastrándose, salió del río y se dejó caer en la tierra. Se sentía molido físicamente y casi muerto espiritualmente. La imagen de Valeria cayendo la tenía clavada en sus pupilas. Su hija estaba muerta, ahogada en alguna parte del enorme río y él había sido incapaz de salvarla.
Un llanto profundo y voraz subió por su vientre y estalló en su rostro. Las lágrimas le corrían a caudales en tanto gemía del profundo dolor que sentía. “¡Valeria! ¡Valeria! ¡Valeria!”-gritaba una y otra vez entre sollozos. Lo había perdido todo, la había perdido a ella, a su niña, a su beba, a su adoración, al capricho de su corazón...
Ante tanto dolor y cansancio, su cuerpo se desconectó y perdió la conciencia. El infierno no podría tener mayores tormentos que los que Ernesto sufría. Un hijo no debería morir nunca antes que sus padres.
-¿Papi? ¿Papito? –un vocecita lo llamaba desde muy lejos.
Ernesto abrió los ojos y creyó descubrir entre las sombras el rostro adorable de su hija Valeria. Debía estar delirando.
-¿Papi? ¿Papito? – la vocecita insistía.
Unas manitas le tocaron su rostro. Ernesto abrió los ojos asustado dispuesto a desvanecer la alucinación. Agarró la manita a sabiendas que no estaba ahí. Pero no. Si había una manita y la vocecita lo seguía llamando con insistencia.
-¡Papi! ¡Papito!
Unos bracitos lo rodearon y una tierna boquita le llenó de besos el rostro. Fue entonces que Ernesto se dio cuenta que no deliraba, ni alucinaba, ni soñaba. Era Valeria la que estaba a su lado.
Tenían frío. Ernesto le quitó a Valeria el chaleco salvavidas y la abrazó. La niña estaba fría. El también estaba mojado. La luz de la luna le permitió darse cuenta que muy cerca de ellos habían unas matas de plátanos. Haciendo un gran esfuerzo, se levantó y cortó varias de las enormes hojas para utilizarlas como sábanas para cubrirse. Junto también ramitas y hojas variadas para hacer una especie de cuna, luego se metió con Valeria y la abrazó. La niña entró poco a poco en calor.
- ¿Papi?
-Si mi amor.
-Tengo hambre.
Ernesto miró a su alrededor y no encontró nada que pudiera comerse. No había, ni siquiera, un sólo racimo de plátanos. Fue entonces que se percató de que su hija tenía su bultito azul enrollado en la cintura. Lo abrió con cuidado y encontró el pedazo de rosca que le había empacada. Cuando Valeria se dio cuenta de que su padre tomaba el pedazo de pan le detuvo la mano.
-No papi, ese pedazo es de mamá.
Su padre sonrío. El corazón de su hija era muy grande.
-Lo sé mi amor, pero no creo que mamá se moleste si tú te comes el pan.
La niña meditó cuidadosamente las palabras de su padre.
-Bueno, pero si sale el muñequito el deseo es de mamá ¿sale?
-Por supuesto mi amor. Claro que es de ella.
Y así, con sumo cuidado, Ernesto le fue dando los pedacitos de la rosca a su hija, quien los devoró con ansia.
-Mira papi. Aquí tengo el muñequito en mi boca.- sonrío la niña-Joaquín se equivocó. La rosca si traía muñeco.
Ernesto sonrío con el corazón lleno de gozo.
-Papi, es la Rosca de Reyes más rica que he comido en mi vida.
Su padre estuvo de acuerdo.
El día comenzaba a clarear cuando Ernesto vio pasar una lancha de la marina que rondaba en busca de cadáveres o de sobrevivientes. Se levantó y comenzó a agitar las manos y a gritar. Los marinos lo detectaron y enfilaron hacia la orilla.
Horas después, Valeria y Ernesto, envueltos en cobijas, se encontraron con Rosa, Isabel y Joaquín. Todos lloraron de alegría al encontrarse nuevamente juntos, excepto Joaquín, quien guardó un ausente mutismo para evitar evidenciar sus sentimientos.
-Mami, mami, me comí tu pedazo de rosca ¿me perdonas?
Isabel se limpió las lágrimas y contestó sonriendo.
-Por supuesto mi amor.
-Pero te traje el muñequito que te sacaste. Papá nos dijo que nos concedería un deseo al que encontrara el muñequito en la Rosca y, como es tu pedazo, tienes derecho a pedir un deseo.
Ambos padres quedaron maravillados de que su hija Valeria, en medio de la magnitud de la tragedia que acababa de vivir, únicamente pensara en complacer a su madre.
-Valeria ya pedí mi deseo.
La niña miró con curiosidad a su madre.
-¿Y papá te lo va a conceder?
Con una enorme sonrisa Isabel le dijo:
-Ya me lo concedió mi amor. Ya estás tú aquí entre mis brazos.
Valeria aprendió ese día que los deseos de Reyes si se cumplen y, pese a la renuencia de Joaquín, todos se abrazaron.
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