Acabo de terminar de leer la novela “Península, Península”, del escritor Hernán Lara Zavala, y en honor a la verdad debo decir que el autor es un excelente narrador, pero comete ciertos "pecados" y unos que otros “horrores” en sus descripciones de una península de donde surgieron sus ancestros, pero donde él no nació ni mamó de sus ubres culturales, históricas ni religiosas.
Ese aspecto hace que trate muchas cosas desde un punto de vista teórico, pero que le haga falta un cierto zumo yucateco necesario para impregnarse de la real esencia de la tierra del Mayab legendario.
La novela está ubicada en la península yucateca, en la primera mitad del siglo XIX, cuando se desató una guerra social cruenta que casi termina con todo el universo conocido por quienes la habitaban.
Lara Zavala toma como personaje principal a un novelista que hace una novela, en una especie de metáfora lúdica en donde corretea con la historia y la literatura y se da simpáticas licencias de narrador. Es así como surge José Turrisa, anagrama que utilizaba como seudónimo literario don Justo Sierra O´Reilly, personaje trascendental en nuestra historia literaria y periodística peninsular.
Pero la resurrección literaria que hace de don Justo Sierra O´Reilly, escritor, abogado, político, diplomático, diputado y periodista yucateco, a quien se le considera el primer gran novelista histórico mexicano, se viene a menos cuando lo va presentando como un José Turriza envuelto en una amplia gamas de pasiones humanas que, a mi pobre juicio, más podrían considerarse un menoscabo a sus virtudes que una ensalzamiento de las mismas. ¿Es un homenaje a su figura o un denuesto literario?
Nuevamente, como le sucedió en su primera novela, "Charras", (México : J. Mortíz , 1990), Lara Zavala demuestra cierto desconocimiento de la geografía yucateca. Escribe: “Pero los rasgos distintivos de la ciudad son el Convento de San Cristóbal, la iglesia de la tercera orden, jesuítica, ...”
Para empezar en San Cristóbal no existe ni existía ningún convento. En la Mérida de 1845, existían los restos del Convento de San Francisco, que quedaron encerrados en la Fortaleza de San Benito, la cual era el bastión militar principal de la ciudad y que permitía dominar Mérida. Esta fortaleza, situada encima de un enorme cerro donde Francisco de Montejo quiso hacer su castillo y que tuvo que ceder a los Franciscanos, fue destruida y después rebajada.
Y para terminar de aclarar: “la iglesia de la tercera orden, jesuítica...”, no lo era tal en esa época, ya que los jesuitas fueron expulsados de Yucatán la noche del 6 al 7 de junio de 1767, cumpliendo el decreto real de Carlos III, y no volvieron a establecerse en Mérida sino hasta diciembre de 1903. A la iglesia se le conoce con el nombre “de la Tercera Orden”, por la tercera orden franciscana, no por los jesuitas.
En su novela "Charras", Lara menciona acciones no posibles en la realidad, como quiebres en calles que no convergen en Mérida, y en "Península" dice textualmente: "Hacía semanas que las familias pudientes habían empezado a huir a La Habana y Nueva Orleáns; los de menos recursos habían optado por salir a lugares más accesibles y cercanos como Ciudad del Carmen, Villahermosa o Belice" (página 296). A decir verdad, las familias pudientes no sólo se fueron hasta La Habana, sino que llegaron hasta Puerto Rico; pero las menos pudientes no creo se hayan podido ir a Belice, dado que no era fácil darle toda la vuelta a la península, en manos de los mayas rebeldes. En aquellos tiempos no habían condiciones ni muy buenas relaciones con los ingleses que habitaban esa colonia que, dicho sea de paso, era un territorio invadido por los ingleses a México por la fuerza y cuyos "derechos" los reconoció Porfirio Díaz en 1883 a cambio de que los ingleses dejaran de venderles armas a los mayas rebeldes. Sólo así pudo el general Bravo tomar Chan Santa Cruz el 5 de mayo de 1901.
También denota una falta de ilación del narrador con el mundo que construye. En la página 308 habla de un cacique que se encuentra con el comerciante al que le dice: "Nos regalaste sal y café", hablando de un encuentro previo. Pero en dicho encuentro previo, página 112, no dice nada del café. Si, son detalles nimios, pero delatores de una falta de meticulosidad necesaria en la creación literaria.
Presenta también un descuadre de tiempos cuando, en la página 273 y 274, pone a José Turrisa escribiendo, el 22 de mayo de 1848, lo siguiente: "así lo prueba el año y medio de guerra que hemos padecido". Lo cierto es que la guerra de castas, guerra campesina o guerra social, comenzó con el levantamiento de Tepich el 30 de julio de 1847 ¿Cuál año y medio entonces habían transcurrido?
No obstante, lo peor, a mi juicio, es la descripción que hace Lara Zavala de un idilio en la primera mitad del siglo XIX entre una dama de la aristocracia meridana y uno de los próceres de la literatura en Yucatán, como lo fue don Justo Sierra O´Reilly, hombre a carta cabal que merecía más respeto del que el escritor le da. Me refiero a la página 282 en que gráficamente relata: "Él le coge la mano derecha, la oprime y la lleva hasta su bragueta, donde ella siente su sexo erecto. No retira la mano: sus dedos reconocen la fuerza de su virilidad y se siente inundada de deseo". Luego viene la relación sexual entre un hombre comprometido en matrimonio con Concepción Méndez, y una mujer que no sabe si aún es o no viuda y que es fruto de una sociedad sumamente cerrada y en la cual la virtud era muchas veces un tesoro más preciado que la vida.
En sí, la escena sería bien redactada en una novela que se desarrolle en otra época y en otra sociedad. Claro, la imaginación todo lo permite, pero conociendo el trabajo y la vida de don Justo Sierra O`Reilly, el hecho mismo de que él era hijo natural y la esmeradísima educación que recibió, dudo mucho que algo así pudiese ser contado de su vida. Considero que denota una falta de respeto al honor de tan ilustre hombre que tanto hizo por la Península, y por ende al honor de su hijo, Justo Sierra Méndez, a quien tanto debemos los universitarios mexicanos.
Es necesario aclarar que Sierra O´Reilly se casó en 1842 con Concepción Méndez Echazarreta, por lo que para los años en que se inicia la guerra y se desarrolla la novela, ya llevaba cinco años de casado.
Caso aparte es su bien estructurado relato del doctor irlandés Patrick O. Fitzpatrick, quien se ve implicado en los vaivenes de la revuelta de una forma inevitable y compleja, pues ejerciendo la medicina en Tekax, termina curando mayas sublevados en Valladolid en compañía del sacerdote Manuel Sierra O´Reilly, hermano del escritor Justo, a quien los mayas hicieron su rehén de honor al igual que a Fitzpatrick. La descripción de su carácter, sus alucinaciones palúdicas de un buitre y su entrañable relación con un perro negro, Pompeyo, son una aportación excelente a la trama y me hacen considerar que realmente este personaje es la proyección personal de Lara Zavala, y no José Turrisa como se podría pensar.
No obstante, la narración más interesante y detallista es la que realiza de Hopelchen, lugar de donde son sus ancestros paternos. A mi juicio fue la mejor parte de la novela. Lamentablemente la historia relatada a través del diario de la institutriz inglesa Miss Anne Marie Bell, quien trabaja en la casa del hacendado don Quintín Silvestre, termina muy a la carrera, como queriendo rematar del cansancio. No me parece válido que algo que se disertó con tanto detalle, termine luego comentado de una forma tan general. Lástima, la señorita Bell hubiera dado para más y esos pormenores y anécdotas fueron en verdad excelentes (le doy las gracias como lector).
Sobre el Obispo imaginario de Yucatán, Cozumel y Tabasco, Celestino Onésimo Arrigunaga, tendría mucho que comentar. Pobre Obispo José María Guerra, el verdadero Obispo Yucateco durante cuya administración episcopal aconteció la Guerra de Castas, porque le pinta un cuadro paralelo de un obispo caricaturizado hasta el extremo, con manías concupiscentes y de lo cual lo único genial que le saca, es el cómo resuelve al final el asunto del comerciante cojo.
Y por favor, no soy un purista del lenguaje pero le suplicaría a Lara Zavala que cuando juegue con palabras mayas, comprenda su esencia íntima. Porque en la página 247 menciona el término “jugando con sus pirixes”, y esa connotación en maya implica mucho más que lo mencionado en español. Pero bueno, para no caer en más, dejemos que cada quien considere el vocablo “pirix” como se lo enseñaron en su casa (como yucateco que soy, no me sonó como considero que el escritor pensó que sonaría al utilizarlo. Pero bueno, cada quien es dueño de su contexto).
Finalmente sus extensas explicaciones de las causas de la Guerra, están total y plenamente parcializadas para demostrar apabullantemente que la Iglesia, los hombres que la conforman, y en especial el Obispo Fray Diego de Landa, fueron los culpables del origen de esta terrible hecatombe social. Para empezar no menciona para nada la magna obra de Landa, “Relación de las Cosas de Yucatán”, y para terminar, parece ser que todos los conflictos, problemas y resquemores políticos del poder, entre Mérida y Campeche, quedan en el tintero ante los tremendos males de la iglesia.
La opresión de los indígenas mayas fue una labor conjunta. Desde que los españoles llegaron a Yucatán, se dieron cuenta que la única riqueza que había en esta tierra era su gente y su tierra calcárea y pedregosa. Por eso, todos los explotaron desde todas las formas posibles. Pero, los que cometieron el imperdonable error que inició la guerra, fueron los políticos que les dieron armas para que lucharan por sus causas irracionalmente egoístas. Bueno, aquí me podrían cuestionar si fue error o más bien justicia humana a la brava. Lo dejo a su criterio.
Sólo doy gracias que cuando los mayas sublevados tomaron Izamal, no asesinaron a mi tarabuelo, que estaba dormidito en su hamaca (era tan pequeño que no lo detectaron), ni mataron a mis ancestros que huyeron despavoridos de Tekax ante el ataque rebelde. Porque si así fuera, no estaría escribiendo esto. No defiendo ni a los unos, ni a los otros, ya que soy hijo de todos.
A mi juicio, faltó en la novela detalles más gráficos de las “barbaries” que se cometieron por ambos bandos. La forma cruel y sanguinaria con que los mayas arrasaban las poblaciones y la no menos cruel venta de mayas rebeldes como esclavos a Cuba, que Lara Zavala ni menciona.
Pero, en verdad, que cosa más absurda que dos pueblos compartiendo una tierra por más de 300 años y, ya emparentados entre si de una u otra forma, acaben matándose horrorosamente como si se trata de dos especies de animales distintas y excluyentes cuando ambas compartían el mismo hábitat. Lo cual me lleva a suponer lo poco humana que era dicha civilización.
Me da risa, como yucateco, tener que criticar a Lara Zavala, máxime porque soy nacido en Mérida y sus raíces son campechanas. Pero ni él es pro Méndez ni yo apoyaría a Barbachano. Esa eterna rivalidad entre yucatecos y campechanos es para mí una anécdota porque si hay quien me cae más bien que nadie, son los campechanos, pero me doy el empacho de criticarlos porque, sino lo hiciera, no sería yucateco. Para acallar este punto, mi tarabuela era campechana, así que todo queda en familia.
Ya para finalizar, quiero agradecer a Lara Zavala su novela la cual me hizo pensar, analizar y, sobre todo, revalorar mis raíces yucatecas. Con todo lo que escribí, debo reconocer y admirar su talento como narrador y ojala pudiera tener la oportunidad de comunicarme directamente con él para hacerle otro tipo de comentarios más personales (¿más? dirán algunos) que no creo adecuado seguir publicando ya que son cuestiones entre parientes culturales.
Como lector, muchas gracias. Como pariente cultural, luego hablamos.
eduardoruzhernandez@gmail.com
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