IDENTIFICACIÓN
Por Ernesto de la Fuente
Siempre estuve
detrás de ella, como perrito faldero. Todo el mundo lo sabía. Era como su
eterna sombra pero nada más que eso. Intenté una y otra vez ganarme su corazón
ubicado junto a su bien dotado pecho, pero fue cosa inútil. Eso sí, era su inseparable
amigo del alma. Nada más.
Por años me
resigné a ese desdichado papel con tal de disfrutar la dicha de su bella
compañía, pero las migajas que recogí terminaron por ser más amargas de lo que
pude imaginar. Y es que Shantal era
una mujer exuberantemente bella. Su cuerpo era un monumento y verla hacía a
cualquier hombre suspirar.
No era una mala
persona. No se podría decir que era un cuerpo vacío o que tuviera relleno de
paja el cerebro. Nada de eso. Era muy inteligente, noble y una gran amiga.
Supongo que siempre supo que yo moría por ella, pero creo que quería más mi
corazón que mi endeble cuerpo. Lo que fuera, el resultado fue muy agrio.
Como estuve eternamente
enamorado de ella, siempre fui alguien en quien ella confiaba y en quien recurría.
Nadie como yo para acompañarla de compras o al cine. Sabía que podía confiar en
mí. De hecho, llegó a abusar de mi cordura al llevarme de compañero para
comprar su ropa interior en una exclusiva boutique de ropa sexy.
Una noche recibí
una llamada. Antes debo decir que todas las noches esperaba una llamada de
ella. En mi febril deseo, esperaba que me llamara para ir a su lado… bueno, a
algo más íntimo de ir al supermercado a comprar tomates. Tal vez algo como
cambiar las sábanas de su cama y probar con ella su textura. Pero bueno, la
llamada que llegó no era de ella, pero si con referencia a ella. Una cansada
voz me preguntó mi nombre y, al recibir respuesta afirmativa, interrogó si
conocía a mi deseada amiga.
Por ella haría
todo, así que no la negué. La voz me dio una imperiosa orden: tenía que presentarme
al Hospital Tal-cuál con el Teniente Perengano, de la policía de la ciudad.
Asombrado, asustado y desconcertado, me vestí y acudí presuroso. El hombre me
esperaba. No tenía el aspecto que ponen de los policías en las series de
televisión: ni estaba mal vestido, ni fumaba, ni tenía sombrero, ni nada por el
estilo. Era un hombre de alrededor de 40 años, vestido con una traje verde
obscuro y con cara de extremo cansancio.
Sin mediar palabra
me pidió que lo acompañara. El viaje se me hizo extraño porque en lugar de ir a
los pisos superiores, donde están las distintas áreas de enfermos, bajamos
hasta el sótano del edificio. Una extraña sensación comenzó a carcomerme el
corazón. La incertidumbre de nuestro destino se acrecentó ante la horrorizada certeza
que nos dirigíamos a un lugar poco grato: la morgue.
El encargado nos
recibió indiferente. Era más que obvio que había realizado ese trámite por
cientos de veces, y a las indicaciones del policía abrió uno de los cajones
metálicos del archivo de cadáveres.
-“¿Es la señorita Shantal Perezequis?”-preguntó sin mayores emociones en la voz.
Me quedé pasmado.
Delante de mí, sin mayores pudores, estaba el cuerpo desnudo de quien, en vida,
había sido mi amiga Shantal. El
cuerpo rígido, la cara lívida, sin color, calor ni vida. Era algo
verdaderamente impactante. Ella, tan plena, tan hermosa, se veía como lo que
ahora era: un pedazo duro de carne sin vida. No lo pude soportar, me desmayé.
El teléfono me
despertó. Me moví torpemente en mi cama. Miré atontado la hora: eran las cinco
de la mañana. Descolgué sin saber muy bien que sucedía y escuché la voz de Shantal que me llamaba. No entendí lo
que dijo. Ella sólo escuchó mis gritos. Colgué. Cerré los ojos y cuando los
abrí el Teniente Zutano me daba a
oler un algodón con una sustancia muy fuerte. Lo aparté de un manotazo y me
incorporé más rápido de lo que debía. Todo me daba vueltas. El policía movió la
cabeza y terminó de llenar el reporte. Lacónicamente me dijo: -“Ya se puede ir” –y me fui.
Que Shantal no me hubiera hecho caso como
hombre nunca, lo acepto, pero que después de muerta me hubiera perjudicado la
vida es algo que jamás le perdonaré. Desde ese día mi sexualidad murió
completamente. No me es posible ver a una mujer desnuda sin recordar su
exuberante cuerpo hecho cadáver en la morgue del Hospital. Toda belleza se
convierte en nada al morir. El cuerpo, como casa vacía, pierde todo su encanto
tan pronto el corazón deja de bombear sangre.
¡Oh Dios! Por
culpa de ella tuve que abandonar la ciudad e irme a vivir muy lejos, cambiar de
vida, de trabajo, de aspecto... y todo porque no quiso entender que, antes de
ser su amigo, era un hombre con necesidades. Si al menos me hubiera dicho que Si
aunque fuese una sola vez, no hubiera terminado en aquel cajón frío del
depósito de cadáveres, ni yo hubiera tenido que ir a identificar su cuerpo.
Todo por identificarla. No fue suficiente el matarla, tuve también que
identificarla. Maldita mujer, hasta en eso me fastidiaste.
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