Ojo enamorado

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martes, 19 de enero de 2010

ROSCA DE VIEJO

6 de enero de 2010

ROSCA DE VIEJO

Por Ernesto de la Fuente


Don Marcos llegó al trabajo bastante contrariado. Si hay algo que le hiciera sentir mal, era llegar tarde a sus compromisos. A sus 74 años, era el prototipo del empleado eficiente. Llegaba a sus horas, en un turno cortado espantoso, y hasta daba más de si llegando anticipadamente en las tardes por si se le requería.
En un mercado laboral en que únicamente se valoraba la juventud, Marquitos, como era conocido afectuosamente, se preocupaba en demostrar que los viejos todavía tenían mucho que aportar. Por eso se sentía nervioso de incumplir en su impecable puntualidad, más que inglesa.
No obstante, no estaba molesto con nadie. Su hija, única herencia de su esposa muerta, jamás llegaba tarde por él para llevarlo y traerlo del trabajo. Era su especial manera de demostrarle cuanto lo quería, ya que el hombre de la tercera edad vivía solo en su pequeña casa.
Si había algún culpable en su retraso, era la desesperación de la gente irresponsable que, en sus prisas, querían pasar a todos para llevar a sus hijos a la escuela. Un golpe en la defensa trasera del primoroso auto de su hija, habían complicado las cosas pese a que ella fue muy flexible para arreglar el problema.
Hizo la mano delante de su cara para apartar sus preocupaciones en tanto acomodaba sus cosas y se aprestaba a ordenar los pedidos a los proveedores. Su escritorio era su pequeño reino y gobernaba en él con mano firme y sin tentarse el corazón para que todo fluyera debidamente.
Al comenzar a ubicarse notó que sus compañeros de oficina no andaban cerca. El gordo Andrés, que siempre andaba comiendo tortas en su segundo o tercer desayuno de la mañana, no estaba sentado enfrente de él. Gretty, la escuálida cajera, de ojos hermosos pero manos nerviosas, tampoco se encontraba a su derecha y, para rematar, doña Ana, la jefa de personal, no estaba apoltronada en su elegante silla en la oficina del fondo. ¿Dónde demonios estaban todos?
Los murmullos del otro extremo de las oficinas acapararon por segundos su atención. Al parecer, había un conato de reunión en la sala de juntas. Frunció el ceño extrañado. Era miércoles y en su agenda no estaba marcada ninguna reunión de trabajo. Luego cayó en la cuenta que no era un día cualquiera, era el 6 de enero, Día de Reyes.
Cristinita, la simpática secretaria del jefe, vino hasta su escritorio para recriminarle dulcemente:
-Don Marquitos ¿qué hace usted aquí? Lo estamos esperando para partir la rosca.
El hombre se sintió envejecer. Aquella mujer le recordaba con su suave dulzura a Lupita, su entrañable esposa, de cuyos labios jamás escuchó reclamo alguno en 53 años de casado. Obedientemente, como niño reprendido por no comer sus alimentos, se levantó y siguió a la hermosa mujer que lo condujo mansamente hasta la ruidosa sala.
Ahí estaban todos los de la oficina regodeándose en un tiempo ocioso en que podrían comer pan y beber chocolate caliente sin tener que trabajar. Y, para colmo, empezando el año y con tantos pendientes por cumplir. Don Marcos los miró desde sus gruesos anteojos con armazones pasados de moda. Su pelo gris, su caminar pausado, contrastaba con la juventud y vitalidad de sus compañeros.
El licenciado Manuel, el jefe, le sonrío al verlo. Tenía especial aprecio hacia aquel hombre que le había dado la oportunidad de demostrar que un hombre mayor de 50 años eran tan o más capaz que cualquier rapazuelo de 25. Y vaya que se lo había demostrado. La oficina era la única sucursal de la poderosa empresa a la que nunca le habían rebotado pedido alguno por mala elaboración del mismo. Don Marcos, como celosos cancerbero, cuidaba siempre los más mínimos detalles de los engorrosos requerimientos burocráticos. Su riguroso método lo había convertido en una leyenda a nivel nacional.
Se oyeron aplausos y el licenciado se adelantó hacia la mesa para iniciar el convite:
-Ya que estamos todos, comencemos el tradicional corte de rosca. Pero antes, debo indicarles que las reglas cambiarán un poco este año.
Todos se voltearon a ver mirándose con cierta tensión nerviosa. Uno nunca sabe con qué va a salir el jefe.
-A solicitud de algunos de ustedes –volteó a ver a Miranda, la agria secretaria de recepción quien sonrió triunfal- Este año quien saqué los muñequitos no tendrá que dar fiesta alguna el 2 de febrero, como acostumbrábamos.
Algunos dieron un respingo, en especial porque la fiesta de los tamales se armaba en grande cuando le tocaba a ciertos compañeros.
-Este año, los que darán los tamales serán los que no saquen muñequito.
Los murmullos se dejaron escuchar inmediatamente y se sintió en el ambiente cierta inconformidad por los cambios de una tradición de varios años.
-El motivo –aclaro el jefe- es que somos muchos y resulta muy oneroso para los tres que sacan los muñequitos costear la fiesta.
Un silencio de caras inexpresivas se hizo. “Maldita vieja agria”-pensó para sus adentros don Marcos. Hasta ahora siempre había tenido la astucia de no sacar muñeco alguno, ya que nada detestaba más que tener que pagarle a los gorrones de la oficina un desayuno gratis. Aunque en el fondo, el verdadero problema era que su Lupita había sido una excelente cocinera y siempre le había hecho unos deliciosos tamales para esas fechas. ¿Cómo rememorar ese delicioso sabor que ya nunca podría repetir en lo que le quedaba de vida?
Cristinita cortó el pedazo inicial y sorprendentemente le salió el primer muñeco. Las risas y aplausos no se hicieron esperar, A todos, menos a la avinagrada Miranda, les dio gusto que le saliera el muñequito. Más personas fueron cortando y el pan salía limpio. La decepción se fue apoderando de las caras, pero al gordo Andrés no le importó mientras hubiera comida y bebida gratuita.
El anciano oficinista repasó en su mente sus numerosas experiencias en cortar rosca y su extraordinaria suerte para no sacar muñequito. ¿Cómo haría esta vez para que si le saliera? Buscaba una y otra vez en su memoria pero no encontraba solución alguna.
Finalmente se vio con el cuchillo en la mano examinando la enorme y deliciosa rosca ¿dónde cortaría para que le saliera el necesitado muñeco? Se decidió por un pedazo cubierto de higo cristalizado y lo cortó generosamente. Sus compañeras examinaron el pan pero no había rastro de muñeco, así que decepcionado se contentó con comerlo lentamente. Tenía que hacerlo con cuidado por sus ya maltratadas muelas.
Patricia, la encargada de las fotocopias, brincó de contento cuando clavó el cuchillo en el segundo muñeco. Sólo quedaba uno más. La emoción creció cuando Miranda tomó el cuchillo para cortar el último pedazo. El pan fue partido y no brotó muñeco alguno de sus entrañas. La alegría fue general ya que eso significaba que alguien que estaba comiendo la rosca lo tenía en su pan.
Don Marquitos siguió comiendo lentamente su pan al que mascaba con cierta dificultad porque estaba muy consistente. De pronto sintió algo duro entre los dientes. Con cierto trabajo lo separó con la lengua y triunfalmente se lo sacó de la boca en tanto gritaba:
-¡¡¡¡Aquí está el muñequito!!!!

Por una fracción de segundos se hizo silencio en la sala y después estallaron las carcajadas. El buen hombre no comprendía que pasaba hasta que miró su mano y comprendió que lo que orgullosamente mostraba no era un muñequito, sino uno de sus puentes dentales que llevaba en la boca ante la falta de dientes.
El tercer muñequito nunca apareció y jamás se supo si la extraña ausencia fue por solidaridad de algún compañero que lo ocultó o por defecto en la fabricación de la rosca. Lo cierto es que el licenciado Manuel decidió que el puente dental de don Marquitos contaba como muñeco, por lo que ese año se instituyó que al anciano oficinista siempre se le invitara por cortesía a los tamales. Sacó muñeco de por vida.

Muchos años después, cuando el nombre de don Marcos era una hermosa placa en la sala de juntas, fui con Cristinita a llevarle flores a su tumba y puse entre ellas, un viejo muñequito que hizo que jamás nos olvidáramos de él los días 6 de enero.
No hubo mejor rosca que la de ese año…