Ojo enamorado

Ojo enamorado
En tu mirada

jueves, 28 de julio de 2016

LA EPIFANÍA DE DON SEÑOR:

¿POR QUÉ VIERTO TINTA CREATIVA?

Por Ernesto de la Fuente  

Comencé a escribir cuentos cortos cuando mis hijos eran muy pequeños. Conforme crecieron, cuando les iba a dar las buenas noches, inicié la costumbre de relatarles ficciones. Encender la luz para leerlos les habría matado el sueño, así que me acostaba con ellos e inventaba historias que, debo reconocer, disfrutábamos enormemente. Así nacieron los cuentos de Tuchos, horribles miedos que se materializaban y ellos destruían con su valor, la trama de una novela galáctica sobre Paul, Krost Peluk, que fue todo un éxito y concluyó al crecer ellos y enredarse terriblemente el argumento, y varias historias más que ya no recuerdo.
Esa experiencia narrativa me hizo darme cuenta de que existen tres razones por las cuales escribo. La primera, la más importante, es porque me produce gozo hacerlo. Disfruto enormemente escribiendo y dándole rienda suelta a la creatividad que cabalga en mi desbocada imaginación. 
La segunda está íntimamente ligada a la primera, de hecho no se puede concebir sin ella: me realiza poder transmitir, a través de mis escritos, el gozo que experimento al escribir. Si un solo lector capta ese gozo y lo hace suyo, me siento pleno como escritor y ser humano.
La tercera razón es un simple sueño que, pese a serlo, no me impide seguir escribiendo. Es una meta y, estoy consciente, puede que no la alcance: quisiera obtener ingresos de lo que escribo. O sea, quiero hacer de la escritura mi forma de vida. Soy realista y sé que no es sencillo, máxime que tengo una familia que depende de mí, pero eso no me impide soñar y desear que, algún día, esto se cumpla. 
Mientras tanto, me conformo con cumplir mis dos principales razones: Gozar escribiendo y transmitir ese gozo.  Si lo consigo o no, tú que me lees eres quien mejor lo puede determinar…


jueves, 21 de julio de 2016

CRÓNICAS DE ZURHER 9

ENCOMIENDA                                      

Por Ernesto de la Fuente, Elomnisciente

Nunca olvidaré ese sábado por la mañana. Mis padres habían salido por lo que tenía toda la casa para mí. No hay mayor dicha que disfrutar de una soledad acompañada por la enorme biblioteca de mi abuelo. Prometían ser horas de deleitosa lectura, pero todo cambió cuando alguien golpeó la puerta. No esperaba ninguna visita, por lo que acudí a verificar quien osaría tocar golpeando con la mano, sin utilizar el timbre Vernadeano que permitía desplegar a quien lo pulsaba.
Miré por el visor de entrada y quedé estupefacto, la persona que estaba parada ahí era imponente, su estatura, complexión y porte me dejaron sin aliento. Sin dudarlo pulse el botón y la puerta se abrió. El hombre entró y lo miré más sorprendido aún. Era como si un personaje de mis más fabulosos sueños se hubiera materializado delante de mí. Sonrío al verme y dijo con una seguridad que me heló la sangre:
— Tú eres Kutzor, el nieto de Marnik.
Caminó hacia la sala y sin esperar mi autorización se sentó frente a la Imagen que por años había ocupado el sitio de honor en la casa del abuelo y ahora lo hacía en nuestra casa. Anonadado miré la Imagen, la misma que todos los días observaba con respeto y enorme admiración. En ella mi adorado abuelo Marnik lucía su esplendorosa juventud enfundado en el uniforme blanco de las tropas de la Confederación Galáctica. A su lado, rodeando sus hombros suavemente, estaba el mítico guerrero de la Confederación Galáctica, Rom Hazler, el mejor estratega militar de la historia, reverenciado por todos los hombres que pelearon bajo su mando y quienes relataban increíbles historias sobre su desempeño en las guerras. Mi abuelo pasó todos los días de su vida hablando maravillas de él, narrando lo extraordinario que había sido pelear a su lado en la batalla del planeta Arkedón, donde se decidió el destino de todas las galaxias y Hazler salvó a la humanidad de su aniquilación.
Me froté los ojos, que tenía abiertos como platos, y miré alternadamente al visitante y a la Imagen. Si, eran la misma persona: Rom Hazler, Río Hazler, Gran líder, Faro Luminoso de la Batalla [cómo le dicen en el Sistema Aerok], Arma justiciera [como lo llaman en el Sistema Otag], el ComandanteGeneral, Soldado de la Confederación, Caudillo, Guerrero Intergaláctico, estaba sentado en la sala de mi casa. Pero lo increíble es que se veía exactamente igual, sin ningún cambio, y eso no era posible porque mi abuelo había muerto muy anciano y el hombre sentado frente a mí tenía la misma edad que cuando la Imagen fue captada hace más de setenta años.
¿Ya sacaste conclusiones? –dijo sonriente ante mi cara de angustia incrédula.
No pude abrir la boca para decir nada. Estaba muy emocionado. ¿No estaría soñando? ¿No tendría una pesadilla fruto de la cena o de los frutos extraños que trajo mi madre?
— Vamos Kutzor, no le des vueltas al asunto. Vine a verte porque mi tiempo de partir ha llegado y es necesario que la historia sea contada. ¿Y quién mejor que tú para hacerlo?
La ironía iba más allá de mi sentido de toda realidad. Que una leyenda toque a la puerta de tu casa es una cosa, pero que además te diga que te ha escogido para narrar una historia, es algo que te hace caer en lo absurdo, porque en ese entonces sólo tenía 14 años… era un simple adolescente perdido entre los vericuetos de la vida.
Tu abuelo me sirvió con total entrega y sé que tú también lo harás. Toma –me dijo dándome un brazalete de fino metal— Es Lazú, mi ordenador límbico, es mi segunda memoria. Está programado para contestar todas tus dudas y recrear esa historia que tantas veces te habrá contado Marnik.
¿La batalla del planeta Arkedón? ¿La derrota del Imperio Latniuq?
Sí, así es… —se quedó pensativo unos segundos antes de levantarse, mirar su propia imagen, darme una palmadita en el hombro y alejarse con rapidez ante una puerta que se abrió sin necesidad de comando alguno.
Y ahí me quedé, con el brazalete en la mano y la tremenda encomienda de contar la historia de una victoria que nadie jamás había entendido, porque todos los pronósticos estaban en contra de los humanos que se enfrentaban a una extraña civilización que habitaba varias decenas de sistemas planetarios y de la cual no se poseía mayor información, sólo que eran terriblemente malignos y perversos...


jueves, 7 de abril de 2016

SENTIDO ADIÓS:

DOÑA MIREYA

Por Ernesto de la Fuente

Cuando una persona se va de la vida deja un vacío que es muy difícil de llenar. No obstante, aunque la muerte se lleva la presencia física de una persona, no puede destruir los recuerdos, los afectos que se desarrollan en los corazones de quienes la trataron.
Los obituarios describen en breves pinceladas la obra de quienes parten de esta vida, pero ¿quién relata las emociones esparcidas que nos quedan y que son las que duelen más ante la ausencia? Es por eso que, ante la desaparición física de nuestra querida amiga y maestra de bibliotecarios Doña Mireya Priego López de Arjona, hemos recopilado el sentimiento de quienes tuvimos la dicha de convivir con ella en la Biblioteca Central Universitaria. Sea este un sentido homenaje de agradecimiento, y de solidaridad y afecto para con su familia:
— Mi corazón está detenido para no darme el lujo de sentir. Es pérdida para mí y descanso merecido para ella. Rosario Poot Sosa.
— Mujer valiosa e inteligente, capaz de reír, tener fe, esperanza, y en todo momento dar amor incondicional. Mujer sin igual que vivirá por siempre en los corazones de todos los que la amamos. Leydi Vázquez Borges.
— Mujer responsable y seria, de sonrisa y trato agradable. Puntual y cumplida en su trabajo, el cual desempeñó con el gusto de quien disfruta lo que hace. Maestra de bibliotecarios, quienes aprendimos a quererla y apreciarla. Juan Granados Navarrete.
— Persona excepcional, con grandes cualidades: elegante, inteligente, tenaz, generosa con sus bienes, dones y conocimientos. Amaba la biblioteconomía y disfrutaba la buena lectura. Mujer que se adelantó a su tiempo y destacó en un campo dominado por los hombres. Vivió una vida plena con mucho dolor y mucho gozo. Dios la templó en el crisol de la adversidad para forjar a ese ser maravilloso, sabio, humilde y deseoso de nuevo conocimientos que fue Doña Mire. Genny González Rivero.
— Como los buenos libros, siempre estaba dispuesta a aclarar una duda, a darte una explicación más profunda, otras referencias para que investigues más. Nos enseñó el orden en el trabajo, la constancia y la paciencia en todo lo que realizamos, a trabajar con los elementos con que contamos y a no esperar más. Nos enseñó a amar nuestro trabajo. Alguien digna de admiración, mujer valiente, dedicada a su familia y a las bibliotecas. Siempre la recordaré con cariño y admiración. Silvia López Cortés.
— Siempre la recordaré ahí sentada, con su sonrisa, paciencia y cariño que irradiaba. Nunca la vi enojada y sabios consejos daba, ya sea para una receta de cocina, asunto de amor o cosas de la vida o el trabajo. Fue un honor poder compartir tiempo con ella. Gabriela Ruz Hernández.
— Recuerdo su puntualidad, el disfrute de su trabajo con una sonrisa, el convertir la oficina en un hogar en el que nos encantaba vivir, su amor por las artes, las letras y la música. Nos enseñó a amar el conocimiento y a ponerlo en práctica, a no perder el tiempo y a aprovechar los breves lapsos para cultivarnos como personas. Tenía el don de la organización y de optimizar su tiempo: entre el quehacer de la casa, espacio para la lectura, y la oficina… se daba tiempo para alegrarnos con algún delicioso postre que ella misma preparaba.  Las Catedrales se construyen levantándolas piedra a piedra; los portentos mayores son los que se hacen con los actos pequeños de una vida diaria y ejemplar como la de Doña Mireyita. Rafael Pérez Herrera.
— Una de las virtudes más sencillas y útiles que me enseñó, fue que no es bueno quedarse con la duda. Ella siempre tenía la sana costumbre de ir matando la ignorancia que se le presentaba a lo largo de su jornada de trabajo. Como si se tratara de pequeñas arañas que tejieran sus telarañas en los rincones del conocimiento, doña Mireya acababa con las dudas esgrimiendo el diccionario. Jamás, justo es decirlo, se quedó sin investigar el significado de alguna palabra que le fuera desconocida. Gracias por el ejemplo cotidiano, por ese gran amor que siempre tuvo a la lectura y a los libros..
Mérida, Yucatán, a 16 de marzo de 2016. ERH. eduardoruzhernandez@gmail.com


viernes, 15 de enero de 2016

REGALO DE REYES 2016

 LA ROSCA DE REYES TRAE DOBLE PREMIO A LOS AFORTUNADOS
Para los Narradores Creativos con todo afecto

Por Ernesto de la Fuente

En la vida hay decisiones cruciales que se tienen que tomar, pero algunas de ellas se realizan de la manera más inverosímil posible. La decisión más fácil es aquella que no se toma, y la más difícil es aquella en la que el azar es quien la determina. Extraña historia es esta en que la decisión se hizo de la manera más sorprendente posible. 
Era un hermoso grupo de aspirantes a escritores que se reunían cada quince días para compartir ideas, sueños y, sobre todo, su profundo amor por las letras y por los libros. Leían historias, creadas por ellos mismos o escritas por monstruos de la pluma, que los dejaban embelesados y llenos de emociones encontradas. Eran felices, se sentían hermanos de tinta y letras, y vivían sus fantasías saboreando sus gustos.
Uno de sus mayores sueños era viajar a Europa y disfrutar la dicha de recorrerla. Cada año trazaban un itinerario para conocer el viejo continente y no faltaba reunión en que no armaran nuevos pedazos de rutas turísticas y/o literarias que podrían conocer. Habían efectuado la solemne promesa de tomar un café en alguno de los míticos lugares parisinos donde los intelectuales, pintores y escritores de antaño, degustaron el aromático brebaje al calor de intrincadas conversaciones con otros colegas. Aunque no se ponían de acuerdo si debían ir a “Les Deux Magots”, al “Café de Flore” o a “Le Select”. Algunos eran más prácticos e indicaban que lo importante era estar en París y, una vez ahí, caminar por sus calles y entrar al primer café que se encontraran por el camino.
Donde el espíritu nos lleve — decían entre risas.
Llevaban tres largos años soñando, pero también buscaban materializarlo reuniendo dinero con la venta de sus obras escritas entre familiares y amigos, las cuales eran compradas más por benevolencia que por un verdadero interés en su contenido.
En el mes de diciembre, comenzando el cuarto año de reuniones, el tesorero hizo una insólita propuesta: Lo recaudado no era tanto, pero no era tan poco, daba para que holgadamente uno de los integrantes viajara a Europa. Pero sólo uno. Se miraron unos a otros tratando de esclarecer cómo podría hacerse aquello que iría contra el espíritu de la fraternidad e igualdad reinante.
El más viejo de todos, un hombre de semblante sereno y profundo amor por la lectura, tuvo la idea. En el cercano enero, para el Día de Reyes, se compraría una rosca y se pondría en ella un solo muñequito, cual debiera ser porque uno sólo fue el niño que nació hace siglos en Belén. El que sacara el niño sería el encargado de realizar el viaje con la formidable encomienda de relatarlo pormenorizadamente para que todos, en su lectura, pudieran vivenciarlo.
La idea era buena: se dejaría al azar la difícil decisión de elegir al afortunado. Todos estuvieron de acuerdo y se retiraron, entre ansiosos y jubilosos, a esperar la próxima fecha.
Enero llegó con su solemne dicha. La Navidad y el año nuevo habían pasado muy rápidamente para todos los integrantes, que esperaban con enormes esperanzas la llegada del Día de Reyes para obtener su posible regalo. Fueron llegando uno a uno, nadie faltó, y contemplaron embelesados la enorme Rosca de Reyes que se había comprado. Tres de ellos se habían encargado de adquirirla con la especificación de contener un solo muñeco. Los saludos fueron breves y las lecturas incómodas. Era más que obvio que todos estaban esperado el momento para cortar el pan y encontrar “su” premio. La reunión, que siempre solía ser gozosa, se volvió tediosa y sofocante. Las voces se escuchaban apagadas y nadie podía quitarle los ojos de encima a la rosca. Finalmente, se decidió dejar de lado las lecturas, insípidas y fatigosas, y pasar directamente al corte de rosca.
¿Quién comenzaría? Todos dudaban. Nadie quería ser el primero. Se decidió que se comenzaría por edades, por lo que el más experimentado cortaría de último. Se midió meticulosamente la rosca, asentada sobre una caja de cartón, y se marcaron los cortes exactos en el cartón, igualitariamente, como todo lo que ellos hacían, para que no sobrara ningún pedazo. Luego, uno a uno, con mano temblorosa, los nueve integrantes fueron cortando el sabroso pan. Nadie presionó a que se rompiera para ver si ocultaba el buscado niño y, simpáticamente, nadie lo encontró al cortar. Como si todos se hubieran puesto de acuerdo, no comieron su pedazo sino hasta que el último miembro realizó el corte postrero. Luego, en profundo silencio, dieron un sorbo a sus cafés y procedieron a morder con mucho cuidado el pan.
El caso fue que casi todos fueron terminando de comer y a nadie le había salido el muñeco. No obstante, quedaban dos miembros que no acababan aún: la bella Musa, una inteligente y guapa muchacha que era el alma y entusiasmo del grupo, y el más longevo. No habían terminado por saborear cada bocado y comer lento: Una por gourmet y el otro por parsimonioso. Los otros siete integrantes comenzaron a desesperarse. Aunque era obvio que uno de ellos sería el afortunado, la incertidumbre los estaba consumiendo.
De pronto, la Musa entusiasta topó con algo duró en su pedazo de pan. Las caras de alivio por la sorpresa terminada llenaron el lugar. Ante los ojos de todos, la muchacha sacó un objeto trunco de su pan: Era la cabeza de un muñeco. En ese mismo instante el más veterano sacó algo de su pan y, como si fuera un rompecabezas, lo unió al pedazo que la Musa exhibía. Era el cuerpo sin cabeza del muñeco.
El asombro fue total. Había dos ganadores de un solo niño. Un tropel de murmullos invadió el lugar en tanto que los afortunados siguieron degustando su pan como si nada extraordinario hubiera acontecido.
Para julio, mediante una aportación voluntaria de todos los miembros, los dos ganadores viajaron a Europa. Llegaron a Barcelona y de ahí se fueron a París en tren. Al llegar a la Ciudad Luz les perdieron la pista. De hecho, nunca más volvieron a saber de ellos y el grupo lamentó profundamente su ausencia, no sólo por sus muy valiosas aportaciones, sino porque no pudieron leer jamás el morrocotudo relato de sus vivencias europeas.