Ojo enamorado

Ojo enamorado
En tu mirada

viernes, 22 de octubre de 2010

LOS MISTERIOS DE LA VOCACION

FUERA DE MÍ
Por Ernesto de la Fuente


1.- AFUERA.

No voy a negar que siempre se me hicieron detestables las personas ricas. Me enojaba su hipocresía al tratar a los que menos tienen, su fantochada de sentirse los dueños del mundo y de la vida, y sus aires de desdén al mirarnos a todos los pobres por debajo del hombro. Pero en esta vida, uno siempre acaba enfrentándose a sus odios y teniendo que convivir con ellos.

No me puedo quejar de mis padres, mal que mal llevaban con sencilla pobreza nuestro hogar. Había siempre algo que comer, aunque no fueran grandes manjares. Un plato de frijoles, unas tortillitas, un poco de masita frita envolviendo alguna verdura saludable, lo que hubiera, mi madre lo presentaba de la manera más deliciosa posible. Nunca me quejé de eso, tal vez porque mis padres compensaban su pobreza con su gran amor hacia nosotros.

Mi padre era el perfecto mil chambas, le hacía de todo, con mucha voluntad y gran honradez, creo que por eso nunca le faltaba trabajo pero creo que también por eso mismo no ganaba gran cosa. La gente rica, que era la que lo contrataba, era muy tacaña a la hora de pagarle, y le ninguneaban el salario aprovechándose de su falta de estudios. Mi madre hacía maravillas con las telas. Costuraba ropa a cuanta señora se acercaba a ella. Ella le costuraba a pobres como nosotros, y ellos no le regateaban el salario, sólo que a veces no tenían con que pagarle y ejercían el trueque. Así, tres vestidos podían valer una sabrosa gallinita o los pantalones para los chamacos se pagaban con arroz, aceite y velas.

No, no me podía quejar. Pero para los que nada tienen la felicidad dura muy poco. Un buen día atropellaron a mi padre y todos los magros recursos familiares se tuvieron que invertir en su posible curación. Mi madre empeñó su máquina de coser, su posesión más preciada, para después acabar vendiendo la boleta de empeño. Pero nada pudo evitar lo inevitable y mi padre murió como un bendito, arrullado en los brazos de mi afligida madre.

Entonces, ante tanta desgracia y necesidad, tuve que dejar de estudiar para encontrar trabajo. ¿Qué de otra quedaba? Siendo joven, encontré varias oportunidades, pero en todas había que invertir hartas horas de rudo trabajo para sacar unos mugrosos pesos. Con grandes sacrificios fui ayudando a mi madre hasta que entre las dos pudimos comprar una máquina de coser de medio uso. Cuando mi madre la tuvo en casa, nuevamente sonrío. Entonces ella me instó a terminar la secundaria en una escuela nocturna. Al principio no quería, pero ella me animó una y otra vez: “Elda, sigue estudiando” –me decía con insistencia- “Deseo que te abras paso en la vida

Así que, sin mucho entusiasmo, terminé mi secundaria con muy buenas notas. Porque, modestia aparte, siempre me han gustado mucho los estudios. Se me da con facilidad leer, entender las matemáticas y escribir cualquier tarea encomendada, aunque fuera en cartones viejos o pedazos de papel para envolver que encontraba en la basura. Mis compañeros, al ver la facilidad con que me desenvolvía, me solicitaban ayuda y eran bastante generosos para agradecerme. Claro, trabajaban al igual que yo y no les sobraba dinero, pero la generosidad de los que menos tienen es muy rica: galletas, frutas, lápices, y hasta uno que otro cuaderno, sin olvidar algo de tela o cualquier cosa que desearan compartir conmigo. Y creo que me lo daban porque nunca les pedía nada y sabían de mi gran necesidad.

Al concluir los estudios me topé con la encrucijada de no saber qué hacer. Entrar en la Preparatoria implicaba muchos gastos, los cuales no me podía dar el lujo de pagar. Además, en la zapatería donde trabajaba, la dueña me había agarrado “cariño” y me aumentó la responsabilidad junto con el sueldo. ¿Cómo podría rechazar esa oportunidad?

No obstante, mi madre dijo la última palabra: “Vas a seguir estudiando”. Nunca me gustó contrariarla, pero esa vez si me enojé mucho con ella. ¿De dónde diablos sacaríamos el dinero para vivir si dejaba de trabajar y me ponía a estudiar? Mi madre, viendo que me estaba alterando, me dijo: “Elda, si no confías en mi, confía al menos en Dios. Él proveerá”. E inició una novena al Señor San José, de quien se había hecho muy devota a la muerte de mi padre, por aquello de que aquel santo siempre proveyó el hogar de la Sagrada Familia.

¿Ustedes le hubieran hecho caso a su madre ante una situación así? Bueno, pues yo estaba a punto de mandarla a volar e irme de la casa para poder seguir trabajando. Pero no tomé en cuenta la enorme fe de mi madre ni la divina intercesión del padre adoptivo de Jesucristo. La noche en que había decidido tomar mis cosas e irme, llegaron unas nuevas clientas de mi madre. Eran tres monjas, vestían con gran sencillez un hábito café claro y unas simpáticas sandalias cafés oscuras. Las tres muy alegres y amables, interrogaron a mi madre sobre sus servicios. Resulta que, aunque ellas costuraban, tenían un evento muy importante y necesitaban se les hiciera un pequeño chalequito para acompañar sus hábitos. Llevaban la tela y se involucraron en una intensa plática con mi madre sobre medidas y modelos.

Estaba muy intrigada por esas monjas. Así que decidí echar un vistazo. Grave error mío, tan pronto me vio una de ellas, me hizo unas fiestas increíbles, casi como si hubiera descubierto una novedad. Las otras dos rápidamente me sacaron de mi escondite y me rodearon apabullándome con preguntas. No supe que contestar. Mi mamá contestó por mí. Fue entonces que se enteraron que había terminado mi secundaria y que no teníamos recursos para que siguiera estudiando la Preparatoria. Las tres mujeres se voltearon a ver, compartiendo miradas de complicidad, y luego le dijeron a mi madre: “No se preocupe. Si ella quiere seguir estudiando, nosotras veremos que tenga todo resulto”

Mi progenitora se quedó perpleja y yo helada. “Si” –dijo la monja más alta- “Ella puede seguir estudiando con nosotras”. “Por supuesto” –sentenció la más bajita y gordita- “No faltaba más” –remató la más sonriente- “Esta niña se viene con nosotras para seguir preparándose

La cabeza me dio vueltas y para mi asombro escuché a mi madre lanzar una alabanza al Señor San José y romper en palabras de agradecimiento. Yo me quedé paralizada. No supe que decir o hacer. Me sentí entrampada por Dios.

2.- ENTRANDO.

Recuerdo muy vagamente cómo llegué al colegio de las monjitas. Me sentía como en un sueño que no era mío. El lugar estaba lleno de edificios monumentales cercados por enormes y bellos árboles. Las monjitas vivían en una pequeña casita al fondo de aquel enorme terreno, la cual contrastaba por su austeridad con sus lujosos vecinos. Me asignaron un pequeño pero hermoso cuarto con una ventana sencillamente deliciosa que daba a un jardín de rosas. Me sentí en un pedazo de paraíso. El cuarto tenía una cama individual, un ropero, una mesa con su silla y un baño para mi solita. ¡Jamás había tenido un baño para mi sola!

La reverenda Madre Superiora, llamada Josefina de la Inmaculada, me expuso a grandes rasgos cual era el plan de vida de esa pequeña comunidad integrada por 14 religiosas. “Todos los días” -me explicó- “Verás una hoja pegada con el horario de actividades en el pequeño pizarrón que está a la entrada de la capilla.” Ahí aprendí que las religiosas tenían planeado siempre todos sus días para no desperdiciar el tiempo. Lo más importante para ellas era las visitas a la capilla, que implicaba la misa, el rosario, el rezo de la Liturgia de las Horas y la oración personal. Una frase de Santa Teresa, empotrada en una lápida de cerámica en el comedor comunitario, sintetizaba su vida en común: “Aquí todas han de ser amigas, todas se han de amar, todas se han de ayudar

Todo eso era nuevo para mí, ya que si bien había crecido en un ambiente de religiosidad gracias a mi dulce madre, nunca la había practicado con tanta constancia ni dándole tanta importancia. Pero la vida en comunidad con las monjitas era lo más hermoso de todo, el reverso de una medalla cuya odiosa realidad la experimenté a la semana de haber llegado cuando comenzó el ciclo escolar.

Las religiosas pertenecían a Compañía de Santa Teresa de Jesús y ese colegio había sido fundado para contribuir a la formación cristiana de la mujer. La idea era “formar a Cristo Jesús en los corazones y en la inteligencia, a través de la educación, de las futuras madres cristianas”. Todo eso sonaba muy bonito, pero en la práctica, al menos uncialmente para mí, era un simple colegio de señoritas ricas, con los mayores defectos de esa clase de personas y muy pocas virtudes.

Ese periodo inicial de mi vida en el colegio fue muy difícil. Convivir con esas jóvenes de familia adinerada era algo que me amargaba el hígado. No obstante, la vida con las religiosas me gustaba mucho. Ellas eran en verdad muy buenas y dulces conmigo. Me fueron enseñando muchas cosas prácticas que me ayudaban en la vida diaria, cosas tan sencillas como cocinar, bordar, cantar y, sobre todo, rezar. Gozaba mucho la pequeña capillita rodeada de divinos jardines. Ahí me sentí libre de todo y llena de amor.

Como comprenderán, casi no me llevaba con nadie. Era una especie de “apestada” que me delataba por el color moreno de mi piel y mi pobre uniforme, que eran ropas dejadas por antiguas alumnas como donación para la gente pobre. Claro, la gente pobre era yo. Pero de la animadversión y el desprecio, pasé pronto a la envidia y la admiración de mis compañeras cuando constataron que yo era el mejor promedio de toda la clase y que siempre estaba dispuesta a contestar las preguntas que efectuaban las maestras. Aunque no faltó un grupito de las más ricas que aumentaron su desprecio por mi persona, hubo también otras que comenzaron a buscarme para que les ayudara con las tareas y unas pocas que me ofrecieron su amistad sincera.

Fue ahí que descubrí a Carolina, una chica dulce y muy simpática que veía la vida a través de los poderosos espejos de riqueza con que su padre la había deslumbrado. Yo era la primera pobre que había conocido en su vida y se sentí entre admirada y divertida por ser mi amiga. Al principio desconfié de ella, pero poco a poco me fui dando cuenta de que era un alma inocente y noble que había sido secuestrada por el ambiente de opulencia de su familia.

Pase muchos ratos agradables con ella y su amistad rompió los diques de desdén con que otras compañeras me trataban. Yo era su protegida y nadie se metía conmigo para no contrariar a Carolina. No comprendí muy bien eso hasta que ella me invitó a comer a su casa. Al llegar, quedé profundamente impactada por la riqueza de su familia. Ella tenía a su disposición un coche último modelo con chofer y su cuarto era tan grande como la residencia completa de las religiosas. Sus padres casi nunca estaban en casa y me divertí mucho recorriendo y conociendo su enorme y lujoso hogar.

Mientras, la vida seguía corriendo y yo, enamorada del convento y con mi nueva amiga, ya no sentía ganas de ir a mi casa a ver a mi madre. La Madre Josefina se percató y me lo hizo ver. No debía descuidar a mi madre. Debo confesar que no le hice mucho caso. Varias veces en que salía para ir a mi casa, acababa yendo a pasar el fin de semana a casa de Carolina. Quien lo iba a decir, yo que despreciaba a las niñas ricas estaba disfrutando viviendo como ellas lo hacían.

Pero Dios sabe lo que hace. Ni por mis estudios ni por mi nueva amistad, deje de descuidar la recién descubierta vida espiritual que me ofrecía el convento. Gozaba haciendo mi oración en silencio en tanto la brisa entraba por las ventanas y me llenaba los pulmones del aroma de los árboles y de las flores. Cerraba los ojos y me abandonaba a esa sensación de amorosa entrega. Para mi cumpleaños, las monjitas me regalaron un muy hermoso cuadro en que se representaba el pasaje de las escrituras en que Jesús le pedía agua de beber a una samaritana. “Era uno de los cuadros favoritos de Santa Teresa”-me explicó la siempre sonriente madre María Jesús- “Ante esta imagen solía repetir: Señor, dame de beber para que no vuelva a tener sed”.

Andábamos a medio año de estudios cuando algo grave trastornó mi nueva vida. Carolina faltó un día a clases y, cuando regresó al día siguiente, estaba completamente trastornada. Su padre había sido detenido por la Policía Federal acusado de delitos muy graves. Su madre no sabía qué hacer. En pocas semanas la situación en casa de Carolina fue deteriorándose catastróficamente. La mamá tuvo que ir vendiendo las cosas que estaban a su nombre, ya que todo el dinero de las cuentas de banco había sido congelado por un juez federal. Pronto de quedó sin las cosas que tanto disfrutaba. El colmo fue cuando su mamá habló con las monjitas para saber si la podían recibir en el convento mientras intentaba arreglar la situación. Las madres dudaban en aceptar, más por motivos de índole jurídico que económico. Toda la atención de la prensa estaba sobre el padre de Carolina y lo que menos deseaban era meter escándalo en el convento.

Ofrecí compartir mi cuarto con ella y las religiosas deliberaron que la caridad cristiana estaba antes que nada, y accedieron. La pobre Carolina llegó con una pequeña maleta y con mil lágrimas en el rostro. Su mundo se había derrumbado en unos días. Pero la desgracia no paró ahí. Su madre fue misteriosamente asesinada. La prensa especuló que como advertencia para que su padre no hablara de más. Carolina estaba horrorizada. Una tía vino por ella a los pocos días. Todavía recuerdo el abrazo que me dio cuando nos despedimos. Cuando se fue, sentí que me arrancaban un pedazo de mi corazón. Esa fue la última vez que la vi, ya que no regresó a la escuela nunca más.

Fui a la capilla a llorar la desgracia de mi amiga. Una de las religiosas había dejado un separador asentado en la banca. Lo recogí para poder sentarme y no pude evitar leer la frase que decía: "No quiero que converses con los hombres sino con los ángeles".  Me quedé helada. Sentí como si Dios me hubiera dejado esa nota especialmente a mí como respuesta a mis reproches por los problemas de Carolina. Me quedé en silencio contemplando el Sagrario que, con su pequeña luz roja, parecía hacerme guiños de amor.

3.- DENTRO DE MÍ.

Aquellos meses fueron de intensa vida espiritual. La ausencia de amistades cercanas que ofuscaran mis sentidos humanos, abrieron una puerta en mi corazón y mi espíritu comenzó a buscar a Dios como el ciervo busca el agua en el bosque. Sentía que lo necesitaba, que era algo que iba más allá de mí y que me llevaba a alturas insospechadas del ser. En todo ese tiempo, no dejaba de leer los escritos de Santa Teresa ni de escudriñar en su vida, llena de anécdotas sencillas pero profundas. Y es que Santa Teresa era una mujer excepcional, bondadosa, de corazón tierno y noble y con una imaginación llena de ingenio. Pero, lo que más me atraía de ella, era su extraordinaria madurez de juicio su profunda intuición para ver la realidad de las situaciones que le rodeaban y de la gente con que trataba.

Sumergida en la búsqueda de la espiritualidad, asistía a clases como una rutina más de mi vida. Hacía semanas que no tenía noticias de Carolina, cuando un día, a principios del abril, llegó como vendaval la noticia de la muerte de mi querida amiga. El golpe fue demoledor para mi corazón, máxime que las religiosas quisieron en todo momento ocultarme la mala nueva. Carolina había muerto. Pero el hecho en sí no era tan grave como la forma en que había muerto: se había suicidado.

Eso fue para mí algo horrible. Pensar que aquella tierna niña había tirado su vida a la basura y había condenado su alma para toda la eternidad fue algo en verdad terrorífico para mí. Quedé bañada en llanto y no había poder humano que me consolara. Fui a la capilla a buscar algún consuelo divino pero sólo encontré un pavoroso silencio. Dios parecía haber enmudecido ante mi dolor. La frase de Santa Teresa, reproducida en letras de metal en la pared de la capilla, me llegaba al corazón como fecha envenenada: "Y tan alta vida espero que muero porque no muero". Carolina estaba muerta y, lo peor, su alma también lo estaba, perdida en los recovecos del averno.

Fueron meses infaustos para mí en que todo lo veía negro. Sentía que Dios, no sólo me había olvidado, si no que se burlaba de mi vida, de mi persona, de mis pobres sueños. Mi carácter se volvió reservado, oscuro, poco amigable. La madre Ana María, la risueña cocinera a la que siempre me ponían a ayudar, me sentenció un día en que me observó hacer malas caras a la perspectiva de pelar papas y lavar ollas. Me dijo con severa objetividad: “Si haces cruces de nada, vivirás crucificada” –y añadió sonriente- “Al menos eso decía Santa Teresa y mira que lo decía bien”. Su alegría me hacía obligatorio sonreír, ya que no era posible evitar su risa contagiosa y su espíritu dicharachero.

Cada vez que me veía triste, invariablemente me relataba la siguiente anécdota, que de tanto oírla llegué a dudar que fuera cierta: Un día, en tanto Santa Teresa limpiaba la capilla, se cayó y se fracturó el brazo. La Santa, en su dolor, miró al Sagrario y le preguntó al Divino Prisionero Eucarístico: “¿Por qué te portas así conmigo?” En su corazón escuchó una respuesta: "Teresa, así trato a mis amigos". La Santa le impugnó: “Por eso tienes tan pocos...” La madre Ana María lo contaba con tanta gracia, que no puedo negar que era imposible no escucharla una y otra vez, ya que la entonación que le daba a las palabras y la forma en que entornaba sus ojos, hacían que la experiencia fuera incomparable. Siempre terminaba la anécdota diciendo: “Date de buenas que somos amigas de Jesús, porque si fuéramos sus enemigas…” Y estallaba en sonoras carcajadas que le hacían saber a las demás religiosas que había contado nuevamente su anécdota favorita. Como Santa Teresa, la madre Ana María hacía del humor una postura ante la vida.

La vida sigue, y en mi caso la situación no era diferente. Casi sin darme cuenta, concluí mis estudios. Las perspectivas que se me abrían no eran muy atrayentes: regresar con mi madre a retomar mi vida laboral o intentar seguir una carrera, cosa por demás imposible dada nuestras necesidades económicas.  No obstante, había una tercera alternativa: seguir mi vida en el convento convirtiéndome en novicia y preparándome estudiando como maestra para luego hacer mis votos perpetuos de religiosa y seguir mi vida en esa hermosa comunidad religiosa.

Por supuesto que esa perspectiva emocionaba mucho a mi madre, aunque le dejaba una cierta tristeza el hecho de ya no tener la dicha de ser abuela. ¿Y yo? Pues no sabía que decisión tomar. Aunque me atraía poderosamente el convento y la vida religiosa, tenía cierto resquemor por todo lo que en el colegio había vivido entre esa numerosas señoritas de “buena familia” y amplias posibilidades económicas. Mi opción por la vida religiosa iba a implicar tener que lidiar el resto de mi vida con “niñas ricas”, algo que me repelía desde el fondo de mi alma. Pero, la sombra de mi amiga Carolina me hacía dudar… ¿pude haber hecho algo por ella? Y, ahora que estaba muerta en las dramáticas circunstancias, ¿servía de algo rezar por ella? ¿Estaría su alma perdida en los infiernos?

4.- FUERA DE MÍ.

La última noche que pasé en la comunidad antes de regresar a casa, dado que no había tomado ninguna decisión sobre mi permanencia en el convento, decidí quedarme a rezar toda la noche en la capilla delante del Santísimo Sacramento. Deseaba con todo mi corazón que Dios me hablara, que me dijera claramente cuál era su voluntad para mi vida. Así que, cuando todas las religiosas se acostaron a dormir, salí de mi habitación y me dirigí a la capilla. El silencio de la noche era en verdad impresionante. Parecía que los grillos y otros insectos nocturnos, se habían callado por alguna extraña razón.

El desasosiego en mi alma era grande. Tantos sentimientos encontrados, tantas dudas y, sobre todo, tantos temores me carcomían el corazón. Me arrodillé y comencé a rezar el rosario tratando de poner mi mente en blanco. Mis labios repetían sin cesar el “Dios te salve María…” en tanto los dedos de mis manos pasaban lentamente las cuentas. No se en que momento cerré los ojos y dormité por unos momentos. Cuando abrí los ojos asustada por mi descuido, me encontré arrodillada junto a un árbol dentro de un hermoso jardín a través del cual corría un riachuelo.

Parpadee varias veces pensando que estaba soñando, pero todo era muy real, desde la luz de la luna que me bañaba con su pálida luz, hasta los la suave brisa que me acariciaba el rostro y mecía dulcemente las ramas de los árboles. ¿Qué estaba pasando? Me repetí una y otra vez que era sólo un sueño, pero mis percepciones del mundo que me rodeaban eran tan reales, que no podía dejar de pellizcarme una y otra vez para confirmar que era cierto lo que me rodeaba. Recuerdo que me dije: “Debo estar soñando que me pellizco, esto no puede ser real”. Lentamente me incorporé y miré, entre asustada y sorprendida, en entorno tan bello. El ruido del agua corriendo por el riachuelo era tranquilizador y la noche lucía esplendorosa con la luna, como director de orquesta, dirigiendo las estrellas y la brisa.

Recuerdo que comencé a caminar sin rumbo fijo disfrutando la naturaleza. Llenaba de aire mis pulmones y sonreía. “Que sueño más bello es este”, me repetía una y otra vez. De pronto, escuché un susurro extraño que desentonaba con el bello ambiente que me rodeaba. Era como el ruido de unos cencerros que se dirigían hacia mí. A lo lejos, divise una sombra que se movía con dificultad. Algo dentro de mí me incitaba a acercarme a ella pese a que me da un enorme pavor. No sé cuánto tiempo tardamos en encontrarnos, pero recuerdo que no fue nada grato. Era un bulto envuelto en sábanas que apestaba horrorosamente. Cada vez que se movía, el sonido de cencerros se acrecentaba. Cuanto estuve muy cerca, se detuvo y con una voz desgarradora me suplicó que no me acercara más.

Por mi mente pasó el recuerdo de los leprosos en tiempos de Nuestro Señor Jesucristo. El “bulto” pareció leer mi mente y me dijo: “Si, soy como una leprosa, cubierta de podredumbres y llena de terribles yagas que me consumen”. Su lastimera voz se me hizo conocida. “¿Quién eres?”, me atreví a preguntar. Denotando un enorme sufrimiento me dijo: “Soy aquella por quien rezas todos los días…”. No puedo relatar el impacto que esas palabras produjeron en mi corazón. Fue como si un mazo lo hubiera golpeado. Mis ojos se llenaron de lágrimas. Ella prosiguió: “Dios me ha dado permiso para verte y decirte que tus oraciones producen un enorme alivio en mi lastimoso estado…”. Las lágrimas seguían corriendo por mis mejillas sin control. Tuve que taparme la boca para no gritar de dolor.

Dios quiere que sepas que mi alma no se perdió. Cuando estaba en agonía, después de la equivocada decisión que tomé de quitarme la vida, Dios escuchó tus oraciones y me ha permitido quedarme en el nivel más bajo del purgatorio. Estoy muy cerca del infierno, pero no adentro. Sufro terriblemente pero tengo el enorme consuelo de que algún día me purificaré y lo podré ver”. Para ese entonces lloraba desconsoladamente sin poder contenerme. El espíritu de Carolina concluyó la conversación diciéndome: “Una de las pocas cosas buenas que hice en mi vida fue ser tu amiga. Gracias a ello no me perderé en el infierno” Y añadió antes de marcharse: “Gracias Elda por no dejar nunca de ser mi amiga…” Los cencerros sonaron estrepitosamente y el bulto pútrido se fue alejando hasta perderse en el horizonte. Yo caí de rodillas en medio de una crisis de llanto y perdí el conocimiento.

Cuando desperté la hermana Ana María me ponía paños fríos en la frente. Estaba acostada y temblaba por la calentura. Luego me contó que me habían encontrada en la capilla inconsciente y ardiendo de fiebre. Ella se había pasado toda la noche cuidándome. No obstante, como la fiebre no cedía, estaban pensando llevarme a una clínica. Le suplique que no lo hicieran, que lo único que necesitaba era un sacerdote. La reverenda Madre Superiora, Josefina de la Inmaculada, accedió pues vio mi desasosiego. Cuando llegó el Padre Jorge, supliqué nos dejaran solos para poder confesarme. El sacerdote escuchó mi relato de la visión que había tenido y me dio como penitencia que siguiera rezando por el alma de Carolina. Tan pronto me dio la absolución, la fiebre desapareció y me pude levantar de la cama como si nada hubiera pasado. Las hermanas estaban más que sorprendidas, máxime cuando le externé a la Madre Josefina que deseaba quedarme en la congregación. Fue un momento muy especial cuando ella me miró y me interrogó con su dulce mirada. Yo había tomado una decisión y nunca más la cambiaría.

Los años pasaron pero nunca olvidé el verdadero sentido de mi vida. Como Santa Teresa, fui repitiendo cada día: "La única razón que encuentro para vivir, es sufrir y eso es lo único que pido para mí". Y lo he hecho con amor, ofreciéndoselo todo a mi esposo Jesús por el bien de las almas. Y créanme que he constatado que así es, ya que hace unos días soñé a Carolina caminando radiante por un bello jardín en tanto me sonreía llena de luz y alegría.

Concluyo este relato que he escrito, por órdenes de mi Superiora, para que en algo sirva de enseñanza a las queridas hermanas que forman esta hermosa Congregación de la Compañía de Santa Teresa de Jesús, y para que nunca olviden que, como bien dijo nuestra inspirada santa: "Guardaos de oponeros al Espíritu Santo". No hay mayor felicidad que hacer la voluntad de Dios. Madre Elda.

jueves, 14 de octubre de 2010

DEL MEJOR SEGURO

LIBRANOS SEÑOR

Por Ernesto de la Fuente

Crecer en una pequeña ciudad tiene sus grandes ventajas, porque sin ser tantos disfrutamos de buenos servicios. Buen, al menos es lo que me decía mi mamá cuando era niño y le ponderaba la enorme variedad de espacios de entretenimiento que había en la capital del país y que en la nuestra no existían, como cines, parques de diversiones, tiendas de juguetes, etc.
-“Esa ciudad es un lugar peligroso” –me repetía con insistencia mi progenitora- “Ahí le roban a la gente y existen peligrosas bandas de robachicos”.

No obstante sus palabras, cuando un grupo de señoras mayores rentó un autobús para hacer un viaje turístico a la capital, mi madre fue de las primeras en anotarse. Sobra decir que yo fui el que me puse renuente a acompañarla. Machacarme tanta maldad, me hacía sentir que íbamos a ir  a la boca del lobo, no a un viaje de diversión.

No hubo poder humano que hiciera a mi madre desistir de su propósito de ir de compras a la capital. De hecho, en ese mar de señoras maduras, yo era el único niño. Pero bueno, luego resultó que todas las señoras me repitieron hasta el cansancio que debería estar muy agradecido con mi madre porque me llevaba. Si, cómo no. Primero me metió el miedo y luego me llevaba para constatarlo.

Ya dentro del autobús, no me quedó de otra que distraer mis infantiles curiosidades observando a las señoras que, con sus vestidos floreados y enormes sombreros, se sentían dichosas de dejar las rutinas desgastantes de amas de casa y lanzarse a la aventura. Fue ahí cuando aprendí que no hay nada que disfrute más una mujer mayor que ir de compras. Bueno, hasta las no tan mayores, ya que entre las asistentes destacaba una señora más joven que vieja, que me recordaba a un conejo asustado entre una jauría de perros. Tímida, apocada, parecía estar fuera de tono entre tanta algarabía. Muy pronto supe su nombre: Amalia, pero por esa simpática costumbre de usar diminutivos cariñosos, todas la conocían como Amalita.

Rápidamente me identifiqué con ella y creo que le desperté cierta simpatía porque me permitía estar cerca de ella jugando mis avioncitos de plástico, mi máximo tesoro infantil. Esa noche, cuando llegamos al cuarto el hotel donde nos hospedamos, mi mamá me contó que la tal Amalita era viuda “gracias a Dios”. Como no entendí como estaba eso de que se le agradeciera a Dios por la muerte de un esposo, mi madre estalló en carcajadas y me explicó que el “difunto”  marido de Amalita la trataba muy mal y que por eso había sido una bendición para ella quedar viuda. Sus vecinas la apreciaban por haber escuchado su calvario, y por eso la habían invitado para que saliera un poco y se distrajera.

A la mañana siguiente, muy temprano, fuimos a desayunar a un mercado y de ahí partimos en “manada” a recorrer las tiendas de un muy famoso tianguis de ropa. La alegría de las señoras era enorme y andaban juntas los negocios regateando y conversando entre ellas. Yo no me soltaba de las faldas de mi madre y la acompañaba como celoso cancerbero. Bueno, no era por protegerla, sino porque me moría de miedo de las tenebrosas bandas de robachicos de las que tanto me había hablado.

Como varias de las señoras eran bastante mayores, Amalita había tomado la encomienda de meter sus bolsos en una enorme bolsa que cargaba con alegre empeño. Su juventud era aprovechada por sus compañeras y ella se sentía útil de poder ayudarlas. No era para menos, luego de años de sufrimientos debía sentirse como en el cielo.

A media mañana, cuando atravesábamos el centro del tianguis, escuché un grito de alarma, un hombre pasó corriendo y le arrebató el valioso bolso a Amalita. El temor se apoderó de todas aquellas buenas señoras y más de mí, que comprobé que lo que mi madre siempre me había dicho era totalmente cierto. Lo que nadie se esperaba, es que Amalita saliera corriendo como un bólido detrás del ladrón. Todo el rebaño de señoras fue detrás preocupadísimas por la pobre viuda. Lo que sucedió a continuación es algo que jamás he podido olvidar.

Amalita alcanzó al ladrón en su carrera, ya que éste aminoró el paso muy confiado en que las viejitas no lo podrían seguir, y se armó un espectáculo increíble. Aquella no tan joven viuda, tímida y retraída, se transformó en una fiera y le cayó a golpes, patadas, bofetadas y codazos al sorprendido ladrón. Fue tanta su furia, que el ladrón no pudo meter ni las manos para defenderse. Quedó hecho una piltrafa en el suelo y Amalita lo hubiera seguido vapuleando a no ser porque llegaron sus buenas vecinas y la calmaron.

La policía llegó a los pocos minutos y todas las señoras, como una sola, fueron a la Delegación a poner su demanda contra el malogrado ladrón, al cual se llevaron los policías prácticamente arrastrando. Mi mente de niño se hallaba más que asombrada por lo que había presenciado. Que superhéroes ni que ocho cuartos, Amalita se convirtió en la heroína de mi niñez, la mujer increíble que derrotaba a los malandrines. Al día siguiente, cuando las señoras regresaron al tianguis a terminar sus compras, se llevaron la sorpresa de que todos los vendedores les hicieron excelentes descuentos agradecidos porque los habían librado de aquel peligroso ladrón. No faltó quien le regalara algún producto a la "salvadora" quien, toda apenada, lo aceptaba ante la insistencia de sus orgullosas vecinas.

Cuando regresamos a nuestra pequeña ciudad, las señoras pagaron una misa en agradecimiento a Dios por todas las cosas buenas que habían vivido juntas. La misa concluyó con un Rosario y, cuando hacían las letanías, en un momento en que la rezadora enmudeció, una voz susurro con dulce convicción:
-De la cólera de Amalita
Y el murmullo general contestó:
-Líbranos Señor

Desde aquel momento aquella otrora desdichado viuda acabo siendo la acompañante más popular en cuanta excursión se realizase a cualquier destino. Amigas nunca le faltaron, sin embargo ella nunca dejó de ser dulce, tímida y retraída. Y aunque me fui a vivir a la gran ciudad y me convertí en un hombre importante, cuando mi anciana madre me llamó por teléfono para decirme que Amalita había muerto, cancelé todas mis reuniones impostergables y asistí a su entierro acompañando a mi madre y a cientos de personas que la querían, la apreciaban y, sobre todo, la respetaban. Porque… de la cólera de los pacíficos, líbranos Señor.

viernes, 8 de octubre de 2010

DE LOS DELIRIOS DE LA TRANSVERBERACIÓN




Vivo sin vivir en mí
Y tan alta vida espero
Que muero porque no muero.
                     
                      Santa Teresa de Ávila

miércoles, 6 de octubre de 2010

DE LA INGRATITUD DEL SER

CABEZA DE COCOYOL (*)

Por Ernesto de la Fuente

Ignacio no tenía remedio. Eso decía toda la gente que lo conocía y la que tenía el ingrato honor de topárselo. Hombre pródigo en obsesiones, hacía desagradable cualquier trato que se pudiera tener con él, desde saludarlo hasta trabajar en su compañía. No obstante, algunas mujeres, llenas de atormentados sentimientos, lo habían buscado y soportado pensando que podrían redimirlo de sus esquizofrénicos y tempestuosos males emocionales. Porque, hay que decirlo, todos sus problemas eran productos de las emociones enfermizas que desarrolló en su infancia, entre un padre que siempre lo rechazó e hizo sentir un tonto de capirote y una madre de lo detestaba por parecerse tanto a su odioso padre.

No obstante tanto entuerto, Ignacio gozamos del amor incondicional de su abuela Rosa. La única mujer que lo trataba con infinito amor, le toleraba sus excentricidades y le consecuentaba sus groserías y locuras. Pero no crean que por ello Ignacio la trataba mejor. No, para nada, parecía disfrutar hacerle la vida de cuadritos, como si la vieja mujer tuviera que pagar un oneroso impuesto por amarlo. Le había hecho de todo, desde abandonarle en una lejana plaza comercial enojado por alguna palabra que ella dijo sin ninguna mala intención, hasta esconderle las llaves de su casa dentro de una olla perdida en los recónditos anaqueles de la alacena.

Hombre tan odioso, se había ganado una muy mala fama que solía precederlo, además de tener una legión de personas que no querían verlo “ni en pintura”. Pero eso a él no le importaba. Vivía como si todo el mundo estuviera equivocado y él fuera el único que tuviera la razón. A cada problema, su retorcida mente encontraba explicaciones inverosímiles para justificar sus incorrectos actos. Vivía, pues, con toda la humanidad en contra. Por supuesto, era sumamente infeliz. Andaba con todos sus sentidos alertas previniendo cualquier “agresión” que pudiera recibir, sin percatarse nunca que el agresor era precisamente él.

Ni psicólogos ni psiquiatras eran de su agrado. Los consideraba mercenarios de la mentira vendidos a los intereses de sus enemigos y ex mujeres. Y es que, por su extraño comportamiento, había enfrentado varias demandas y juicios. Con todo, nada de eso lo amedrentaba. Enfrentaba los cargos con perversidad gozosa, ya que nada le alegraba más que pelear y discutir con el prójimo para imponer sus tajantes puntos de vista.

Lo peor del caso es que él creía firmemente en lo que decía. Tenía la certeza de que su visión del mundo era la correcta y nada ni nadie, ni siquiera su pobre abuela que lo adoraba, le podían hacer cambiar de opinión cuando dictaba un “dogma de realidad”. Decía: “Esto  es verde”, y aunque fuera más negro que el carbón y se le presentaran pruebas irrefutables, seguía insistiendo en que su percepción era la única válida, real, justa y cierta. Según su juicio, la veían negra porque “alguien” había echado algún gas que distorsionaba el color. Y así hacía con cada cosa que se presentaba en su vida.

Su abuela, cada día más cansada y vieja, vio que la vida se le iba y comprendió que, cuando muriera, Ignacio quedaría abandonado a su suerte en medio de su opresiva locura. No sabía qué hacer. Como no había médico que la pudiera ayudar, acudió a la ayuda divina apelando a diversos sacerdotes que ni con toda su buena voluntad pudieron auxiliarla. “Es inútil doña Rosa” –le dijo el último que lo intentó- “No se puede ayudar a quien cree firmemente que no necesita ayuda”. Y la buena mujer se quedó sola con una profunda angustia en su maltrecho corazón.

Derrotada, doña Rosa acudió a una iglesia a implorar un milagro. Lloró hasta que se le secaron las lágrimas y suplicó al dador de la vida le abriera los ojos a su nieto. Fue entonces que se percató de un empolvado cuadro colocado en un rincón de la vetusta iglesia. Era la imagen de un Jesús en posición de dar su bendición con su mano derecha, en tanto que con la izquierda se tocaba el corazón del cual brotaban dos potentes rayos, uno blanco y otro rojo. No bien había acabado de observar el cuadro, cuando una jovencita se le acercó y le entregó una hojita. La anciana se ajustó los lentes en sus ojos enrojecidos y se asombró al darse cuenta que el papelito explicaba el cuadro que acababa de descubrir en la pared. “La Divina Misericordia”, leyó como tratando de comprender que era esa extraña advocación de un Cristo derramador de gracias. “Que nuevas cosas serán estás” –pensó para sus adentros- “Yo sólo conocía la devoción del Sagrado Corazón

Meditabunda la nonagenaria mujer se encaminó a su casa recordando las palabras de su madre, quien le dijo que, aunque jamás había visto un ángel en su vida, Dios siempre le había mandado personas que actuaban como uno de sus mensajeros en el momento en que más falta le hacía. Doña Rosa leyó el papelito una y otra vez y se hizo el firme propósito de rezar todos los días, a las tres de la tarde, la Coronilla de la Divina Misericordia por su nieto. Era el último recurso que le quedaba.

El teléfono sonó insistentemente pero Ignacio no contestó. Tenía la costumbre de jamás contestar la primera vez que sonaba. Lo hacía, si quería, a la segunda o tercera vez. Al fin, disfrutando el enojo de quien llamaba, alzó la bocina. Una voz chillona le dijo, sin mayores preámbulos, que su abuela estaba muy grave y la habían tenido que trasladar al hospital. Que se diera prisa si quería verla aún con vida. Y, antes de que pudiera decir alguna frase irónica, le colgaron la bocina. Eso lo enojo. Él siempre era quien colgaba la bocina a los demás ¿Quién se creía esa vieja estúpida, seguramente vecina de su abuela, para hacerle semejante grosería? Y, refunfuñando, desestimó la grave noticia que había recibido. Nuevamente se sentó en su cómodo sofá y abrió el periódico amarillista que tanto disfrutaba leer.

No se percató del tiempo hasta que el reloj de pared dio tres campanadas. Una poderosa luz le hizo alzar la vista y lo que vio lo dejó temblando de pánico. Un hombre lleno de luz lo miraba con firmeza en tanto se encaminaba flotando hacía él. Dos poderosos rayos salieron de su corazón: uno le tiró el periódico que leía y otro le atravesó el pecho. Sintió como si una espada le traspasara el corazón y cayó al suelo horrorizado perdiendo el conocimiento por el intenso dolor.

Cuando abrió los ojos, todo estaba en absoluto silencio. Las hojas de su periodicucho estaban regadas por todo el piso. Al intentar incorporase sintió un profundo malestar en el pecho. Haciendo un gran esfuerzo se sentó. La obscuridad entraba por las ventanas. Trató de ver la hora pero se llevó la sorpresa de que el reloj se encontraba detenido exactamente a las tres de la tarde. Sumamente asustado, llamó al número de emergencia para solicitar una ambulancia. Era tanto su desconcierto, que no pudo hacerle ironías a la amable voz que le contestó el teléfono.

En media hora una ambulancia lo recogió y lo llevó al hospital. En una camilla lo llevaron a la sala de terapia intensiva. El lugar estaba lleno de pacientes que gemían de dolor. Ignacio trataba de respirar trabajosamente. Cada inhalación de aire era como una daga que se le clavaba en el corazón. El médico vino a examinarlo. Ordenó una radiografía del tórax, ya que los síntomas acusaban una herida con arma blanca, pero no había ninguna herida externa que confirmara ese diagnóstico. Unos camilleros lo llevaron por los pasillos del vetusto hospital a radiología. Había una larga cola de pacientes esperando, varios de ellos en camilla.

Tratando de buscar una postura menos dolorosa, Ignacio se recostó sobre su costado derecho. Fue entonces que se percató que en la camilla anterior a la suya estaba su abuela. Como movido por un resorte y sin importarle el dolor, se levantó y acercó a ella. Tan pronto lo reconoció, el rostro se le iluminó a la anciana. Sus ojos manifestaban una alegría indescriptible. Con voz débil le dijo: “Sabía que vendrías”. Él puso su mano entre las suyas y le dio un beso en la frente. Ella, sonriendo dulcemente, abandonó la lucha y siguió a la luz que la llamaba. Las lágrimas corrieron por sus mejillas deshaciendo el velo de locura y soberbia que le cubrían el entendimiento. Y ahí, tomado de la mano del cadáver de la mujer que más lo había amado en el mundo, Ignacio se recobró a sí mismo y a la otredad del mundo que lo rodeaba.

Ignacio si tuvo remedio. A las terapias de grupo a las que asiste siempre comienza diciendo: “Soy Ignacio y era un cabeza de cocoyol”. Cuando las risas brotan de sus nuevos amigos, les dice que el cambio es posible, que todo tiene remedio en esta vida… menos la muerte. Y con una hermosa sonrisa les da grandes ánimos a todos.

(*) Cocoyol: Nombre de una palmera y de sus frutos redondos y pequeños, de semilla relativamente grande y de gran dureza.



lunes, 4 de octubre de 2010

DE LA BÚSQUEDA DE PAZ

 V      A      C      I      O
Por Ernesto de la Fuente

Tenía todo lo que un hombre pudiera desear en la vida: poder, dinero, placeres de todo tipo, desde las mujeres más bellas hasta las comidas más deliciosas pasando por las drogas y licores más exquisitos, pero nada de lo mucho que tenía llenaba ese profundo hueco que tenía en su interior. Era un vacío tan hondo, tan profundo, que nada, absolutamente nada lo podía llenar. Y, lo peor, cada día se hacía más intensa su vaciedad.

Un día, le ordenó a su chofer que detuviera el auto en medio de un bosque. Sus guardaespaldas se bajaron nerviosos junto con él. Como si de perros amaestrados se trataran, el poderoso hombre les ordenó que lo esperaran. Caminó por un senderito alejándose de la carretera. Pronto llegó a un claro y ahí divisó un pequeño estanque de agua y una derruida construcción. Entró y, entre la maleza y las piedras caídas que alguna vez formaron el techo y las paredes, encontró un remanso de paz.

Cada cierto tiempo encaminaba sus pasos a aquel lugar. Ya no iba en su ostentoso auto ni con sus guardianes. Iba solo, en momentos inesperados y con una gran sed en su corazón. Un día durmió entre las ruinas. Soñó con un hombre vestido con harapos que irradiaba una enorme paz. Una sonrisa beatífica iluminaba su rostro y al levantar las manos mostraba unas impresionantes yagas de las que brotaba una luz intensa y dulce.

Sus enemigos comenzaron a tramar deshacerse de él. Y no era para menos, ensimismado en su búsqueda, había bajado la guardia y se había desentendido del negocio de ser poderoso y temido. No faltó uno de sus propios hombres que lo traicionó por una jugosa bolsa de dinero. Total, era la filosofía del mejor postor.

Esa noche, varios hombres armados lo siguieron cuando se encaminó al bosque en una vieja motocicleta que le había comprado al jardinero de su mansión. Vieron cuando se detuvo y se internó con el caballo de acero por la vereda. Siete hombres se bajaron y lo siguieron con sigilosa prontitud.

El hombre dejó la moto junto a las ruinas y entró con despreocupada alegría. Los sicarios rodearon el lugar y se fueron acercando muy lentamente. El que los dirigía, un hombre alto de gran musculatura y espeso bigote, hizo una señal con la mano derecha y todos se precipitaron por las aberturas empuñando sus mortíferas armas. La tenue oscuridad los encegueció momentáneamente. El lugar estaba lleno de silencio. Unas palomas batieron las alas y emitieron breves chillidos. La brisa sopló con deliciosa suavidad.

La orden era disparar al primer contacto visual, pero nadie lo hizo porque nadie lo vio. De hecho, a la par de algunas hierbas silvestres y las palomas en el derruido tejado, no había nada más en el interior de las ruinas. Los malhechores se miraron unos a otros sorprendidos, tratando de entender por dónde se les había escapado. No había explicación posible. Revisaron el lugar con milimétrica precisión: nada de nada. Derrotados, decidieron irse llenos de profunda perplejidad.

En la iglesia de San Damián, en las llanuras de Asís, Italia, un hombre se despojó de sus vestiduras para vestir el tosco hábito que el beatífico varón de los estigmas le había dado con profundo amor. Un profundo abrazo selló la sencilla ceremonia. Paz y bien.

viernes, 1 de octubre de 2010

DE ANGUSTIAS DE MUERTE

COMO LOT EN SODOMA

Por Ernesto de la Fuente

Arturo, sentado junto a la puerta de su casa, la miraba detenidamente. Las tres cerraduras, la fuerte reja que la envolvía, denotaban que más que un hogar, era una cárcel auto impuesta para librarse de los delincuentes, los cuales andaban sueltos cometiendo crímenes impunemente en la ciudad.

Miró el reloj, una y otra vez, en tanto escudriñaba por la ventana doblemente enrejada. Su corazón palpitaba con fuerza en tanto la angustia roía sus entrañas como rata diabólica. Respiró profundamente tratando de asfixiar el temor que lo invadía lentamente, como si fuera una marea que iba subiendo lentamente hasta cubrirlo.

No, no llegaba. Su hija Rubí, la más amada de su corazón, había salido a una fiesta y no había regresado. Se sentí impotente ante lo que sucedía. No podía impedirle salir, ya que era joven, estudiosa y alegre, pero por otra parte sentía que una parte de su ser moría cada vez que la veía salir por esa puerta. ¿Cómo vivir en un lugar así? Era en verdad algo martirizante, algo demoledor. Cuando él salía, no temía por su vida ni por nada que pudiera sucederle. Claro, andaba con cuidado y era precavido, pero era tolerable. Pero con su hija era distinto. Se sentí tan vulnerable, que la vida perdía su eje y equilibrio.

Tratando de matar sus temores tomó la Biblia, que descansaba en una mesita junto a la entrada y, antes de abrirla al azar, musitó: “Habla Señor que tu siervo te escucha”. Algo tenía que encontrar en ella que lo apaciguara. Se colocó los lentes y leyó con detenida calma:

Vamos a destruir esta ciudad, pues son enormes las quejas en su contra que han llegado hasta Yavé, y él nos ha enviado a destruirla”. (Gen 19,13).

Levantó la mirada meditando el significado de esas palabras en su vida. Nuevamente abrió la Biblia al azar repitiendo con profunda fe su angustiante petición: “Habla Señor que tu siervo te escucha”.

 No tengan miedo de los que pueden matar el cuerpo, pero no pueden matar el alma” (Mt 10,28).

El motor acelerado de un auto que entraba a su calle le hizo levantar la cabeza. Las luces indicaban que alguien se acercaba con peligrosa rapidez. Asustado se incorporó de golpe y observó por la ventana que el auto de su hija se aproximaba a la puerta de la cochera. Se escuchó que frenó de golpe y ella se bajó corriendo del auto sin siquiera apagarlo. Dos camionetas se acercaron peligrosamente y varios sujetos empuñando armas bajaron. Arturo  quedó helado, pero una parte de él reaccionó. Abrió la puerta con asombrosa rapidez y le franqueó el paso a su hija que entró como conejita asustada a la casa. Los sicarios se acercaron con rabiosa actitud, como lobos que no desean perder a su presa.

Arturo los esperó sin miedo y los miró con santa indignación. Por una fracción de segundos se hizo un cruce de miradas y, ante la actitud impenetrable de Arturo, los hombres levantaron sus armas. Se hizo un silencio de muerte hasta que se escuchó el martilleo de los gatillos al ser accionados insistentemente.

Ante la enorme sorpresa de los malhechores, ninguna bala brotó de sus armas. Los gatillos fueron accionados una y otra vez, pero las balas no salieron de las bocas de sus armas. Los facinerosos se miraron unos a otros atemorizados. Era incomprensible que más de siete armas fallaran. Arturo los fulminó con la mirada. Los asesinos se llenaron de un enorme pavor que les traspasó  el cuerpo y, soltando las armas como si de serpientes de trataran, huyeron en sus lujosas camionetas.

El silencio llenó la calle. Los vecinos, que habían estado observando todo agazapados desde la obscuridad de sus ventanas, salieron uno por uno de sus casas. Arturo no se inmutó: abrió la cochera y metió el auto de su hija. Luego saludó a sus vecinos con la mano y, cerrando el portón, se encaminó a la puerta de su casa que había dejado abierta. Cuando la policía llegó no encontró a nadie, sólo varias armas tiradas misteriosamente en la calle.