Ojo enamorado

Ojo enamorado
En tu mirada

martes, 2 de junio de 2009

MAR HUMITO



Los sábados, mi madre tiene la costumbre de ir al Mercado Grande, el que está en pleno centro, en donde converge gente de muchos pueblos del interior del Estado que llegan a vender lo que sus milpas producen.
Es una añeja costumbre de mi madre: irse desde muy temprano, comprar y regresar en al camión de la Cruz de Gálvez que toma cerca del Centro de Salud.
Es curioso, pero precisamente en la acera de ese Centro, los sábados la gente va a vender sus animalitos. Hay de todo: desde pavos, hasta cerditos, pasando por gallinas, borregos, cabras y uno que otro armadillo.
Lo curioso es que, aunque están junto a un Centro de Salud, nadie les prohíbe amarrar sus animalitos a la cerca de alambres y ningún inspector de esas instituciones gubernamentales que deben cuidar el medio ambiente, intercede por la venta ilegal de animales en veda permanente (como el armadillo).
Cuando ese sábado mi madre llegó con una cajita, no dejé de alegrarme que me trajera un regalo. Y más cuando me enteré que lo compró a una vieja mujer campesina.
Bueno, aquí debo aclarar que mi madre dice que soy émulo de San Francisco, porque no puedo ver un animal abandonado y/o herido, sin interceder por él. Claro que ella ha tolerado que de pronto tengamos 3 perros en el patio y 4 o 5 gatitos que alguien tiró a la calle, pero también debo aclarar que su tolerancia tiene límites muy definidos que no deben sobrepasar los tres días.
Por eso, no me resultó extraño que mi madre me llamara para darme la caja como regalo. No obstante, para mí fue sorpresivo que dentro de ella estuviera un animal inidentificable.
Mi madre, como si leyera mis pensamientos, me dijo cariñosamente:
- Me dio mucha pena ese animalito y pensé que tú podrías hacer algo por él.
Abrí la caja y lo examiné sin comprender que era.
- ¿No te dijo la mujer que tipo de animal es? Se ve bien raro.
Mi madre sonrío nuevamente y aclaró:
- Si, me dijo que era un animal que necesitaba mucho amor. Por eso te lo traje.
Y así fue que ese insólito bicho entró a mi vida.

Como bien me había enseñado mi amigo, el veterinario Miguel Ladan, con quien compartía las experiencias de rescate y salvamento, lo primero fue llevarlo a la batea y limpiarlo para poder examinarlo con detenimiento.
Me llamó la atención que el animalito no se mostraba ni agresivo, ni asustado. Estaba muy tranquilo y quieto.
Tuve cierta precaución con no echarle agua encima. Más bien lo fui limpiando con una toallita mojada. Su cara era semejante a la del armadillo, pero su nariz eran dos simples agujeritos perdidos en su piel. Sus orejas eran largas y sedosas, parecían cuellos de jirafa en miniatura. Su boca era un simple círculo que no abrió en ningún momento del aseo. Su cuerpo era firme, de pelo corto y sedoso, color atabacado. Sus patas eran gruesas, como si fueran de un perro Pastor Alemán, pero cortas y carecían de uñas. Su cola era algo larga, una cruza entre cola de gato y de mono araña.
Pero tenía dos cosas muy extrañas. La primera era que no tenía nada debajo de la cola. ¿Cómo decirlo? No existían huellas de un sistema excretor ni reproductor. Ni ano ni genitales. La segunda es que sus ojos, enormes en comparación con su cabeza, tenían un increíble color morado. Eran en verdad tiernos y muy hermosos. Comprendí el por qué mi madre se había apiadado de él y lo había comprado.
Terminado el aseo e inspección, procedí a secarlo. Lo siguiente, parecía escuchar en mi oreja las instrucciones de Miguel, era ubicarlo en un lugar seguro y agradable para él. Una caja vacía, con periódicos y un trapo al fondo, fue lo ideal para acomodarlo.
La tercera fase era proporcionarle alimento a la bestiecita. Debido a mi desconocimiento, procedí primero con alimentos del gusto popular de mis rescatados: un pedazo de jamón, otro de salchicha y un poco de croquetas para perros y gatos (yo las revolvía). También le puse agua y leche.
Pero “ojos morados” no se movió, ni manifestó ningún interés por los alimentos, y menos por los líquidos.
Después de tres horas, cambié la táctica. Le puse algunas frutas (un pedazo de plátano, otro de sandía, papaya, melón) y puse miel en una tapita.
El resultado fue el mismo. No demostró ningún interés en lo que tenía enfrente. Se limitaba a mirarme con sus excepcionales ojos morados y movía las orejas como si se trataran de antenas parabólicas rastreando satélites.
Entonces recurrí a los cereales (avena, hojuelas de maíz, granola) y las verduras (papa, zanahoria, chayote, calabaza, apio, tomate, cebolla) y a otros alimentos diversificados como mantequilla, chocolate, yogurt, etc.
El resultado fue negativo en todos los aspectos. Al animalejo no se le pegaba la regalada gana de comer. Sólo me miraba y movía las orejas.
¿Qué hacer? Nunca me había sucedido que un animal me rechazara la comida. Decidí ir a ver a Miguel para que me ayudara, pero sin llevar al animal.
Ustedes me cuestionarán porque hice la burrada de no llevarlo para que el veterinario lo examinara. Bueno, la respuesta es simple: la clínica de Miguel es un pandemonio de gente y animales, y llevar ahí un animal tan extraño, podría provocar ciertos problemas e inconvenientes.
Fue así que me fui caminando a verlo, ya que estaba como a cinco cuadras de mi casa. Tal como les dije, la clínica estaba llena: perros, gatos, loros y hasta un caballo en la puerta. ¿No les digo? Pero Miguel era así. Las puertas de su clínica veterinaria siempre estaban abiertas para todo ser vivo que sufriera y lo necesitara. Y esto lo escribo porque este hombre no sólo era veterinario, también le daba terapia a los dueños. Por eso, mucha gente lo adoraba.
Entrar ahí era como adentrarse a otra dimensión, en donde Miquel reinaba como amo y señor de la compasión y el amor, y donde el dolor y el sufrimiento, eran los enemigos jurados a vencer. Luego de sortear la sala de espera, entre directamente a la sala de curaciones, donde solía pasar largas horas ayudando a mi amigo. Miguel atendía a tres animales heridos a la vez.
Tenía esa enorme cualidad de poder desempeñar varias tareas a la vez, y todas las hacía bien. Tenía algo de ajedrecista jugando simultáneas. Un perro era curado de su pata, un gato de su cola y un loro recibía atención por una infección en su ojo. Y, lo mejor, es que ninguno de los tres animales se sentía incómodo ante la presencia del otro (y es que estamos hablando de un perro Rottwailer, un gato persa y un loro amazónico)
Miguel tenía la mágica cualidad de hacer que reinara la paz entre sus pacientes. No sé cómo lo hacía, nunca lo entendí, pero su sola presencia apaciguaba todos los ánimos. Tal vez fueron sus tres años de seminarista, o su práctica de la filosofía budista, o sus clases de yoga, o sus conocimientos de hipnosis eriksoniana, o la herencia de su madre, pero el caso es que tenía ese don de hacer empatía con los animales y, a través de ellos, con sus dueños.
Tan pronto me vio, me puso a trabajo: “Agarra esto”, “venda aquello”, “limpia eso otro”. Obedientemente hice todo lo que me decía. Rotaron los pacientes y él siguió dirigiendo orquesta, conmigo a su lado. Andábamos con el décimo paciente, le estaba limpiando el trasero a un perro lastimado, cuando me atreví a preguntarle:
- ¿Qué hago con un animal del monte que desconozco que alimentos ingiere?
Miguel, sin dejar de curar al paciente, me contestó como si fuera algo obvio:
- Si es del monte, debes dejarlo libre para que él busque sus propios alimentos. Varios de esos animales se alimentan de insectos vivos o de larvas que nunca podrías proporcionarle.
Seguimos curando animales hasta que se me hizo tarde y me tuve que ir. Y es que estando con él, el tiempo pasaba volando ya que nunca dejaba de moverse y dedicarle tiempo a los animalitos que había que curar o a los que ya había curado. Era prodigioso constatar el cúmulo de energías que siempre tenía.
Regresé a casa meditabundo. ¿Cómo liberar al animalito? El caso es que, no les había contado, en el patio de mi casa conviven tres perros de la familia y dos gatos. Tracy Carmela es la perrita más anciana. Le sigue Linda, una perrita ciega de un ojo y medio neurótica, y Chewaka, un perro cruza de pastor alemán y salchicha que es el macho más macho de todo, pese a que está castrado. De los gatos tenemos a Jimmy, un gato untuoso y jorobón que debería mejor llamarse “mantequilla”, ya que se embarra en la gente terriblemente con una enorme cola esponjosa. Y Timmy, un gatito negro que tiene un problema en la cadera y camina trabajosamente.
Lo simpático es que, aunque Tracy sólo se lleva con Linda y Jimmy, tolera a Chewaka y Timmy. Linda no se lleva con nadie más que con Tracy. Chewaka adora a Jimmy. Timmy adora a Tracy, aunque ella no lo quiera, y juega con Jimmy. En fin, que con tan delicado equilibrio armónico ¿qué demonios iba suceder cuando llegara el bicho extraño?
Siguiendo mi instinto, le presenté primero el nuevo huésped a Jimmy. El gato lo olisqueo y luego no le hizo mayor caso. Seguí con Timmy. Ese fue más efusivo: se puso a lamerle las orejas. Continué con Tracy, quien me sorprendió al moverle la cola. La histérica de Linda le restregó la nariz y ladro de gusto al verlo. Sólo quedaba Chewaka, el hueso más duro de roer de la tribu. Pensé mejor en amarrarlo, pero el instinto me dijo que dejara libre al nuevo inquilino. Chewaka se acercó a verificar la identidad del nuevo intruso, y probablemente a orinarlo. “Ojos morados” movió sus orejas y fue entonces que, por primera vez, lo escuché emitir un sonido.
¿Han puesto su oído en el agujero de un caracol de mar vacío? Pues ese era exactamente el sonido que la bestiezuela hizo. Y, para rematar, de su boca salió una especie de humito color verde. Chewaka se quedó quieto un instante y después se alejó prudentemente. Eso me terminó de confirmar que no habría problema alguno para que lo dejara libre en el patio con los otros animales.
Había pensado llamar al inidentificable, “orejitas de jirafa”, como Riktux, pero ante lo que había acabado de presenciar, decidí llamarlo Marhumito, por el sonido del mar y el humito que expelía por su boca. Así fue que lo bauticé y toda mi familia lo conoció durante los 18 años que vivió con nosotros.
Años después, mi madre me confesó que le daba mucho orgullo escuchar que, cuando algún amigo nos visitaba, yo le decía: “Mi mamá me regaló a marhumito”.

REGALO DE BODAS

Mi mama me regaló un riktux un día antes de mi boda. A decir verdad, quedé muy sorprendida. Nunca pensé que mi madre me daría un regalo de ese tipo, no conociendo lo recatada que era y su forma de ser tan propia y reservada.
No voy a echarles el cuento que yo era muy ingenua y no sabía lo que era un riktux. ¡Claro que lo sabía! Que chica de 24 años no sabía lo que era un riktux. Bueno, debo reconocer que nunca había tenido uno en la mano. Sólo lo había visto en fotos en una atrevida revista sexo-erótica del medio oriente, que Gaby Simón, mi mejor amiga de la secundaria, había llevado a la escuela después que regresó de su viaje al Líbano, país de sus ancestros.
Ella medio tradujo lo que decía la revista, pero debo confesar que más bien eran elogios y alabanzas de mercadotecnia y no descripciones exactas de cómo operarlo o para que servía exactamente. Decía cosas como “se sentirá usted en el paraíso de Alá”, o “la fuente del placer brotará de su vientre”, pero no explicaba nada más. Como les dije, puro rollo para vender.
Mi madre me miró con serena seriedad y esbozo una sonrisa muy pícara, que nunca le había visto antes. No dijo más. Me abrazó y me dejó a solas con mi riktux. Aunque tenía mil cosas que hacer, mandé todo al carajo y me fui a encerrar a mi cuarto. Quería contemplarlo de cerca, examinar, el riktux.
Cerré la puerta con doble llave y abrí la caja cuidadosamente envuelta en papel rosado. Ahí estaba el riktux. Lo saqué y acaricié delicadamente. Parecía una mantarraya. Su cuerpo era suave y muy grato al tacto. Era negro con la colita rosada. Traté de buscar un instructivo, pero sólo hallé una hojita escrita en jeroglíficos árabes. No tenía ranuras ni espacios para baterías, ni alguna otra fuente de poder. No obstante, era firme e inspiraba ternura.
Dos leves toquidos sonaron en la puerta. Escondí el riktux y abrí muy despacio. Era mi madre. Me dijo en un susurro: “Por favor, nunca le vayas a decir a tu esposo que tienes un riktux”. Traté de captar el significado de sus palabras. Ella agregó como explicación: “Nunca entendería”. Mi madre se alejó y yo cerré la puerta pensativa.

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La boda fue un evento de gran alegría familiar. La fiesta estuvo llena de música, baile, risas y gratos recuerdos. Su esposo estaba radiante. Ella se veía más hermosa que nunca. Las fotografías atestiguan aquellos bellos momentos.
El tiempo pasó. La vida de casados, con sus sencillas rutinas, fue llenando los días. Un buen día, su esposo le informó que le ofrecían un excelente puesto en otra ciudad, situada a 440 kilómetros, casi cinco horas y media, de donde vivían. Lo hablaron entre los dos y decidieron que era una excelente oportunidad para él. Ella lo apoyó. Él le prometió que trataría de venir cada fin de semana, pero no pudo cumplir, el trabajo era absorbente y sus visitas se fueron espaciando.
Ella no le decía nada. Es más, se le veía contenta y alegre cada vez que él llegaba. Todo parecía marchar sobre ruedas, hasta que un día, su mejor amigo, le metió una terrible idea en la cabeza. De seguro ella tenía un amante, por eso estaba tan a gusto con la distancia entre ambos.
La pequeña semilla de la duda cayó en su corazón y, poco a poco, fue haciendo raíz profunda hasta que lo abarcó todo. Fue así que él solicitó, sin decirle, tres días de vacaciones entre semana y llegó, una noche, sin avisar.
Entró sigilosamente a la casa y subió las escaleras como ladrón. Todas las luces estaban apagadas, con excepción de la luz del baño que iluminaba mortecinamente el pasillo que llevaba a la recámara. Abrió silenciosamente la puerta del cuarto y escuchó un leve gemido. Su esposa estaba en la cama y se contorneaba de placer. Él sintió que la sangre se le subía a la cabeza. Su corazón comenzó a latir como caballo desbocado. Fue entonces que encendió la luz del cuarto y se lanzó furioso hacia la cama.
Todo pasó muy rápido. Sólo alcanzó a ver que algo se escurrió entre las sábanas y desapareció debajo de la cama. Su esposa estaba sola y lo miró como si fuera un loco furioso salido del manicomio. Él se tiró al suelo para mirar debajo de la cama, pero no alcanzó a distinguir nada.
Su esposa se levantó frenética de la cama. El “¡Cómo te atreves!” se escuchó una y otra vez. Le llevó un buen tiempo calmarse y calmarla. No entendía muy bien lo que había sucedido, pero su esposa le dejó muy en claro que ella no era una “puta” y que él no tenía ningún derecho a espiarla ni invadir tan abruptamente su intimidad. “Yo jamás te he hecho nada semejante”, le clavó en los oídos, y él tuvo que reconocer que había actuado mal.
El incidente por poco induce al divorcio de la joven pareja, pero, en honor a la verdad, hay que decir que él hizo todo por evitarlo. Adoraba a su mujer y se sentía muy mal de haber dudado de ella. Le costó mucho trabajo que ella lo perdonara, pero al fin lo logró y volvió a reinar la paz en el hogar.

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Cuando lo saqué de la casa, fui a buscar a mi pobre riktux. Estaba asustado y temblando en un rincón. Lo tranquilicé con dulces arrumacos. Pobrecito, cómo lo había asustado el cabrón de mi esposo. Lo fui acariciando y regresamos a la cama. Me llevó un buen rato calmarlo.
Luego empezó a hacer ese ruidito tan grato que indicaba que estaba satisfecho y feliz. Le hice cosquillas y el riktux se me pegó en la entrepierna y comenzó sus jugueteos conmigo.
¡Ah riktux adorado! ¿Qué haría yo sin ti?

RECUERDOS REGALADOS

Mi mama me regaló un riktux. Lo recibí con fingida alegría, de algo sirvieron las enseñanzas de mi abuela, una dama en los modales. ¿Para que demonios quiero un riktux? -me dije para mis adentros en tanto lo examinaba cuidadosamente. Era redondo, no mayor que la palma de mi mano, y tenía un extraño tono ocre que lo hacía parecer una naranja a medio podrir. Para colmo, no tenía un uso específico, era algo más de “estatus”, que de utilidad práctica. No podía bolearme con él, no podía lanzarlo al cielo como flecha, ni podía ponerlo a pelear contra mis robots malignos, ni mucho menos podía utilizarlo para subirme a un árbol o molestar al gato. Era simplemente un objeto inútil pero precioso ante los ojos de mi santa madre.
Un sentimiento de impotencia me embarcó al ser su dueño, por lo que secretamente decidí deshacerme de él sin que mi madre lo notara.
Primero, lo dejé como por descuido en la banca del parque, y no faltó un gracioso que me lo llevara de regreso a casa muy preocupado porque supuso estaría asustado por la pérdida de mi riktux. La segunda vez, lo di envuelto en el sobre de “Ayuda para las misiones”, en la colecta de la iglesia. El señor Cura, buen amigo de mi madre, me lo regresó con la severa amonestación de que no debía perderlo. Le expliqué a mi madre que había sido una broma de mi hermanito sin que yo me diera cuenta. Aunque eso me costó un buen sobornó para que el bocón no me delatara. La tercera vez, pensé que era la definitiva, lo escondí entre los libros de la Biblioteca Central, en la sección de “Lengua y literatura”, que nadie consultaba, pero ni tardo ni perezoso un severo bibliotecario me lo llevó hasta la escuela, donde fui la burla y el escarnio de maestros y alumnos que me dijeron hasta el cansancio: ¿cómo me atreví a dejar olvidado mi riktux?
Finalmente, cansado, agotado, fastidiado y harto, encendí una hoguera en el fondo del patio, juntando hojas secas y periódicos viejos, y tiré sin mayores contemplaciones al riktux al fuego. Ardió una fracción de segundos y luego todo el fuego se apagó. Una torrencial lluvia cayó de improviso. No tuve más remedio que recoger al riktux chamuscado y llevarlo de vuelta a mi cuarto.
¡Oh! Cómo detestaba al riktux, pero tenía que reconocer que no era fácil deshacerse de él. Había algo de mágico o de maligno en él. Así que opté por meterlo a un frasco y esconderlo en el fondo de mi pequeño baúl.
Años después, cuando mi madre murió, tuve que regresar de Francia, donde estudiaba mi doctorado, para el entierro. Mi anciano padre me hizo entrega del viejo baúl. "Llévatelo –me dijo con solemnidad-voy a vender la casa"
Fue así que encontré nuevamente al riktux y me reconcilié con él. Ajado, viejo, arrugado, chamuscado y amarillento, el riktux llegaba nuevamente a mi vida con un enorme cúmulo de recuerdos.
Lo acaricié recordando mi desprecio infantil y lo metí en el bolsillo oculto de mi saco, de donde nunca lo he querido sacar.
Cuando estoy triste, lo saco y lo acaricio y digo dentro de mí: ¡Gracias mamá por regalarme el riktux!