Ojo enamorado

Ojo enamorado
En tu mirada

miércoles, 18 de noviembre de 2009

UN NUEVO INVITADO A CENAR

UN NUEVO INVITADO A CENAR

Por Ernesto de la Fuente

ACTORES:
Papá (Siempre ocupado, despistado y corriendo)
Mamá (Deseosa de hacer todo, alegre pero también deseosa de dedicarse un poco de tiempo a sí misma)
Varón adolescente (Amable y servicial, pero como todo adolescente perdido en sus cuestiones, enamoradas, fiestas, estudios y demás)
Mujer adolescente (Trabajadora y servicial pero deseosa de ir a casa del novio en Navidad antes de la pachanga en su casa)
Niño (Disfrazado de pavo con toda la dulzura y hermosura del mismo. Debe gorjear como pavo, correr como pavo y actuar como pavo)


PRIMER ACTO
NO HAY TIEMPO PARA LA CENA

El papá y la mamá están conversando sobre los preparativos de la cena de Navidad

El Papá corriendo porque se “tiene” que ir al trabajo:
- Por favor, verás que todo esté listo para la cena. Ya sabes que a mi familia le gusta comer bien (referencia a que la familia del papá irá a comer)

La Mamá (mirando un catálogo de compras de Sears u otra tienda):
-¿Cómo? ¿Otra vez vendrá tu familia a comer?

El papá hace cara de minimizar las cosas y corre de un lado a otro buscando su saco, suéter o chamarra
-Vamos, no empieces otra vez. Te dejé un cheque bastante abultado para que hagas la compra.

La mamá sonriendo con ironía en tanto sigue revisando el catálogo:
-¡Siiiii, cómo no! Pero para lo que come el tío fulano y su esposa, no nos dejarán ni los huesitos para el perro.

Y añade como quien no quiere la cosa:
-Además me dijiste que de ese dinero podía agarrar para comprarme algún “trapito” (hace un mohín coqueto en tanto sigue hojeando el catálogo).

El papá tuerce la boca, característico de los hombres a los que les duele más la cartera que el estómago y dice:
-Pues harás magia, pero quiero esa cena de Navidad como nunca antes la has hecho. El mejor pavo ¡¡¡¡OÍSTE!!!!! ¡¡¡El mejor pavo!!! (Recalca una y otra vez en tanto se agarra la cartera)

La mamá pone cara de enojada y farfulla:
-El mejor pavo era el que hacía tu abuela… pero ya no está para hacerlo.

Piensa unos momentos y pone su cara de ofendida:
-Además, si quieres un buen pavo… ¡¡¡¡Cómpralo tú!!!!

El papá hace un gesto de iniciar un duelo verbal cuando llegan corriendo los hijos adolescentes para ver el por qué de tanto barullo.

Hija adolescente:
¡Papá! ¡Mamá! ¿Qué sucede? ¿Por qué tanto grito en esta época tan hermosa?

Hijo adolescente:
Sí, porque tanto grito si nadie está sordo. Como dice mi carnal: Para qué tanto brinco si el suelo está bien parejo.

La mamá:
-Es que su padre cree que soy David Copperfield y que sacaré un pavo del horno en 10 minutos listo para que lo devore la Reina Isabel.

El papá:
-Que pavo ni que nada. Su madre sólo está pensando el gastar, gastar y gastar, y cree que el pavo vendrá volando por la ventana con todo y el instructivo de preparación y los insumos para cocinarlo.

El papá y la mamá comienzan a decirse recriminaciones que pasan desde la abuela que hacía el pavo al tío gordo que se lo comerá enterito, pasando por el costo del mismo y de la falta de tiempo para prepararlo.

Hija adolescente:
-¡¡¡¡¡¡¡¡¡ Basta ¡!!!!!!!!!! Están peor que los diputados pelando por el presupuesto del 2010.

Hijo Adolescente:
-Ya hasta las ganas de casarme se me quitaron al verlos. ¡Oh Dios! Esto no parece tiempo de Navidad, sino preparación para la siguiente pelea de box.

Se hace un silencio incómodo en tanto el papá se pone el saco, suéter o chamarra y la mamá sigue hojeando su catálogo de compras navideñas. Los hijos se voltean a ver y tratan de resolver el entuerto.

Hija adolescente:
-Para que no sigan peleando mi hermano y yo nos encargaremos de la cena de Navidad

Hijo Adolescente con cara de What?:
-¿Tú y quién?

Hija adolescente:
-Sí, tú y yo haremos la cena para que papá y mamá estén contentos y ya no se sigan peleando.

El hermano sigue mirando con cara de asombro contenido y los padres se miran incrédulos pero dichosos.

Mamá:
-¿En verdad harían eso por nosotros?

Papá:
-¿No es ninguna treta para sonsacarme dinero?

Hija e hijo adolescente al mismo tiempo:
-¡¡¡¡ ¿¿¿¿¿Cómo crees papá?????!!!!!!!

Se voltean a ver en tanto el hijo parece agarrar la onda

Hijo adolescente:
-Es que los queremos mucho y no nos gusta verlos pelear.

El papá y la mamá se abrazan, sonríen y el papá se va. La mamá se acerca a la hija y le da el dinero, obviamente una cantidad menor a la que le dio el papá.

Mamá:
-Por favor, verás que el pavo sea de los mejores. Ya ves como es tu padre cuando se trata de su familia.

La mamá les da un beso a los dos y se va muy contenta con su bolso y su catálogo de shopping.

Hijo adolescente:
-Bueno, ¿y qué demonios vamos a hacer ahora? (le dice en tanto estira la mano para que comparta el dinero que le dio la mamá)

La hermana le da una parte del dinero y le dice:
-Por lo pronto tú vas a comprar el mejor pavo que veas en el mercado y yo me encargaré de cocinarlo.

El hermano cuenta los billetes y le dice:
-Sale y vale. Ya tenemos “pavo” para la cena.

Hija:
-Pero no se te olvide traerlo antes del medio día. Para que me dé tiempo de cocinarlo.

Hijo:
-Tú no dejes de preocuparte, que aquí estará.

El hijo se va muy contento contando el dinero y la hija se queda pensativa. Espanta sus preocupaciones, cuenta el dinero que tomó y se va muy alegre cantando un villancico.


SEGUNDO ACTO
CUALQUIER PAVO PASADO FUE MEJOR

Aparece la hija con su mandil de cocina, su gorrito y demás implementos para cocinar el pavo. Debe haber un reloj grande que ella miré una y otra vez en tanto da vueltas por la cocina. Pasan unos segundos y su hermano entra ignorando a la hermana, rascándose la cabeza y con cara de haberse acabado de levantarse.

Hija al borde de la histeria:
-¡¡¡¡¡¡Saraguato ¿dónde está el pavo?!!!!!!!

El hermano brinca de susto, se agarra el pecho y respira como si saliera de un paro cardiaco.
-¡¡¡ ¿Qué traes hermanita?!!!! ¿En lugar de Navidad quieres celebrar el Día de Muertos?

Hermana:
-¡¡¡Burro!!! Deja de hacerte el chistoso. ¿Dónde demonios está el pavo? Ya es tarde y debo terminar de cocinarlo para ir a casa de mi novio. Mi suegra me invitó a un brindis.

El hermano se rasca la cabeza una y otra vez con cara de What, mueve la cabeza burlonamente y dice adormilado:
-¿Qué pavo?

La hermana hace un barullo marca diablo, grita, se jala el pelo y agarrando una sartén corretea al hermano que corre como liebre dando vueltas por el escenario.

Hermano pegando de gritos:
-¡¡¡¡¡¡Serena morena!!!!!!

La hermana se detiene en su corretiza y entonces él, riendo le dice:
-Sólo te estoy jorobando. Claro que ya compré el pavo (pone cara de soy lo máximo)

Hermana:
-¡¡¡¡¡¡ ¿Y se puede saber dónde cariños está el mentado pavo que no lo veo?!!!!!!!!!

Hermano:
¿Cómo que dónde está? Donde más… en el jardín.

Hermana con cara de estar hablando con un retrasado mental:
-¿Cómo que en el jardín? Se va a descomponer. Debiste haberlo metido al congelador.

Hermano:
-Ustedes las mujeres sí que están locas. Ahora entiendo a papá

Hermana:
-Deja de hacerte al chistosito y tráeme el pavo. Se me está haciendo tarde.

Hermano:
-Contras…ustedes las mujeres sí que son regañonas. Luego se quejan de que haya tanto gay.

Sale el muchacho y regresa con el pavo, que es el niño disfrazado que debe caminar, hacer ruido y comportarse como pavo. La hermana pone cara de susto, incredulidad, histeria y locura.

Hermana:
-Pero qué clase de animal eres ¿por qué me trajiste un pavo vivo? (revisa al pavo, juega con él, le hace cosquillas, lo acaricia y se conduele)

Hermano:
-Tú me dijiste claramente: Compra un pavo. ¿Qué esto no es un pavo? Velo detenidamente: camina como pavo, se mueve como pavo, gorjea como pavo, luego entonces es un pavo.

Hermana:
-Claro que es un pavo, pero ni está muerto ni mucho menos congelado ¿Qué voy a hacer con él?

El pavo debe hacer cosa divertidas en tanto los hermanos discuten su destino.

Hermano:
-Mira, no empieces con tus enigmas. Tú me pediste un pavo y aquí está un pavo. Lo demás es tu problema. Yo cumplí con mi parte. Además ¿qué querías que hiciera con el dinero que me diste?

El hermano se va y la hermana con cara de angustia se queda con el pavo juguetón, amistoso y simpático.

TERCER ACTO
LA MEJOR CENA

El papá, la mamá y el hijo están sentados en la mesa esperando la cena. Los papás denotan preocupación porque la hija no se aparece y ya están por llegar los otros familiares.

La mamá dirigiéndose al hijo:
-¿No sabes dónde está tu hermana?

El hijo con cara de inocente:
-No mami. Yo la dejé con el pavo, pero no tengo ni idea de lo que hizo. Ah pero eso sí: Prometió la mejor cena del año.

El papá:
-Pues por su bien espero que no tarde porque ya está por venir el tío fulano y le dije que se chuparía los dedos con la cena.

La hija llega muy radiante y saluda a todos:
-Ya están aquí. Qué bueno… y se ven muy hambrientos.

Mamá:
-Pues claro ¿dónde está la cena? Tu papá está muy preocupado.

Hija:
-¿La cena? –ríe nerviosamente- ¿la cena? –más risa nerviosa.

Papá:
-Si ¡¡¡LA CENA!!!!

Hija:
-Je,je,je,je

Todos la miran como si estuviera loca y ella los mira horrorizada.

Hija:
-Bueno, es que la cena no es lo importante.

Papá:
-¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡ ¿CÓMO QUE NO?!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!

Se hace un silencio sepulcral y la hija dice muy segura de sí misma

-No papá, la cena no es lo más importante.

Papá:
-¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡ ¿Y ENTONCES QUÉ ES LO IMPORTANTE?!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!

Hija:
-La Navidad, el compartir en familia, el nacimiento del hijo de Dios en el lugar más pobre de la tierra…

Todos se quedan callados. El papá se queda mudo.

Hija:
-Por eso, pensé que la mejor manera de celebrarlo era invitando a alguien muy necesitado a cenar.

El papá, la mamá y el hermano se miran entre sí. La mamá dice:
-Creo que tienes razón hija ¿pero a quién vas a invitar?

La hija sale del escenario y regresa con el pavo. Los papás se miran asombrados y el hijo finge demencia. La hija sienta al pavo con la familia y el pavo gorjea, se mueve feliz y los mira sonrientes.

El papá, compungido, pregunta:
-Y entonces hija ¿qué vamos a cenar?

Hija sonriente y feliz:
-Como el papá de mi novio tiene una empresa me ofreció una cena muy especial.

Papá, mamá, hijo y pavo al mismo tiempo y con cara de felicidad:
-¡¡¡¡¡¡¡ ¿Cuál?!!!!!!!!

Hija:
-¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡PIZZAS VEGETARIANAS!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!

Llega un hombre llevando las cajas vacías de pizzas para la cena en tanto el pavo, la mamá y el hijo ríen y el papá hace como que llora.



FIN

martes, 2 de junio de 2009

MAR HUMITO



Los sábados, mi madre tiene la costumbre de ir al Mercado Grande, el que está en pleno centro, en donde converge gente de muchos pueblos del interior del Estado que llegan a vender lo que sus milpas producen.
Es una añeja costumbre de mi madre: irse desde muy temprano, comprar y regresar en al camión de la Cruz de Gálvez que toma cerca del Centro de Salud.
Es curioso, pero precisamente en la acera de ese Centro, los sábados la gente va a vender sus animalitos. Hay de todo: desde pavos, hasta cerditos, pasando por gallinas, borregos, cabras y uno que otro armadillo.
Lo curioso es que, aunque están junto a un Centro de Salud, nadie les prohíbe amarrar sus animalitos a la cerca de alambres y ningún inspector de esas instituciones gubernamentales que deben cuidar el medio ambiente, intercede por la venta ilegal de animales en veda permanente (como el armadillo).
Cuando ese sábado mi madre llegó con una cajita, no dejé de alegrarme que me trajera un regalo. Y más cuando me enteré que lo compró a una vieja mujer campesina.
Bueno, aquí debo aclarar que mi madre dice que soy émulo de San Francisco, porque no puedo ver un animal abandonado y/o herido, sin interceder por él. Claro que ella ha tolerado que de pronto tengamos 3 perros en el patio y 4 o 5 gatitos que alguien tiró a la calle, pero también debo aclarar que su tolerancia tiene límites muy definidos que no deben sobrepasar los tres días.
Por eso, no me resultó extraño que mi madre me llamara para darme la caja como regalo. No obstante, para mí fue sorpresivo que dentro de ella estuviera un animal inidentificable.
Mi madre, como si leyera mis pensamientos, me dijo cariñosamente:
- Me dio mucha pena ese animalito y pensé que tú podrías hacer algo por él.
Abrí la caja y lo examiné sin comprender que era.
- ¿No te dijo la mujer que tipo de animal es? Se ve bien raro.
Mi madre sonrío nuevamente y aclaró:
- Si, me dijo que era un animal que necesitaba mucho amor. Por eso te lo traje.
Y así fue que ese insólito bicho entró a mi vida.

Como bien me había enseñado mi amigo, el veterinario Miguel Ladan, con quien compartía las experiencias de rescate y salvamento, lo primero fue llevarlo a la batea y limpiarlo para poder examinarlo con detenimiento.
Me llamó la atención que el animalito no se mostraba ni agresivo, ni asustado. Estaba muy tranquilo y quieto.
Tuve cierta precaución con no echarle agua encima. Más bien lo fui limpiando con una toallita mojada. Su cara era semejante a la del armadillo, pero su nariz eran dos simples agujeritos perdidos en su piel. Sus orejas eran largas y sedosas, parecían cuellos de jirafa en miniatura. Su boca era un simple círculo que no abrió en ningún momento del aseo. Su cuerpo era firme, de pelo corto y sedoso, color atabacado. Sus patas eran gruesas, como si fueran de un perro Pastor Alemán, pero cortas y carecían de uñas. Su cola era algo larga, una cruza entre cola de gato y de mono araña.
Pero tenía dos cosas muy extrañas. La primera era que no tenía nada debajo de la cola. ¿Cómo decirlo? No existían huellas de un sistema excretor ni reproductor. Ni ano ni genitales. La segunda es que sus ojos, enormes en comparación con su cabeza, tenían un increíble color morado. Eran en verdad tiernos y muy hermosos. Comprendí el por qué mi madre se había apiadado de él y lo había comprado.
Terminado el aseo e inspección, procedí a secarlo. Lo siguiente, parecía escuchar en mi oreja las instrucciones de Miguel, era ubicarlo en un lugar seguro y agradable para él. Una caja vacía, con periódicos y un trapo al fondo, fue lo ideal para acomodarlo.
La tercera fase era proporcionarle alimento a la bestiecita. Debido a mi desconocimiento, procedí primero con alimentos del gusto popular de mis rescatados: un pedazo de jamón, otro de salchicha y un poco de croquetas para perros y gatos (yo las revolvía). También le puse agua y leche.
Pero “ojos morados” no se movió, ni manifestó ningún interés por los alimentos, y menos por los líquidos.
Después de tres horas, cambié la táctica. Le puse algunas frutas (un pedazo de plátano, otro de sandía, papaya, melón) y puse miel en una tapita.
El resultado fue el mismo. No demostró ningún interés en lo que tenía enfrente. Se limitaba a mirarme con sus excepcionales ojos morados y movía las orejas como si se trataran de antenas parabólicas rastreando satélites.
Entonces recurrí a los cereales (avena, hojuelas de maíz, granola) y las verduras (papa, zanahoria, chayote, calabaza, apio, tomate, cebolla) y a otros alimentos diversificados como mantequilla, chocolate, yogurt, etc.
El resultado fue negativo en todos los aspectos. Al animalejo no se le pegaba la regalada gana de comer. Sólo me miraba y movía las orejas.
¿Qué hacer? Nunca me había sucedido que un animal me rechazara la comida. Decidí ir a ver a Miguel para que me ayudara, pero sin llevar al animal.
Ustedes me cuestionarán porque hice la burrada de no llevarlo para que el veterinario lo examinara. Bueno, la respuesta es simple: la clínica de Miguel es un pandemonio de gente y animales, y llevar ahí un animal tan extraño, podría provocar ciertos problemas e inconvenientes.
Fue así que me fui caminando a verlo, ya que estaba como a cinco cuadras de mi casa. Tal como les dije, la clínica estaba llena: perros, gatos, loros y hasta un caballo en la puerta. ¿No les digo? Pero Miguel era así. Las puertas de su clínica veterinaria siempre estaban abiertas para todo ser vivo que sufriera y lo necesitara. Y esto lo escribo porque este hombre no sólo era veterinario, también le daba terapia a los dueños. Por eso, mucha gente lo adoraba.
Entrar ahí era como adentrarse a otra dimensión, en donde Miquel reinaba como amo y señor de la compasión y el amor, y donde el dolor y el sufrimiento, eran los enemigos jurados a vencer. Luego de sortear la sala de espera, entre directamente a la sala de curaciones, donde solía pasar largas horas ayudando a mi amigo. Miguel atendía a tres animales heridos a la vez.
Tenía esa enorme cualidad de poder desempeñar varias tareas a la vez, y todas las hacía bien. Tenía algo de ajedrecista jugando simultáneas. Un perro era curado de su pata, un gato de su cola y un loro recibía atención por una infección en su ojo. Y, lo mejor, es que ninguno de los tres animales se sentía incómodo ante la presencia del otro (y es que estamos hablando de un perro Rottwailer, un gato persa y un loro amazónico)
Miguel tenía la mágica cualidad de hacer que reinara la paz entre sus pacientes. No sé cómo lo hacía, nunca lo entendí, pero su sola presencia apaciguaba todos los ánimos. Tal vez fueron sus tres años de seminarista, o su práctica de la filosofía budista, o sus clases de yoga, o sus conocimientos de hipnosis eriksoniana, o la herencia de su madre, pero el caso es que tenía ese don de hacer empatía con los animales y, a través de ellos, con sus dueños.
Tan pronto me vio, me puso a trabajo: “Agarra esto”, “venda aquello”, “limpia eso otro”. Obedientemente hice todo lo que me decía. Rotaron los pacientes y él siguió dirigiendo orquesta, conmigo a su lado. Andábamos con el décimo paciente, le estaba limpiando el trasero a un perro lastimado, cuando me atreví a preguntarle:
- ¿Qué hago con un animal del monte que desconozco que alimentos ingiere?
Miguel, sin dejar de curar al paciente, me contestó como si fuera algo obvio:
- Si es del monte, debes dejarlo libre para que él busque sus propios alimentos. Varios de esos animales se alimentan de insectos vivos o de larvas que nunca podrías proporcionarle.
Seguimos curando animales hasta que se me hizo tarde y me tuve que ir. Y es que estando con él, el tiempo pasaba volando ya que nunca dejaba de moverse y dedicarle tiempo a los animalitos que había que curar o a los que ya había curado. Era prodigioso constatar el cúmulo de energías que siempre tenía.
Regresé a casa meditabundo. ¿Cómo liberar al animalito? El caso es que, no les había contado, en el patio de mi casa conviven tres perros de la familia y dos gatos. Tracy Carmela es la perrita más anciana. Le sigue Linda, una perrita ciega de un ojo y medio neurótica, y Chewaka, un perro cruza de pastor alemán y salchicha que es el macho más macho de todo, pese a que está castrado. De los gatos tenemos a Jimmy, un gato untuoso y jorobón que debería mejor llamarse “mantequilla”, ya que se embarra en la gente terriblemente con una enorme cola esponjosa. Y Timmy, un gatito negro que tiene un problema en la cadera y camina trabajosamente.
Lo simpático es que, aunque Tracy sólo se lleva con Linda y Jimmy, tolera a Chewaka y Timmy. Linda no se lleva con nadie más que con Tracy. Chewaka adora a Jimmy. Timmy adora a Tracy, aunque ella no lo quiera, y juega con Jimmy. En fin, que con tan delicado equilibrio armónico ¿qué demonios iba suceder cuando llegara el bicho extraño?
Siguiendo mi instinto, le presenté primero el nuevo huésped a Jimmy. El gato lo olisqueo y luego no le hizo mayor caso. Seguí con Timmy. Ese fue más efusivo: se puso a lamerle las orejas. Continué con Tracy, quien me sorprendió al moverle la cola. La histérica de Linda le restregó la nariz y ladro de gusto al verlo. Sólo quedaba Chewaka, el hueso más duro de roer de la tribu. Pensé mejor en amarrarlo, pero el instinto me dijo que dejara libre al nuevo inquilino. Chewaka se acercó a verificar la identidad del nuevo intruso, y probablemente a orinarlo. “Ojos morados” movió sus orejas y fue entonces que, por primera vez, lo escuché emitir un sonido.
¿Han puesto su oído en el agujero de un caracol de mar vacío? Pues ese era exactamente el sonido que la bestiezuela hizo. Y, para rematar, de su boca salió una especie de humito color verde. Chewaka se quedó quieto un instante y después se alejó prudentemente. Eso me terminó de confirmar que no habría problema alguno para que lo dejara libre en el patio con los otros animales.
Había pensado llamar al inidentificable, “orejitas de jirafa”, como Riktux, pero ante lo que había acabado de presenciar, decidí llamarlo Marhumito, por el sonido del mar y el humito que expelía por su boca. Así fue que lo bauticé y toda mi familia lo conoció durante los 18 años que vivió con nosotros.
Años después, mi madre me confesó que le daba mucho orgullo escuchar que, cuando algún amigo nos visitaba, yo le decía: “Mi mamá me regaló a marhumito”.

REGALO DE BODAS

Mi mama me regaló un riktux un día antes de mi boda. A decir verdad, quedé muy sorprendida. Nunca pensé que mi madre me daría un regalo de ese tipo, no conociendo lo recatada que era y su forma de ser tan propia y reservada.
No voy a echarles el cuento que yo era muy ingenua y no sabía lo que era un riktux. ¡Claro que lo sabía! Que chica de 24 años no sabía lo que era un riktux. Bueno, debo reconocer que nunca había tenido uno en la mano. Sólo lo había visto en fotos en una atrevida revista sexo-erótica del medio oriente, que Gaby Simón, mi mejor amiga de la secundaria, había llevado a la escuela después que regresó de su viaje al Líbano, país de sus ancestros.
Ella medio tradujo lo que decía la revista, pero debo confesar que más bien eran elogios y alabanzas de mercadotecnia y no descripciones exactas de cómo operarlo o para que servía exactamente. Decía cosas como “se sentirá usted en el paraíso de Alá”, o “la fuente del placer brotará de su vientre”, pero no explicaba nada más. Como les dije, puro rollo para vender.
Mi madre me miró con serena seriedad y esbozo una sonrisa muy pícara, que nunca le había visto antes. No dijo más. Me abrazó y me dejó a solas con mi riktux. Aunque tenía mil cosas que hacer, mandé todo al carajo y me fui a encerrar a mi cuarto. Quería contemplarlo de cerca, examinar, el riktux.
Cerré la puerta con doble llave y abrí la caja cuidadosamente envuelta en papel rosado. Ahí estaba el riktux. Lo saqué y acaricié delicadamente. Parecía una mantarraya. Su cuerpo era suave y muy grato al tacto. Era negro con la colita rosada. Traté de buscar un instructivo, pero sólo hallé una hojita escrita en jeroglíficos árabes. No tenía ranuras ni espacios para baterías, ni alguna otra fuente de poder. No obstante, era firme e inspiraba ternura.
Dos leves toquidos sonaron en la puerta. Escondí el riktux y abrí muy despacio. Era mi madre. Me dijo en un susurro: “Por favor, nunca le vayas a decir a tu esposo que tienes un riktux”. Traté de captar el significado de sus palabras. Ella agregó como explicación: “Nunca entendería”. Mi madre se alejó y yo cerré la puerta pensativa.

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La boda fue un evento de gran alegría familiar. La fiesta estuvo llena de música, baile, risas y gratos recuerdos. Su esposo estaba radiante. Ella se veía más hermosa que nunca. Las fotografías atestiguan aquellos bellos momentos.
El tiempo pasó. La vida de casados, con sus sencillas rutinas, fue llenando los días. Un buen día, su esposo le informó que le ofrecían un excelente puesto en otra ciudad, situada a 440 kilómetros, casi cinco horas y media, de donde vivían. Lo hablaron entre los dos y decidieron que era una excelente oportunidad para él. Ella lo apoyó. Él le prometió que trataría de venir cada fin de semana, pero no pudo cumplir, el trabajo era absorbente y sus visitas se fueron espaciando.
Ella no le decía nada. Es más, se le veía contenta y alegre cada vez que él llegaba. Todo parecía marchar sobre ruedas, hasta que un día, su mejor amigo, le metió una terrible idea en la cabeza. De seguro ella tenía un amante, por eso estaba tan a gusto con la distancia entre ambos.
La pequeña semilla de la duda cayó en su corazón y, poco a poco, fue haciendo raíz profunda hasta que lo abarcó todo. Fue así que él solicitó, sin decirle, tres días de vacaciones entre semana y llegó, una noche, sin avisar.
Entró sigilosamente a la casa y subió las escaleras como ladrón. Todas las luces estaban apagadas, con excepción de la luz del baño que iluminaba mortecinamente el pasillo que llevaba a la recámara. Abrió silenciosamente la puerta del cuarto y escuchó un leve gemido. Su esposa estaba en la cama y se contorneaba de placer. Él sintió que la sangre se le subía a la cabeza. Su corazón comenzó a latir como caballo desbocado. Fue entonces que encendió la luz del cuarto y se lanzó furioso hacia la cama.
Todo pasó muy rápido. Sólo alcanzó a ver que algo se escurrió entre las sábanas y desapareció debajo de la cama. Su esposa estaba sola y lo miró como si fuera un loco furioso salido del manicomio. Él se tiró al suelo para mirar debajo de la cama, pero no alcanzó a distinguir nada.
Su esposa se levantó frenética de la cama. El “¡Cómo te atreves!” se escuchó una y otra vez. Le llevó un buen tiempo calmarse y calmarla. No entendía muy bien lo que había sucedido, pero su esposa le dejó muy en claro que ella no era una “puta” y que él no tenía ningún derecho a espiarla ni invadir tan abruptamente su intimidad. “Yo jamás te he hecho nada semejante”, le clavó en los oídos, y él tuvo que reconocer que había actuado mal.
El incidente por poco induce al divorcio de la joven pareja, pero, en honor a la verdad, hay que decir que él hizo todo por evitarlo. Adoraba a su mujer y se sentía muy mal de haber dudado de ella. Le costó mucho trabajo que ella lo perdonara, pero al fin lo logró y volvió a reinar la paz en el hogar.

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Cuando lo saqué de la casa, fui a buscar a mi pobre riktux. Estaba asustado y temblando en un rincón. Lo tranquilicé con dulces arrumacos. Pobrecito, cómo lo había asustado el cabrón de mi esposo. Lo fui acariciando y regresamos a la cama. Me llevó un buen rato calmarlo.
Luego empezó a hacer ese ruidito tan grato que indicaba que estaba satisfecho y feliz. Le hice cosquillas y el riktux se me pegó en la entrepierna y comenzó sus jugueteos conmigo.
¡Ah riktux adorado! ¿Qué haría yo sin ti?

RECUERDOS REGALADOS

Mi mama me regaló un riktux. Lo recibí con fingida alegría, de algo sirvieron las enseñanzas de mi abuela, una dama en los modales. ¿Para que demonios quiero un riktux? -me dije para mis adentros en tanto lo examinaba cuidadosamente. Era redondo, no mayor que la palma de mi mano, y tenía un extraño tono ocre que lo hacía parecer una naranja a medio podrir. Para colmo, no tenía un uso específico, era algo más de “estatus”, que de utilidad práctica. No podía bolearme con él, no podía lanzarlo al cielo como flecha, ni podía ponerlo a pelear contra mis robots malignos, ni mucho menos podía utilizarlo para subirme a un árbol o molestar al gato. Era simplemente un objeto inútil pero precioso ante los ojos de mi santa madre.
Un sentimiento de impotencia me embarcó al ser su dueño, por lo que secretamente decidí deshacerme de él sin que mi madre lo notara.
Primero, lo dejé como por descuido en la banca del parque, y no faltó un gracioso que me lo llevara de regreso a casa muy preocupado porque supuso estaría asustado por la pérdida de mi riktux. La segunda vez, lo di envuelto en el sobre de “Ayuda para las misiones”, en la colecta de la iglesia. El señor Cura, buen amigo de mi madre, me lo regresó con la severa amonestación de que no debía perderlo. Le expliqué a mi madre que había sido una broma de mi hermanito sin que yo me diera cuenta. Aunque eso me costó un buen sobornó para que el bocón no me delatara. La tercera vez, pensé que era la definitiva, lo escondí entre los libros de la Biblioteca Central, en la sección de “Lengua y literatura”, que nadie consultaba, pero ni tardo ni perezoso un severo bibliotecario me lo llevó hasta la escuela, donde fui la burla y el escarnio de maestros y alumnos que me dijeron hasta el cansancio: ¿cómo me atreví a dejar olvidado mi riktux?
Finalmente, cansado, agotado, fastidiado y harto, encendí una hoguera en el fondo del patio, juntando hojas secas y periódicos viejos, y tiré sin mayores contemplaciones al riktux al fuego. Ardió una fracción de segundos y luego todo el fuego se apagó. Una torrencial lluvia cayó de improviso. No tuve más remedio que recoger al riktux chamuscado y llevarlo de vuelta a mi cuarto.
¡Oh! Cómo detestaba al riktux, pero tenía que reconocer que no era fácil deshacerse de él. Había algo de mágico o de maligno en él. Así que opté por meterlo a un frasco y esconderlo en el fondo de mi pequeño baúl.
Años después, cuando mi madre murió, tuve que regresar de Francia, donde estudiaba mi doctorado, para el entierro. Mi anciano padre me hizo entrega del viejo baúl. "Llévatelo –me dijo con solemnidad-voy a vender la casa"
Fue así que encontré nuevamente al riktux y me reconcilié con él. Ajado, viejo, arrugado, chamuscado y amarillento, el riktux llegaba nuevamente a mi vida con un enorme cúmulo de recuerdos.
Lo acaricié recordando mi desprecio infantil y lo metí en el bolsillo oculto de mi saco, de donde nunca lo he querido sacar.
Cuando estoy triste, lo saco y lo acaricio y digo dentro de mí: ¡Gracias mamá por regalarme el riktux!

miércoles, 27 de mayo de 2009

RECUERDOS DE FE Cuentos Católicos

RECUERDOS DE FE

CUENTOS CATÓLICOS

Ernesto de la Fuente
elomnisciente@hotmail.com

Todos recibimos de nuestros padres una herencia. Cuando nacemos la traemos genéticamente incorporada a nuestros cuerpos; cuando nuestros padres mueren, nos la dejan. Con todo, la mejor herencia no son bienes tangibles.
Cuando mi madre Ligia Rosa murió, el presbítero Carlos de Jesús Heredia Cervera, amigo de la familia, celebró la misa de cuerpo presente. En su homilía, este hombre de Cristo nos dijo, a mis hermanos y a mí, que nuestra madre nos había dejado una gran herencia: la Fe.
Mi madre, al igual que su madre, mi abuela Sula Rosa, fue una mujer de fe profunda. Una fe que le fue probada más de una vez en el terrible crisol del dolor y el sufrimiento. No obstante, tanto mi abuela como mi madre murieron cobijadas en sus creencias religiosas, en su enorme devoción a María, la Madre de Jesucristo, y en su profundo amor a Jesús Eucaristía.
Es con base a esta hermosa herencia recibida que escribo estos cuentos católicos para rendirle un justo homenaje a la Fe que recibí en herencia.
Lo único que deseo a quien lea estos cuentos, es compartir esa herencia que recibí, que algo de ella se les impregne y que disfrute al leerlos de la misma forma en que yo gocé escribiéndolos. Es mi mayor anhelo.
¿Deseas tener este libro? Lo estoy promoviendo para venta en formato electrónico {pdf}. Mándame un correo para su venta. Gracias

martes, 26 de mayo de 2009

LA ESPERA

Se sentó a esperar a la muerte.
Pero la muerte no llegó. Había arreglado todo lo que quedaba de su vida o, mejor dicho, todo lo que la vida le había dejado. Luego de 50 años, un marido huido y un hijo de 24 años muerto, ¿para qué demonios seguir viviendo día con día el martirio de los recuerdos perdidos?
Por eso se sentó a esperar a la muerte. Eso sí, dejó todo arreglado. Ninguna deuda, ningún problema. El testamento hecho, las cosas repartidas, el funeral pagado. ¿Qué demonios más faltaba sino que la enterraran?
Ya los gusanos estarían hambrientos esperándola. Por que eso sí, ella quería pudrirse en su ataúd. ¿Qué eran aquellas tonterías que cremarla? No, ella quería pudrirse, corromperse, como toda materia orgánica que existe sobre esta tierra.
La mecedora sonaba cada vez que se echaba para atrás. Una y otra vez se mecía esperando a la muerte.
Pero la muerte no llegaba.
Al principio pensó que algo no había entendido bien, pero luego de repasar una y otra vez las cosas, tuvo que reconocer que ese no era el motivo. El médico le había dicho que tenía cáncer, que no le quedaban más que tres meses de vida sino se sometía a una peligrosa operación para tratar de arrancarle el cangrejo negro del cuerpo y después recibía agresivos tratamientos de quimioterapia. Ella se negó. Su lógica había sido más que simple: “Si ya estoy muerta, ¿para que carajos prolongar mi agonía y causarle problemas a mis pocos familiares?”
Así que optó por dejar todas las cosas en orden y sentarse a esperar a la muerte. Pero la maldita muerte no llegaba. Es más, cada día que pasaba se sentía mejor.
Bueno, tenía que reconocer que nunca se había sentido mal, pero con eso de que “el cáncer no duele”, no le había dado mayor importancia.
Y ya habían pasado cinco meses. No le quedó de otra que levantarse de la mecedora y regresar con el médico.
El doctor la vio entrar como si se tratara de una aparecida. ¿Cómo demonios seguía viva si debería estar muerta?
Nuevamente la revisó, ni cobrar le quiso, le hizo todos los análisis habidos y por haber y, totalmente incrédulo, le volvió a repetir el mismo diagnóstico: era necesaria la operación y la quimioterapia. Y otra vez la sentencio a menos de dos meses de vida.
La mujer lo escuchó taciturna. No renegaba del diagnóstico, ni dudaba de los conocimientos médicos del galeno, pero ya le estaba hartando no morirse.
Así que nuevamente regresó a su mecedora a esperar a la muerte. Pero la muerte no llegaba y el hambre le estaba atornillando el estómago. No tenía dinero. Había renunciado a su trabajo y gastado sus ahorros en los preparativos para morirse. Así que decidió, más por cuestión práctica que por necesidad, ponerse a tejer en tanto se mecía y esperaba a la muerte.
Como le habían cortado la electricidad por falta de pago, sacó su mecedora a la puerta y ahí se sentaba por las mañanas a tejer ropa para bebe. La hacía con tanto cuidado y dedicación, que pronto fue asediada por las vecinas y otras mujeres más allá de su rumbo, que le pedían todo tipo de prendas para sus críos.
Los días fueron pasando, con ellos las semanas y los meses. Cuando los años la sorprendieron, ya tenía un taller de ropa para niños muy productivo y exitoso. Les daba trabajo a 23 mujeres y todo el día su casa estaba llena de actividad y vida.
Ya nunca regresó al doctor ni se metió a averiguar que demonios había hecho el cangrejo negro que la carcomía. Pero, de tarde en tarde, se sentaba en su mecedora a esperar algo, a alguien o lo inesperado. Pero lo único que le llegaba, puntualmente, era la nostalgia.
Ya era una anciana cuando, una tarde, recordó a quien esperaba y el por qué se sentaba en la mecedora en la puerta de su taller. Estaba por irse la administradora, su más fiel empleada, cuando aquella vieja mujer recibió la visita que tanto había anhelado. Pero no llegó como ella había creído.
La administradora contaría después, a la policía, que el auto negro subió a la acera y la atropelló, aplastando a la anciana y su mecedora contra la pared. Había muerto instantáneamente. Treinta años, tres meses y tres días después de que el doctor le había dicho que sólo le quedaban tres meses de vida sino se sometía a una peligrosa operación para extirparle el cáncer y a quimioterapia.
Se funeral fue magnífico. Sus 400 empleadas asistieron y la llenaron de bendiciones por haberles dado un trabajo y un sentido a sus vidas. Sus clientas la lloraron, nadie como ella para complacer todos sus caprichos.
No obstante, quien más lloró su muerte fue el médico que se la diagnóstico. Su hijo había sido el conductor del fatídico coche negro. No, el cáncer no la mató. Sus genes, sin querer, lo habían hecho.
Por eso dicen que no es bueno sentarse a esperar a la muerte. Porque la muerte no llega.
Es que la muerte es algo tímida, siempre le gusta llegar cuando no la esperan.

POR AMIGO

Elías miró el reloj. Algo se traía contra él porque no dejaba de observarlo. Los hombres de la tropa lo miraron. Desde la muerte de Felipe, el Sargento Elías ya no era el mismo. Aquella alegría, aquel don de sonreírle hasta el enemigo, se había ido entre las láminas de ataúd de metal del buen Felipe.
Miguel volteó a ver a los demás. No sabían cómo abordarlo, ni cómo decirle que en el ejército siempre se encontrará uno la muerte a la vuelta de la esquina. Al fin, fue Ramón el que decidió ir a sentarse con su oficial para tomar al toro por los cuernos.
- No este triste mi sargento –comenzó el buen Ramón en un cliché de película.
Elías lo miró sin ver e hizo una mueca que en otros tiempos hubiera sido una sonrisa.
-La muerte llega y hay que aceptarla –sentenció el soldado.
El sargento masculló unas palabras por lo bajo y volvió a llevarse la cerveza a la boca. Hacía el gesto mecánicamente, como quien taja un lápiz o toma un medicamento amargo.
-No se nos agüite mi sargento. A la tropa no le gusta verlo desconchinflado –remachó Ramón.
Elías movió la cabeza. Estaba en otro mundo. Miguel le hizo señas al soldado para que dejara en paz al sargento. El mal consolador se fue. Miguel se paró y le llevó una nueva cerveza al oficial perdido. Decidió intentar una nueva estrategia.
-¿No sabe dónde está Felipe? –le preguntó de sorpresa como si fuera nuevo en el cuartel.
Elías le clavó la mirada y musitó por lo bajo:
-Está muerto por mi culpa.
Miguel se fue para atrás. Había escuchado tonteras en su vida pero esa era cósmica.
-¡¡¡No la chingue mi sargento!!! –escupió indignado- ¡Felipe está muerto porque se metió a los trancazos con esa bola de idiotas del 1er batallón! ¡Usted no tiene la culpa de nada!
El sargento se incorporó como impulsado por un resorte, tiró la mesa con todos los envases encima y agarró a Miguel con brusquedad del uniforme en tanto le gritaba:
- ¡No me vengas a decir tu versión estúpida de la vida!
Y lo agarró a golpes. Toda la tropa tuvo que intervenir para detener al sargento. Miguel no metió las manos. Se sentía más que honrado que su oficial se la partiera con tal de que desahogara su tristeza.
Entre 8 hombres lo inmovilizaron pero el sargento no dejaba de convulsionar y gritar como poseído:
-¡¡¡Yo lo maté!!!



El doctor Ulises Cardenal miró a su paciente. Era un hombre por demás fornido. Un “hombre de a de veras”. Las lágrimas surcaban su rostro sin que un sólo sonido saliera de sus labios. El psiquiatra movió lentamente su pluma jugueteándola entre sus dedos.
- Y entonces don Elías ¿por qué dice que usted es culpable de la muerte del cabo Felipe?
Saliendo de su silencio, el hombrón le respondió secamente.
-Ya no era cabo. Renunció porque no le gustaba estar por encima de los demás hombres.
- Bueno, pero ese no es el punto, sino la culpabilidad que usted siente por las acciones de un soldado bajo su mando.
- Es que yo lo maté –sentenció brutalmente el sargento.
Ulises miró el reloj y optó por seguir la cita aunque el tiempo se había terminado.
-Bueno, le doy la razón: usted lo mató. Pero no me queda claro el motivo que lo llevó a hacerlo. Acláremelo por favor.
Elías lo miró un segundo confundido, pero después prosiguió con fluidez:
-Lo maté por no aplicar el reglamento.
Silencio quieto entre miradas que intercambian vacíos de información.
-Felipe vino a mí, doctor. Vino a mí y me suplicó que lo mandara una semana a la celda de castigo. Se me hizo la petición más absurda que soldado alguno me hubiera hecho.
Cardenal agarró el hilo de la madeja mental.
-Felipe necesitaba ir ahí. ¿Por qué?
El sargento Elías Trano bajó la mirada y se mordió los labios.
-Me dijo que estaba muy arrecho. Que los hombres del 1er batallón le estaban moliendo el hígado.
-¿Y por eso quería ir a la celda de castigo?
- Si –respondió secamente el atribulado hombre.
- Bueno, ¿y por qué no lo complació?
Las miradas se cruzaron nuevamente.
-¿Cómo iba a hacer eso?
Las lágrimas surcaron el rostro crispado del oficial.
-Él se lo estaba pidiendo. ¿Qué tenía de malo complacerlo? –planteó el médico.
Elías movió la cabeza una y otra vez.
-¿Cómo cree que lo iba a mandar a la celda de castigo? ... ¡¡¡Él era mi mejor amigo!!!...
El hombre se tapó las manos y los sollozos convulsionaron su pétreo cuerpo de rudo soldado, en tanto los ojos del eminente psiquiatra se llenaban del agua salada del corazón. “Si, la amistad también asesina...”

ICTERICIA ARBITRARIA

Toda ciudad evoluciona y Mérida no es la excepción. Ahora bien, lo deseable es que se evolucione para bien, no que involucione y regrese a tiempos obscuros en que las autoridades hacían lo que querían sin tomar en cuenta a sus gobernados. Porque estas no son épocas en que la ciudad estaba llena de baches y el único camino bien pavimentado era el que llevaba de la casa del alcalde al Palacio Municipal. Ni tampoco son aquellos tiempos en que a golpes se disolvían las manifestaciones de ciudadanos indignados por la pérdida de las aceras. Ni mucho menos es la era en que el gobernante en turno utilizaba a los trabajadores municipales como servicio doméstico.
Entonces, si todo eso ha sido dejado atrás, ¿por qué el respetable alcalde César Bojórquez Zapata ha permitido que el Jefe de la Policía Municipal, Francisco Calero Reyes, tome medidas arbitrarias sin consultar a quienes afecta? A las pruebas me remito. El miércoles 23 de abril le informamos públicamente al Presidente Municipal de Mérida, a través de Voces del Público, que la Policía Municipal perjudicaba enormemente poniendo conos que impedían el estacionamiento en la calle 55 entre 62 y 64. Y se le hacía saber que los vecinos del Centro Histórico tienen derecho a estacionar sus autos en la puerta de sus casas. Al día siguiente, como por arte de magia, los conos desaparecieron. Pero el Ing. Bojórquez actuó como los genios de la lámpara de los chistes: se quitaron los conos, pero toda la calle 55, desde la 64 hasta la 52, fue pintada de “amarillo”
Esta ictericia arbitraria afectó a todos, no sólo a los vecinos, sino también a aquellos que tienen la gracia o desgracia de trabajar en el centro (locutores de radio incluidos) y, especialmente, a aquellos comerciantes y empresarios que tienen sus negocios sobre dicha calle.
He estado al pendiente y en el Diario de Yucatán no he encontrado explicación alguna a dicha medida. Ni el Alcalde, ni el jefe de la Policía Municipal, han dicho ni pío al respecto. ¿Y el estudio de sustentabilidad para conocer el impacto de dicha medida entre los habitantes, trabajadores y comerciantes del Centro Histórico? ¿Y los estacionamientos alternos que el Ayuntamiento debe abrir o promover para apoyar la medida? ¿Y las entrevistas con los afectados para darles a conocer la medida y conciliar al respecto? ¿Y la rueda de prensa para dar a conocer las razones de pintar de amarillo toda una calle que de primaria no tiene ni el nombre? ¿Y los letreros con los horarios y días autorizados para poder estacionarse en ella?
No entiendo, se quiere que los autos no entren al Centro Histórico, pero se les dan facilidades para que lo hagan. ¿Es justo que se ignore a los ciudadanos? En otras ciudades como Guadalajara y Monterrey, los vecinos tienen derecho a estacionar en el frente de sus casas de 8 de la noche hasta temprano en la mañana. Se respetan sus derechos, no los atropellan arbitrariamente.
Ahora bien, si quieren volver la calle 55 primaria, que den opciones a quienes sobre ella viven. No se trata de cerrar por cerrar y que se aguanten los que no les gusta. No por algo don Emilio Cruz García (Voces del Público, domingo 4 de mayo) solicitó al Gobierno del Estado que intervenga. Se vulneran derechos.
Josefina, vecina de dicha calle, me dice que debemos resignarnos. Su hermana Dulce va más allá: cuando estaciona para bajar su compra del supermercado, no deja que los policías la intimiden. Les pide que la ayuden. Son servidores públicos ¿no? Su tía, doña Judith Pérez Romero, toda una institución musical en Yucatán, pasa las de Caín para visitarlas. ¿Y que decir de los hijos de doña Olda que tienen que pagar estacionamiento para visitar a su señora madre en la casa del creador de Lela y Chereque? “Es inútil –me dice doña Olda- ya nos quejamos y no nos hacen caso”. Ni que decir, por poner un ejemplo, del dueño de una fotografía ubicada en el mismo tramo que reseño (55 entre 64 y 62), sus clientes huyeron. ¿Y los dueños de los hoteles? Pues sufriendo que los huéspedes que llegan de fuera no pueden estacionar para bajar sus maletas.
Señor Alcalde, restringiendo la ciudad y tomando medidas arbitrarias no es como los meridanos queremos ser gobernados. Queremos que se nos tome en cuenta y que, si la medida es verdaderamente necesaria, que lo demuestre y se den alternativas para quienes por esos rumbos viven. Recuerde que el INAH suele ser muy restrictivo con los lugareños que deseen modificar sus fachadas para hacer sus cocheras. Con los de fuera no tanto.
Me da tristeza decirlo, pero como se ve que ni el Alcalde ni el Jefe de la Policía Municipal viven en el Centro Histórico. Estoy seguro que pensarían de otra manera si lo hicieran— Eduardo Ruz Hernández eduardoruzhernandez@gmail.com

CRONICA DE UN BRUTAL ASEDIO: MERIDA 1867

Mérida, la capital del Estado de Yucatán, es una singular ciudad sinónimo de paz y tranquilidad. En sus 452 años de fundada Mérida ha sido testigo de muchos hechos históricos interesantes y cruciales desde la llegada de Francisco de Montejo el Mozo en 1542, su fundador, hasta la reciente visita del Papa Juan Pablo II en agosto de 1993. Como ciudad epicentro de las actividades económicas, políticas y sociales, primero de toda la Península y después sólo del Estado de Yucatán, Mérida ha gozado, sufrido y padecido todo tipo de acontecimientos, tales como la ejecución pública del indígena rebelde Jacinto Canek el 14 de diciembre de 1761, o la memorable visita de la "Emperatriz" Carlota a Yucatán realizada del 22 de noviembre al 15 de diciembre de 1865.
Sin embargo, nada perturbó más su paz, ni destruyó tanto su tranquilidad, como el cruel sitio que sufrió a manos de las fuerzas republicanas comandadas por el entonces Coronel Manuel Cepeda Peraza, del 21 de abril al 15 de junio de 1867. Así es mi fino y curioso lector, la apacible ciudad de Mérida fue bárbaramente sitiada por 55 días. Los horrores de la guerra, el hambre, las enfermedades y la muerte, se sintieron con toda su crudeza en Mérida. No crea usted que le estoy hablando de Cuautla, Stalingrado o Sarajevo, por mencionar alguno de los sitios más cruentos de la historia, no. Pasó en Mérida y fue tan cierto y tan real que si usted hubiera vivido hace 127 años, no hubiera podido caminar tranquilamente sobre la calle 60 hacia la Plaza Grande para comprar un periódico.
¿Qué fue lo que pasó? Es lo que trataré de aclararle limpiando el polvo del pasado con la diestra escoba de la investigación, pero, para poder hacerlo, necesito que usted se ubique en Mérida y trate de transportarse junto conmigo en el tiempo. Vamos a presenciar un trágico capítulo de nuestra historia. ¿Listo? Agárrese de mis palabras y no pierda el hilo de las mismas porque puede perderse en los obscuros laberintos de la historia, de donde nadie jamás podría rescatarlo...

PRENDE EL FUEGO DE LA GUERRA

Año de 1867. Todo México se sacude vigorosamente el yugo del efímero Imperio de Maximiliano. Las tropas francesas se han embarcado de regreso a su país y las fuerzas republicanas se movilizan acaudilladas por el Presidente Lic. D. Benito Juárez García. El jueves 17 de enero de 1867, antes que los primeros rayos del sol asesinaran la oscuridad de la noche, un solitario jinete, ligeramente embozado, salió de la ciudad de Mérida. Los pocos que lo vieron salir no se fijaron muy bien de él, pero hubo quien dijo que era un señor que vendía jaulas para pájaros en la esquina conocida con el nombre de la "Punta del Diamante", en una casa situada en el cruzamiento de las calles 64 y 75 del barrio de San Sebastián. Lo que si fue obvio, es que el misterioso jinete eludió a los guardias que cuidaban la salida de la ciudad, perdiéndose por misteriosas veredas que solamente podía conocer un experimentado guerrero. El fiero león republicano Manuel Cepeda Peraza, que había vivido como cordero entre sus enemigos imperialistas, había escapado de la jaula...
Pocos días después los rumores de la guerra republicana contra el Imperio fueron llegando a Mérida. Cepeda Peraza se movía como un huracán por todo Yucatán y a su paso se estremecían las fuerzas imperiales. Tres meses después, el domingo 21 de abril de 1867, Cepeda Peraza ocupó las plazas de Mejorada y San Cristóbal, estableciendo su Cuartel General en la casa particular de doña Tomasa Pacheco, situada en el lado Sur de la plaza de la Mejorada, sobre la calle 59. Los graves y pausados clamores de la campana mayor de Catedral anunciaron a los habitantes de Mérida que el sitio de la ciudad había comenzado por el Oriente.
El Comisario Imperial, Ing. José Salazar Ilarregui, declaró la ciudad en Estado de Sitio el lunes 22 de abril, asumiendo todos los poderes como Supremo Jefe Militar. La gente, asustada por la presencia de importantes tropas tanto imperiales como republicanas, se refugió en sus casas cerrándolas a piedra y lodo, no sin antes abastecerse de provisiones de boca y jarro.
¿Cómo era Mérida en 1867 cuando fue sitiada? La ciudad se extendía principalmente alrededor de la Plaza Grande y hacia el oriente y sur de la misma, y tenía una importante población de 30 mil habitantes. Las familias más pudientes generalmente vivían en el centro de la ciudad y su lugar de distracción y recreo era la Alameda o Calle Ancha del Bazar, situada en la calle 65 entre 54 y 56. La clase media vivía usualmente en los suburbios de San Cristóbal, Mejorada y Santa Ana, y en los demás vivía la gente de escasos recursos.
Las casas de mampostería estaban construidas en el centro y en las calles reales de la ciudad, es decir, en aquellas que conducían a los caminos de Sisal, Campeche, Izamal, etc. Abundaban los solares yermos y las chozas de paja. La ciudad estaba delimitada por las plazas de Santa Ana, Santiago, San Sebastián, San Cristóbal y Mejorada.
Todavía existía la Ciudadela de San Benito, la cual se encontraba en poder de las fuerzas imperiales. Este importante bastión ofrecía una magnífica posición estratégica debido a que estaba edificado a 25 metros sobre el suelo de la ciudad, por lo que desde ahí se dominaba perfectamente todo el perímetro de la población. Su ubicación era más o menos la siguiente: al Norte llegaba a la calle 65, inclusive hasta donde está la Oficina de Correos; al Oriente hasta donde está el antiguo Portal de la Pescadería; por el Sur rebasaba la actual calle 69, que no existía en ese tramo, y por el Poniente hasta cerca de los Portales de Granos.
¿Dónde cree usted que estaba instalado el Comisariato Imperial y por ende el Cuartel General de las fuerzas del Imperio? Nunca se lo habría imaginado: en el edificio situado en el cruzamiento de las calles 60 por 57, que hoy es la sede de la Universidad Autónoma de Yucatán.

SE CIERRA EL CERCO

Desde el bastión imperialista de San Benito se abrió fuego de artillería pesada contra el contingente republicano y su Cuartel General, situados en la plaza de Mejorada, causando los primeros muertos de la contienda y los primeros destrozos en la ciudad. La torre derecha de la Iglesia del Carmen de Mejorada recibió tantos impactos al cabo de los días, que se derrumbó. Una granada cayó tan cerca del Gral. Cepeda Peraza, que un pedazo de metralla le atravesó los pantalones a la altura del muslo al Lic. Luis Gómez, quien estaba conversando con él. Tuvo tan buena suerte que no sufrió más heridas que el terrible susto que se llevó y el agujero en el pantalón.
Diariamente, en la mañana y en la tarde, tronaban los cañones imperialistas de San Benito, pero los republicanos emplazaron su mortífero fuego en contra del baluarte imperialista con buenos resultados. Las salidas que hacían los sitiados provocaban combates de fusilería entre ambos bandos, que degeneraban en luchas cuerpo a cuerpo y cargas a bayoneta calada, mortal arma blanca muy usada en esos reñidos encuentros que sucedieron durante el sitio.
El Coronel José Apolinar Cepeda Peraza, por los días en que se iniciaba el sitio, tomó el puerto de Sisal, no obstante la feroz resistencia de la guarnición imperial y las numerosas bajas que tuvo, apoderándose de tres piezas de artillería, fusiles y municiones de guerra. Tan pronto aseguró la plaza de Sisal, se encaminó presuroso a Mérida donde estableció su campamento en la plaza de Santiago, cerrando así el sitio por el Poniente. Otro Coronel republicano, Manuel Fuentes, estableció el frente en el Sur de la ciudad, en la Ermita de Santa Isabel, desde donde dominaba la plaza de San Sebastián. El cerco se cerraba aún más para Mérida.
Le quedaba por cerrar a los sitiadores el frente Norte, o sea, la plaza de Santa Ana, que estaba ocupada por una columna imperialista al mando del Coronel Marcelino Villafaña, quien protegía de esta forma la introducción de víveres y armamento a la ciudad. Cepeda Peraza en persona, al mando de tres columnas, atacó a Villafaña el sábado 4 de mayo de 1867, en uno de los combates más terribles y sangrientos del sitio, obligándole a desamparar la plaza y a retirarse al centro de Mérida. Cayeron en poder de Cepeda fusiles, parque y prisioneros, entre ellos el Capitán Loreto Carrillo, quien al calor de la lucha y la pasión partidista estuvo a punto de ser fusilado, habiendo pedido él mismo comandar su pelotón de fusilamiento, satisfacción que no se le pudo dar porque el Lic. Yanuario Manzanilla evitó tan inútil como heroico sacrificio. Los cuatro puntos cardinales de Mérida estaban tomados, el cerco se había cerrado, sólo quedaba esperar.

ENCERRADOS CON LA MUERTE

Por las noches, según nos relata Luis Hernán Espinosa Sierra en un interesante artículo titulado "El primer centenario del sitio de Mérida" publicado en la Revista de la U.D.Y., para levantar el ánimo del vecindario y de la tropa, las bandas de música de los batallones acampados en Mejorada y San Cristóbal, tocaban las mejores piezas de su repertorio, siendo muy aplaudidas por el público asistente que así se olvidaba de sus tribulaciones, de los horrores de la guerra que padecían en su propia ciudad, y de las efervescencias políticas que habían dividido a Yucatán; porque hay que hacer notar que eran tantos los yucatecos que apoyaban al Imperio, los artesanos por ejemplo, como los que favorecían a la República. Al finalizar cada ejecución musical las vivas a la República tronaban en el aire, en tanto los cañones de San Benito disparaban en medio de la obscuridad tratando inútilmente de acallar el entusiasmo de los partidarios de la República.
Tétricas noches aquellas de música y gritos de entusiasmo entre el hambre y la miseria de los sitiados habitantes de Mérida. Y es que la draconiana resolución del Coronel Manuel Cepeda Peraza de no permitir la entrada de víveres a Mérida, ni la salida de las familias, hizo el sitio cada día más terrible. Juan Francisco Molina Solís, en su Historia de Yucatán, nos narra que la carencia de alimentos era tan extrema que se comían diariamente perros para poder subsistir. El comercio estaba agotado y las provisiones eran muy escasas, así como los pertrechos de guerra. No obstante, los combatientes permanecían firmes en su puesto. El cansancio, las heridas y el hambre, agotaban las fuerzas y, durante los 55 días que duró el sitio, hubo incesante fuego de fusilería y artillería por ambas partes; las balas eran tan nutridas en las calles que se hacía imposible sepultar a los muertos, aunque muchos pudieron, a costa de otras vidas, ser sepultados en la manzana de la iglesia de El Jesús.
La ocupación de la ciudad por parte de los republicanos se hizo lentamente. Los soldados horadaban las paredes de las casas para avanzar, para así evitar el inútil derramamiento de sangre que hubiera resultado si avanzaban por las calles al descubierto. Estas horadaciones daban lugar a sangrientos y rabiosos combates cuerpo a cuerpo, así como también a saqueos, robos y demás actos violentos que acompañan todo avance de soldados en guerra. Pero los partidarios del Imperio, alertados ante esta singular forma de avance, vigilaban estrechamente las esquinas para abrir fuego apenas vieran pasar de una acera a otra al enemigo. A pesar de las pérdidas en hombres, los republicanos pudieron avanzar hacia el centro de Mérida.
En Santa Lucía, como era un lugar despejado por la plazuela y la Iglesia, se trabó un sangriento combate luchando hasta en lo que hoy es el hermoso parque. La artillería republicana desalojó a los defensores imperiales de las azoteas y del templo, no sin un trágico saldo de vidas humanas sacrificadas en aras de la violencia inútil. Las fuerzas republicanas que venían de Mejorada llegaron hasta el parque Hidalgo, a pesar del intenso fuego enemigo que recibían desde las torres del templo de El Jesús o Tercera Orden. Pero ya no pudieron avanzar más porque el edificio del Comisariato, erigido en 1711, era inexpugnable.

EL PRINCIPIO DEL FIN

Entre tanto ocurrían estos combates, las fuerzas republicanas del barrio de Santiago, al mando del Coronel José Apolinar Cepeda, llegaron hasta el hoy desaparecido templo de Jesús María, situado en la calle 59 entre 64 y 62. Es importante hacer un paréntesis para decir que la Iglesia Católica fue despojada de este hermoso templo por el gobierno del general sonorense Salvador Alvarado, quien lo convirtió, ironía de ironías, en Templo Masónico. Posteriormente se demolió y el terreno, de propiedad nacional, fue destinado por cesión de la Secretaría de Gobernación al Gobierno de Yucatán, para que se levantase allí un Teatro Municipal. Finalmente, para cerrar esta interminable cadena de infamias, el municipio meridano vendió el predio a un propietario particular, quien lo convirtió en estacionamiento, uso que hasta el día de hoy conserva.
Pues bien, el templo de Jesús María cayó en poder de los republicanos después de rabiosos combates, saliendo herido el Coronel Apolinar Cepeda Peraza y don Ricardo Molina, quien por desgracia vivía a espaldas de dicha Iglesia. Desde esta nueva posición se atacó la sede del Comisariato, recibiendo en respuesta un fuerte ataque que causó fuertes bajas en uno y otro bando.
La lucha era tenaz en todos los frentes: San Cristóbal, Mejorada, Santa Lucía, Jesús María, San Juan, etc. Los imperialistas conservaban las alturas de la Iglesia de El Jesús, el Comisariato, el Ayuntamiento, la Ciudadela de San Benito, etc., o sea, el mero centro de la ciudad.
El Coronel Francisco Cantón, leal imperialista, organizó en Valladolid y Tizimín una fuerza militar con la idea de levantar el sitio y dispersar a los sitiadores, por lo que marchó hacia Mérida librando varios combates en el camino. El martes 4 de junio Cantón llegó a Mérida y penetró por la fábrica de tejidos "La Constancia", sorprendiendo algunas trincheras del campamento republicano de San Cristóbal. Se dice que Cantón pensaba hostigar la retaguardia de las fuerzas sitiadoras, pero que la orden terminante del Comisario Imperial Salazar Ilarregui lo hizo forzar el frente republicano y entrar a Mérida, aunque esta acción le causó un gran número de bajas porque al entrar quedó expuesto bajo dos fuegos.
Una vez bajo los resguardos de la Ciudadela de San Benito, el Coronel Cantón salió nuevamente al combate con miras de dispersar a los republicanos. La contienda fue formidable, nos dice Juan F. Molina Solís, y se prolongó hasta la una de la tarde con pérdidas de importancia. Tres veces estuvieron los imperialistas a punto de triunfar en la batalla librada en el campamento de San Cristóbal, pero al final se tuvieron que replegar a San Benito. Fue la señal de su fin. En la noche de ese mismo día 4 de junio llegó la columna republicana del Coronel Manuel Rodríguez Solís y ocupó la plaza de San Juan Bautista, con orden de extender sus trincheras hasta ponerse en contacto con los otros campamentos de Santiago y San Cristóbal, para dejar así circunvalado el centro de la ciudad. Se estrechó aún más el cerco para no permitir la entrada de víveres ni la salida de las familias. Mérida se rendiría por hambre.

CONCLUYE LA AGONIA

El asedio tomaba proporciones alarmantes y día a día se estrechaba aún más. Agotados los medios de vida, el hambre había entrado como invitada indeseable a los hogares de los meridanos atrapados en la contienda. La gente estaba cansada de vivir en continuo peligro, en medio de tropas que sin interrupción se batían, penetrando a las casas particulares por agujeros en las paredes para convertirlas en posiciones ofensivas y defensivas. La situación ya estaba llegando al límite. El Gral. Felipe Navarrete recibió instrucciones del Comisario Imperial Salazar Ilarregui para proponer la capitulación. Tal vez ya le habían llegado las noticias de la caída de Querétaro y la prisión de Maximiliano, ocurridas el 15 de mayo.
El viernes 14 de junio de 1867, a las 8 de la mañana, don Ramón Juanes Patrulló, vicecónsul americano, y don Donaciano García Rejón se presentaron en el campamento republicano con un mensaje del Gral Navarrete y la misión de promover un armisticio. Cepeda Peraza rehusó oír sus proposiciones por venir del Gral. Navarrete, limitándose a informarles que él sólo trataría directamente con el Comisario Imperial. Parecía que la paz no era posible, pero a las 7 de la noche de ese mismo día se presentó nuevamente don Donaciano García Rejón acompañado esta vez por el Coronel Daniel Traconis, con plena autorización del Comisario Imperial para proponer los términos de la capitulación de la plaza de Mérida. Cepeda nombró al Coronel Miguel Castellanos Sánchez y al Lic. Yanuario Manzanilla para conferenciar con los mensajeros del Imperio. A Cepeda Peraza no le parecieron las propuestas imperialistas, así que convocó un Consejo de Jefes y Oficiales y, después de escucharlos, les dio a conocer a los comisionados enemigos su única y definitiva propuesta.
A las 4 de la mañana del sábado 15 de junio de 1867, García Rejón y Traconis regresaron al campamento republicano con la debida autorización para aceptar las condiciones impuestas por Cepeda. El Acta de Capitulación acordaba respetar la vida y la libertad de todos los militares y civiles que hubieran defendido la causa del Imperio, conceder pasaporte a los Jefes y Oficiales para salir al extranjero, así como al Comisario Imperial Salazar Ilarregui. Suscrita la Capitulación por los comisionados de ambas partes, fue ratificada por Salazar Ilarregui y Cepeda Peraza. Se recibió el armamento y parque de los partidarios del Imperio, y se rindió la plaza en medio de un impresionante silencio. Mérida no había pasado nunca por prueba semejante.
El Gobernador de Campeche Pablo García, al saber que se le había concedido un pasaporte para Nueva York al Comisario Salazar Ilarregui, exigió que le fuera entregado para fusilarlo como traidor a la patria, enviando una cuadrilla militar a Sisal para impedir que embarcara. Cepeda Peraza se negó a complacer las pretensiones de García, manifestando que él había dado su palabra de honor en la Capitulación que aseguraba la vida y la libertad de Salazar Ilarregui, y que en caso de insistir en su arbitraria petición, él mismo se encargaría de velar por su buen embarque. Ante la firmeza de Cepeda Peraza, Pablo García desistió.

REMATANDO EL IMPERIO

El ex Comisario Imperial Salazar Ilarregui embarcó sin ningún contratiempo con destino a Nueva York, en tanto que sus Oficiales lo hicieron con destino a La Habana. Los republicanos habían hecho honor a la tradición caballerosa de su doctrina, y le pagaron con la misma moneda a Salazar Ilarregui, ya que él fue quien les había levantado el destierro a los republicanos cuando tomó posesión de su cargo de Comisario Imperial el 4 de septiembre de 1864.
El sitio de Mérida duró 55 días, durante los cuales muchas vidas de uno y otro bando fueron segadas. Se calcula que hubo unos 1,500 muertos. El 16 de junio Cepeda Peraza hizo su entrada triunfal a Mérida entre ruinas y escombros, y en medio de repiques de campanas y demostraciones de júbilo popular. Sin embargo, la ciudad ofrecía un aspecto lúgubre y funesto: las casas cerradas, las calles solitarias, tristes, desoladas, e innumerables heridos yacían en los hospitales esperando recibir asistencia médica. Fue necesario que transcurriese algún tiempo para que la sociedad volviese a su vida normal.
La ciudad había sufrido infinitos deterioros y la destrucción de numerosos edificios, entre ellos los templos de Jesús María y Mejorada, que habían sido el blanco de la artillería de ambos combatientes y que señalaban con sus pavorosas ruinas la dureza y prolongación de la guerra. En el interior de las casas reinaba la desolación y la miseria más espantosas, causadas por tan largas privaciones. Las horadaciones a través de las casas habían llevado, como consecuencia irremediable, robos, saqueos y ruina. Una guerra semejante jamás se había visto en Yucatán.
Cuatro días después de la capitulación de Mérida, el miércoles 19 de junio de 1867, la sangre de Maximiliano, Miguel Miramón y Tomás Mejía teñía de rojo el Cerro de las Campanas de Querétaro. El Imperio había sido ahogado en su propia sangre. El Coronel Manuel Cepeda Peraza fue elevado por el Presidente Juárez al grado de General de Brigada, y con este carácter estuvo gobernando hasta que fue nombrado Gobernador Constitucional de Yucatán.
127 años después no queda vivo ninguno de los participantes del sitio de Mérida, pero sus descendientes siguen caminando por las calles de la ciudad. Tal vez ellos ignoran que hace 127 años sus ascendientes tuvieron que pagar un precio de sangre y muerte por ir del parque de Santa Lucía a la Iglesia de El Jesús. Que este artículo les sirva pues de recordatorio.

¿DÓNDE QUEDARON LOS RESTOS DEL GENERAL?

Revisando una antigua revista universitaria yucateca, ORBE, me encontré un interesante artículo escrito por Rina Enriqueta Vadillo Gutiérrez, una estudiante de esa época, 1940, que escribió una bien documentada biografía del General Manuel Cepeda Peraza. Al leerla, se me vinieron a la mente muchos gratos recuerdos y también el amargo sabor de saber que tan heroico General estuviera perdido. Si, tal y como usted, mi curioso y simpático lector, lee, Cepeda Peraza está perdido. Año con año los tres poderes del estado de Yucatán y las más altas autoridades universitarias, se reúnen en el día de su muerte, 3 de marzo, para rendirle un homenaje a los pies de su estatua. Las más altas autoridades repiten este ritual cívico, año tras año, para nunca olvidar a tan egregio patriota. Pero nadie sabe, no se tiene ni la más remota idea, que este General tan venerado y respetado en Yucatán está completamente perdido. Y lo escribo con todo el sentido que conllevan éstas palabras. "¿Cómo puede ser esto?", se preguntar usted, caro aficionado a la historia de nuestros héroes ilustres. Pues muy sencillo: nadie sabe donde quedaron los restos mortales del General Don Manuel Cepeda Peraza. Se le rinde homenaje a una fría estatua que se eleva imponente en un pedestal, pero los despojos mortales, los retos áridos, el esqueleto de tan gran hombre, yace perdido en la sórdida negrura de la historia. Se le rinden honores a una estatua vacía, porque no se tuvo el cuidado de preservar sus restos...
Pero demos una breve repasada a su fructífera vida para poder entender mejor la grandeza de este héroe de nuestra patria chica.

YUCATECO CIEN POR CIENTO

Si hay algo que nos queda muy claro, es que ningún héroe es digno de mayor admiración en todo Yucatán que el General Manuel Cepeda Peraza. Yucateco de pura cepa, Cepeda Peraza nació el 19 de enero de 1828 en una casa situada al poniente de la Iglesia de Santiago en Mérida. Fueron sus padres don Andrés Cepeda y doña Narcisa Peraza. Tuvo cinco hermanos: Andrés, José Apolinar, Eutemia, Pilar y María del Carmen. ¿En que radica la grandeza de este hombre? Pues bien, en que don Manuel Cepeda Peraza fue uno de los más grandes defensores de la libertad y la república, además del ser el fundador del Instituto Literario, abuelo de la actual Universidad Autónoma de Yucatán. Porque en Yucatán, en esos tiempos, la educación media y superior estaba exclusivamente en manos del clero y se tenía que estudiar en el Seminario Conciliar de San Ildefonso, único plantel de enseñanza media superior, para luego estudiar las 3 únicas carreras que existían en ese tiempo: Sacerdote, Abogado o Médico. Cepeda Peraza optó por una cuarta: Soldado.
Y aunque Cepeda Peraza realizó otras importantes obras y servicios a la patria, nada lo ha hecho alcanzar más la gloria como el hecho de haber fundado esa escuela. Porque, le diré, Cepeda Peraza luchó por la defensa del sistema republicano y federal desde que era muy joven, entró a los 16 años a la Guardia Nacional, cuando el 15 de septiembre de 1853 secundó el levantamiento de Sebastián Molas que se levantó en armas contra la dictadura del General Antonio López de Santa Anna. Derrotados, Cepeda Peraza tuvo que huir, primero a Belice y después a Nuevo Orleans, salvando su vida por un pelo cuando ya tenía precio su cabeza: 500 pesos por entregarlo vivo o muerto. Molas no tuvo tanta suerte y fue ignominiosamente fusilado.
En los Estados Unidos de Norteamérica conoció a don Benito Juárez que estaba también en el destierro, y después luchó con las fuerzas republicanas en los estados del norte. El entonces Capitán Ignacio Zaragoza, quien años más tarde se cubriría de gloria en la famosa batalla de Puebla, escribió de Cepeda Peraza: "... manifestó un valor y serenidad que admiraban a todo el Ejército Libertador, que siempre le veía en los puntos más peligrosos recorriendo constantemente la línea con laudable actividad y celo, estas circunstancias unidas a las cualidades de su bello carácter y delicada educación, lo han hecho acreedor al aprecio de todos los Nuevo Leoneses y muy particularmente al de aquellos que tuvimos el honor de militar a sus órdenes..."
Volvió Cepeda Peraza a su tierra y años más tarde luchó denodadamente por impedir que el imperio francés se abatiera sobre Yucatán. Derrotado en 1864, sufrió un breve destierro en la isla de Cozumel y después recibió permiso de vivir en Mérida. Un fiero león tenía que vivir como cordero entre sus enemigos. Dedicado a confeccionar jaulas para pájaros para ganarse el sustento, Cepeda Peraza vivía en el barrio de San Sebastián, en una casa situada en el cruzamiento de las calles 64 y 75, esquina conocida con el nombre de la "Punta del Diamante". De ahí se escaparía para acaudillar el movimiento libertador que restauró la república en nuestra península. Luego de un sitio de 56 días, que costó 1,500 muertos, la ciudad de Mérida cayó en sus manos el 15 de junio de 1867. Un mes después, el 18 de julio, decreta la creación del Instituto Literario del Estado, que el 15 de agosto abrió sus puertas teniendo a don Olegario Molina Solís como su primer director. Verificadas las elecciones, las gana y asume la gubernatura en medio de mil dificultades. Pero no por ello se olvidó de la cultura, y en ese mismo año de 1868 fundó la Biblioteca que después llevaría su nombre (actualmente está situada en el cruzamiento de las calles 62 y 55).
Hombre recto e inteligente, murió a los 41 años de edad el 3 de marzo de 1869; y aunque era Gobernador, justo es confesar que murió como termina todo hombre honrado: en la pobreza. La causa de su muerte fue una tuberculosis laríngea.

UNA GRAN VIRTUD

Ninguna virtud resalta tanto en el General Manuel Cepeda Peraza como la obediencia. Un aspecto de su vida que a mí me impactó, fue la exclaustración de las Monjas Concepcionistas de su Convento de Mérida. Resulta que Cepeda Peraza tuvo que llevar a la práctica las Leyes de Reforma decretadas por don Benito Juárez. Para tal efecto, el 8 de octubre de 1867 expidió una orden recordando que el 12 del mismo mes vencía el plazo que la ley del 26 de febrero de 1863 señalaba para la clausura del Convento de Madres Concepcionistas, determinando que el gobierno se hiciera cargo del edificio. La sociedad yucateca puso el grito en el cielo, ya que la mayoría de las religiosas eran personas de edad, casi ancianas, y sacarlas de su Convento era como arrojarlas a la miseria. Lo más curioso del asunto, mi fino y culto lector, es que se encabezó un movimiento para impedir que dicha orden se llevar a cabo. Se le escribió a don Benito Juárez invocando razones de humanidad, solicitando clemencia, para que aquellas pobres mujeres no fueran echadas a la calle. Eran unas religiosas que no le hacían daño a nadie, ¿para qué quitarles su casa y la única forma en que sabían vivir? ¿Y quién cree usted que encabezaba dicho movimiento? Pues ni más ni menos que doña Pascuala Argüelles y Medina, esposa del General Manuel Cepeda Peraza. Se había casado con ella el 21 de febrero de 1852 en Motul. Sólo tuvieron un hijo, Manuel, el cual falleció a los 4 años de edad a consecuencia de la tosferina. Patético, por no decir dramático, debió ser para el General Cepeda tener que enfrentarse a su propia esposa, pero no por ello claudicó. Órdenes son órdenes y Cepeda Peraza se mantuvo firme en su cumplimiento, aunque no podemos dejar de mencionar que no fue indiferente al destino de las Monjas exclaustradas, ya que expidió una Orden por la que asignaba dos mil pesos a cada una de dichas religiosas, aunque la dote que hubiesen dado al Convento no hubiese ascendido a tal cantidad. ¡Qué rectitud en el cumplimiento del deber! Definitivamente que el General Cepeda tenía la obediencia de un Santo, aunque no estemos muy de acuerdo en esta acción liberal.

LIBERAL Y CREYENTE

Pero como a todos los mortales, la hora de su muerte llegó, y a los 26 minutos del día 3 de marzo de 1869, falleció el General Manuel Cepeda Peraza. Tenía solamente 41 años. Yucatán se vistió de luto y sus restos recibieron muy sentidos homenajes. Primero en la casa mortuoria, marcada hoy con el número 505 de la calle 59, después en el Instituto Literario del Estado, que él había fundado, y después en el Palacio de Gobierno, ya que murió siendo el Gobernador Constitucional. Terminados estos homenajes, el viernes 5 de marzo, su cadáver fue trasladado a la Santa Iglesia Catedral. Como bien nos explica Rina Enriqueta Vadillo Gutiérrez, quien era pariente de la esposa del General, llevaron sus restos a la Catedral porque Cepeda Peraza era Católico. ¡Qué interesante! Un católico republicano y liberal que, obedeciendo órdenes, tuvo que exclaustrar a las religiosas concepcionistas. Mi admiración crece aún más por este guerrero. Luego de que la Iglesia le rindiera los últimos honores, el General Cepeda fue enterrado en el Cementerio General. En el lugar donde fue sepultado se levantó un monumento con la siguiente inscripción: "C. GENERAL MANUEL CEPEDA PERAZA. Falleció el 3 de marzo de 1869. Dedica esta memoria su esposa Pascuala Argüelles de Cepeda".
El 26 de abril de 1869 fue declarado "Benemérito del Estado", y su nombre se mandó inscribir con letras de oro en el salón de sesiones del Congreso del Estado, declarándose día de duelo el 3 de marzo de cada año. Un año después de su muerte, el Lic. Manuel Cirerol diría en un homenaje frente a su tumba: "Morir como tú es una inmensa dicha, porque es vivir para siempre en la memoria de todas las generaciones".
El 27 de mayo de 1870 el Gobierno del Estado concedió a la señora Pascuala Argüelles Viuda de Cepeda, la propiedad del sepulcro que guardaba los despojos mortales de su amado esposo, y el terreno que ocupaba en el Cementerio General de Mérida.

HISTORIA DE UNA INFAMIA

A los cinco años de haber sido enterrado el cadáver del General Cepeda Peraza, nos cuenta Vadillo Gutiérrez, comenzó a correr el rumor de que los adictos al Imperio pretendían sacarlo de su tumba para arrastrar su cadáver por las calles de la ciudad. Ante tan alarmante rumor, su viuda se entrevistó con el Coronel Manuel Fuentes, su compadre, para que éste gestionara que a escondidas fuera extraído el cadáver de su esposo para trasladarlo a otro lugar más seguro, a fin de evitar que se consumara cualquier atentado contra su memoria.
Extraído el cadáver a escondidas y de noche, fue trasladado inmediatamente a la Capilla de San José, en la Santa Iglesia Catedral, donde se le dio nueva sepultura. Ahí, una lápida de mármol de 63.5 por 43 centímetros resguardó sus restos por muchos años.
Cuarenta y siete años después de su muerte, en 1916, el General sinaloense Salvador Alvarado, quien importó la Revolución a Yucatán, mandó destruir la Capilla de San José para abrir el llamado "Pasaje de la Revolución" (entre la Catedral de Mérida y el Ateneo Peninsular, que antes era la sede del Obispado). En las excavaciones que se hicieron se encontraron numerosos huesos que fueron depositados en barriles para ser llevados a tirar, como si de basura se tratara, a las afueras de la ciudad. Y no hay duda de que entre éstos se encontraban los restos del general Cepeda Peraza, pues hasta el día de hoy se ignora por completo donde reposan los despojos mortales de tan célebre General.
Pero, ¿es que nadie hizo nada por evitar tan sacrílega barbarie? - se preguntará usted visiblemente escandalizado - ¿Nadie impidió que los restos del Benemérito del Estado fueran tirados a la basura? ¿Tan ingratos somos los yucatecos? No, mi escandalizado lector, sí hubo alguien que lo hiciera. Los doctores Domingo Vadillo y Argüelles, padre de Rina Vadillo Gutiérrez autora del artículo que comento, y Andrés Sáenz de Santamaría y García Rejón, Duque de Heredia, ambos emparentados con la familia de la esposa del General Cepeda Peraza, trataron de sacar los restos del Fundador del Instituto Literario cuando se derruía la Capilla del Señor San José. Localizaron la placa de mármol que indicaba el lugar donde habían estado los restos áridos de Cepeda Peraza, pero sólo encontraron las maderas de su caja mortuoria hechas polvo y confundidas con las varillas de metal que circundaban las orillas del féretro. Nada más. Por lo que se limitaron a recoger la lápida sepulcral de mármol para donarla al Museo del Estado.

ENTRE LA GLORIA Y EL OLVIDO

Este año, el 3 de marzo de 1994 se cumplieron 125 años de su muerte. Como cada año, las más altas autoridades le fueron a rendir homenaje a su estatua, ubicada en el monumento levantado a su memoria en la plazoleta situada frente al Gran Hotel, 60 por 59; lugar que oficialmente se llama "Parque Cepeda Peraza", aunque nadie lo conoce por este nombre sino con el nombre de "Parque Hidalgo". Los festejos de este año fueron muy discretos, no se publicó ningún artículo para recordarlo en los periódicos. Sólo una foto perdida en que se ve a las autoridades poniendo una corona fúnebre al pie de la estatua, la cual mira al norte desafiando los nuevos peligros que nos pueden venir de esas latitudes. Nadie mencionó, tal vez no lo sepan, lo injusto que fueron los hijos de Yucatán al no saber preservar el respeto debido a los restos mortales de este gran hombre. Nadie se acordó tampoco de su también heroica viuda, Pascuala Argüelles Medina de Cepeda, cuyo nombre, a mi parecer, debería llevar alguna escuela como homenaje a esta sufrida esposa, que pasó grandes penurias al no dejarle su marido más herencia que su acrisolada honradez. No hay que olvidar que detrás de un gran hombre, se encuentra siempre una gran mujer.
Ojalá que los yucatecos no nos olvidemos del ejemplo de este General, liberal y católico, que supo servir a su patria con heroísmo y abnegación, quien nos dejó el recuerdo de su memoria inmortalizado en una Escuela, semillero de la cultura y el saber, abuela de la Universidad Autónoma de Yucatán, y una Biblioteca, fuente inagotable de conocimiento, que hasta hoy perdura. Todo esto sin olvidar que tal vez nunca sabremos dónde quedaron los restos del General.

El general Manuel Cepeda Peraza

Pocos hombres en Yucatán merecen el homenaje que año con año se le tributa a don Manuel Cepeda Peraza. No obstante, a las nuevas generaciones de yucatecos no se les enseña sobre su vida. Sólo se sabe que fue general, que restauró la República en Yucatán y que “algo” tuvo que ver con la Universidad Autónoma de Yucatán (UADY), ya que el rector de la misma asiste a los actos cívicos en su honor. Muy pocos saben de la vida de miserias, sufrimientos y guerras por la que pasó este muy ilustre prócer. Nadie menciona que salvó la vida en noviembre de 1853 en tanto su compañero de armas, Sebastián Molas, era fusilado por levantarse en armas a favor de la República y en contra del despótico Antonio López de Santa Anna. Menos saben que, cuando sitiaba Mérida en los primeros días de junio de 1867, recibió la noticia de que habían bajado del vapor norteamericano “Virginia”, al mismísimo ex dictador Santa Anna con papeles comprometedores de incitar una conspiración. Cepeda Peraza tuvo en sus manos al “Quince uñas”, el mismo que años antes había ordenado su muerte. Como buen militar en el cumplimiento de su deber, mandó que lo fusilaran, pero el entonces joven Olegario Molina Solís le hizo ver el enorme problema que se suscitaría por fusilar al pasajero de un buque gringo. Cepeda reconsideró y procedió a mandar a Santa Anna a Veracruz, desde donde Juárez lo enviaría al destierro en las Bermudas.
Derrotado el imperio el 15 de junio de 1867, habiéndose rendido las tropas imperiales que tenían su cuartel en lo que hoy es el edificio central de la UADY, Cepeda respeta la vida del Comisario Imperial José Salazar Ilarregui, y la defiende a capa y espada pese a que el gobernante de Campeche Pablo García envía una fuerza militar a Sisal con el propósito de fusilar al militar imperialista. Hombre de guerra era Cepeda, pero eso no le impidió fundar el Instituto Literario de Yucatán, por ley del 18 de julio de 1867, nombrando a Olegario Molina Solís como su primer Director. Este Instituto fue el antecesor, o abuelo, de la actual Universidad.
Pero si me permiten mi opinión, la mayor gloria de Cepeda fue el tener que aplicar la ley y expedir, el 8 de octubre de 1867, una orden que recordaba la exclaustración forzosa de las religiosas del convento de madres Concepcionistas. La orden era de cruel dureza para la sociedad de esa época y la misma esposa del gobernador Cepeda Pereza, doña Pascuala Argüelles, movió cielo y tierra tratando de que no se le diera cumplimiento. Buenos tiempos eran aquellos en los que la consorte de un gobernante no lo podía doblegar en el cumplimiento de su deber, no como actualmente ocurre en que tal parece que se gobierna siguiendo los caprichos de la cónyuge. Las monjas fueron exclaustradas el 12 de octubre y el 28 del mismo mes Cepeda Peraza dispuso que se les asignara la cantidad de dos mil pesos a cada una de las religiosas. Cumplió su deber como gobernante, pero no las desamparó.
Y digo que esta fue su mayor gloria, porque muy pocos saben que don Manuel Cepeda Peraza era un católico practicante y hombre de fe a carta cabal. Tan es así, que cuando falleció a los 26 minutos del día 3 de marzo de 1869, recibió tres grandes homenajes. El primero en el Palacio de Gobierno, como gobernante y estadista; el segundo en el Instituto Literario, como promotor de la educación y la cultura; y el tercero en la Santa Iglesia Catedral, como católico devoto y ferviente. Los tres fueron muy concurridos.
Menos se sabe que sus restos fueron depositados en la capilla de la Iglesia Catedral que unía este templo con el Palacio Episcopal (hoy Ateneo Peninsular o MACAY), y que cuando el general Salvador Alvarado mandó destruir la capilla para crear el pasaje de la revolución, sus restos se perdieron irremediablemente en el polvo de la historia.
Sería muy bueno que en los homenajes que año con año el Gobierno del Estado y la UADY le rinden ante su estatua en el Parque Cepeda Pereza (mejor conocido como Hidalgo), se invitara al señor Arzobispo de Yucatán, Emilio Carlos Berlie Belauzarán, para conjuntar el postrer tributo a un hombre que supo ser excelente militar, gran estadista y caballeroso católico respetuoso de la ley aunque fuese a costa de su tranquilidad familiar y personal. Hombres como él rara vez se dan en nuestra historia. Mérida, Yucatán. eduardoruzhernandez@gmail.com

ENTUERTOS ENTRE PARIENTES

Acabo de terminar de leer la novela “Península, Península”, del escritor Hernán Lara Zavala, y en honor a la verdad debo decir que el autor es un excelente narrador, pero comete ciertos "pecados" y unos que otros “horrores” en sus descripciones de una península de donde surgieron sus ancestros, pero donde él no nació ni mamó de sus ubres culturales, históricas ni religiosas.
Ese aspecto hace que trate muchas cosas desde un punto de vista teórico, pero que le haga falta un cierto zumo yucateco necesario para impregnarse de la real esencia de la tierra del Mayab legendario.
La novela está ubicada en la península yucateca, en la primera mitad del siglo XIX, cuando se desató una guerra social cruenta que casi termina con todo el universo conocido por quienes la habitaban.
Lara Zavala toma como personaje principal a un novelista que hace una novela, en una especie de metáfora lúdica en donde corretea con la historia y la literatura y se da simpáticas licencias de narrador. Es así como surge José Turrisa, anagrama que utilizaba como seudónimo literario don Justo Sierra O´Reilly, personaje trascendental en nuestra historia literaria y periodística peninsular.
Pero la resurrección literaria que hace de don Justo Sierra O´Reilly, escritor, abogado, político, diplomático, diputado y periodista yucateco, a quien se le considera el primer gran novelista histórico mexicano, se viene a menos cuando lo va presentando como un José Turriza envuelto en una amplia gamas de pasiones humanas que, a mi pobre juicio, más podrían considerarse un menoscabo a sus virtudes que una ensalzamiento de las mismas. ¿Es un homenaje a su figura o un denuesto literario?
Nuevamente, como le sucedió en su primera novela, "Charras", (México : J. Mortíz , 1990), Lara Zavala demuestra cierto desconocimiento de la geografía yucateca. Escribe: “Pero los rasgos distintivos de la ciudad son el Convento de San Cristóbal, la iglesia de la tercera orden, jesuítica, ...”
Para empezar en San Cristóbal no existe ni existía ningún convento. En la Mérida de 1845, existían los restos del Convento de San Francisco, que quedaron encerrados en la Fortaleza de San Benito, la cual era el bastión militar principal de la ciudad y que permitía dominar Mérida. Esta fortaleza, situada encima de un enorme cerro donde Francisco de Montejo quiso hacer su castillo y que tuvo que ceder a los Franciscanos, fue destruida y después rebajada.
Y para terminar de aclarar: “la iglesia de la tercera orden, jesuítica...”, no lo era tal en esa época, ya que los jesuitas fueron expulsados de Yucatán la noche del 6 al 7 de junio de 1767, cumpliendo el decreto real de Carlos III, y no volvieron a establecerse en Mérida sino hasta diciembre de 1903. A la iglesia se le conoce con el nombre “de la Tercera Orden”, por la tercera orden franciscana, no por los jesuitas.
En su novela "Charras", Lara menciona acciones no posibles en la realidad, como quiebres en calles que no convergen en Mérida, y en "Península" dice textualmente: "Hacía semanas que las familias pudientes habían empezado a huir a La Habana y Nueva Orleáns; los de menos recursos habían optado por salir a lugares más accesibles y cercanos como Ciudad del Carmen, Villahermosa o Belice" (página 296). A decir verdad, las familias pudientes no sólo se fueron hasta La Habana, sino que llegaron hasta Puerto Rico; pero las menos pudientes no creo se hayan podido ir a Belice, dado que no era fácil darle toda la vuelta a la península, en manos de los mayas rebeldes. En aquellos tiempos no habían condiciones ni muy buenas relaciones con los ingleses que habitaban esa colonia que, dicho sea de paso, era un territorio invadido por los ingleses a México por la fuerza y cuyos "derechos" los reconoció Porfirio Díaz en 1883 a cambio de que los ingleses dejaran de venderles armas a los mayas rebeldes. Sólo así pudo el general Bravo tomar Chan Santa Cruz el 5 de mayo de 1901.
También denota una falta de ilación del narrador con el mundo que construye. En la página 308 habla de un cacique que se encuentra con el comerciante al que le dice: "Nos regalaste sal y café", hablando de un encuentro previo. Pero en dicho encuentro previo, página 112, no dice nada del café. Si, son detalles nimios, pero delatores de una falta de meticulosidad necesaria en la creación literaria.
Presenta también un descuadre de tiempos cuando, en la página 273 y 274, pone a José Turrisa escribiendo, el 22 de mayo de 1848, lo siguiente: "así lo prueba el año y medio de guerra que hemos padecido". Lo cierto es que la guerra de castas, guerra campesina o guerra social, comenzó con el levantamiento de Tepich el 30 de julio de 1847 ¿Cuál año y medio entonces habían transcurrido?
No obstante, lo peor, a mi juicio, es la descripción que hace Lara Zavala de un idilio en la primera mitad del siglo XIX entre una dama de la aristocracia meridana y uno de los próceres de la literatura en Yucatán, como lo fue don Justo Sierra O´Reilly, hombre a carta cabal que merecía más respeto del que el escritor le da. Me refiero a la página 282 en que gráficamente relata: "Él le coge la mano derecha, la oprime y la lleva hasta su bragueta, donde ella siente su sexo erecto. No retira la mano: sus dedos reconocen la fuerza de su virilidad y se siente inundada de deseo". Luego viene la relación sexual entre un hombre comprometido en matrimonio con Concepción Méndez, y una mujer que no sabe si aún es o no viuda y que es fruto de una sociedad sumamente cerrada y en la cual la virtud era muchas veces un tesoro más preciado que la vida.
En sí, la escena sería bien redactada en una novela que se desarrolle en otra época y en otra sociedad. Claro, la imaginación todo lo permite, pero conociendo el trabajo y la vida de don Justo Sierra O`Reilly, el hecho mismo de que él era hijo natural y la esmeradísima educación que recibió, dudo mucho que algo así pudiese ser contado de su vida. Considero que denota una falta de respeto al honor de tan ilustre hombre que tanto hizo por la Península, y por ende al honor de su hijo, Justo Sierra Méndez, a quien tanto debemos los universitarios mexicanos.
Es necesario aclarar que Sierra O´Reilly se casó en 1842 con Concepción Méndez Echazarreta, por lo que para los años en que se inicia la guerra y se desarrolla la novela, ya llevaba cinco años de casado.
Caso aparte es su bien estructurado relato del doctor irlandés Patrick O. Fitzpatrick, quien se ve implicado en los vaivenes de la revuelta de una forma inevitable y compleja, pues ejerciendo la medicina en Tekax, termina curando mayas sublevados en Valladolid en compañía del sacerdote Manuel Sierra O´Reilly, hermano del escritor Justo, a quien los mayas hicieron su rehén de honor al igual que a Fitzpatrick. La descripción de su carácter, sus alucinaciones palúdicas de un buitre y su entrañable relación con un perro negro, Pompeyo, son una aportación excelente a la trama y me hacen considerar que realmente este personaje es la proyección personal de Lara Zavala, y no José Turrisa como se podría pensar.
No obstante, la narración más interesante y detallista es la que realiza de Hopelchen, lugar de donde son sus ancestros paternos. A mi juicio fue la mejor parte de la novela. Lamentablemente la historia relatada a través del diario de la institutriz inglesa Miss Anne Marie Bell, quien trabaja en la casa del hacendado don Quintín Silvestre, termina muy a la carrera, como queriendo rematar del cansancio. No me parece válido que algo que se disertó con tanto detalle, termine luego comentado de una forma tan general. Lástima, la señorita Bell hubiera dado para más y esos pormenores y anécdotas fueron en verdad excelentes (le doy las gracias como lector).
Sobre el Obispo imaginario de Yucatán, Cozumel y Tabasco, Celestino Onésimo Arrigunaga, tendría mucho que comentar. Pobre Obispo José María Guerra, el verdadero Obispo Yucateco durante cuya administración episcopal aconteció la Guerra de Castas, porque le pinta un cuadro paralelo de un obispo caricaturizado hasta el extremo, con manías concupiscentes y de lo cual lo único genial que le saca, es el cómo resuelve al final el asunto del comerciante cojo.
Y por favor, no soy un purista del lenguaje pero le suplicaría a Lara Zavala que cuando juegue con palabras mayas, comprenda su esencia íntima. Porque en la página 247 menciona el término “jugando con sus pirixes”, y esa connotación en maya implica mucho más que lo mencionado en español. Pero bueno, para no caer en más, dejemos que cada quien considere el vocablo “pirix” como se lo enseñaron en su casa (como yucateco que soy, no me sonó como considero que el escritor pensó que sonaría al utilizarlo. Pero bueno, cada quien es dueño de su contexto).
Finalmente sus extensas explicaciones de las causas de la Guerra, están total y plenamente parcializadas para demostrar apabullantemente que la Iglesia, los hombres que la conforman, y en especial el Obispo Fray Diego de Landa, fueron los culpables del origen de esta terrible hecatombe social. Para empezar no menciona para nada la magna obra de Landa, “Relación de las Cosas de Yucatán”, y para terminar, parece ser que todos los conflictos, problemas y resquemores políticos del poder, entre Mérida y Campeche, quedan en el tintero ante los tremendos males de la iglesia.
La opresión de los indígenas mayas fue una labor conjunta. Desde que los españoles llegaron a Yucatán, se dieron cuenta que la única riqueza que había en esta tierra era su gente y su tierra calcárea y pedregosa. Por eso, todos los explotaron desde todas las formas posibles. Pero, los que cometieron el imperdonable error que inició la guerra, fueron los políticos que les dieron armas para que lucharan por sus causas irracionalmente egoístas. Bueno, aquí me podrían cuestionar si fue error o más bien justicia humana a la brava. Lo dejo a su criterio.
Sólo doy gracias que cuando los mayas sublevados tomaron Izamal, no asesinaron a mi tarabuelo, que estaba dormidito en su hamaca (era tan pequeño que no lo detectaron), ni mataron a mis ancestros que huyeron despavoridos de Tekax ante el ataque rebelde. Porque si así fuera, no estaría escribiendo esto. No defiendo ni a los unos, ni a los otros, ya que soy hijo de todos.
A mi juicio, faltó en la novela detalles más gráficos de las “barbaries” que se cometieron por ambos bandos. La forma cruel y sanguinaria con que los mayas arrasaban las poblaciones y la no menos cruel venta de mayas rebeldes como esclavos a Cuba, que Lara Zavala ni menciona.
Pero, en verdad, que cosa más absurda que dos pueblos compartiendo una tierra por más de 300 años y, ya emparentados entre si de una u otra forma, acaben matándose horrorosamente como si se trata de dos especies de animales distintas y excluyentes cuando ambas compartían el mismo hábitat. Lo cual me lleva a suponer lo poco humana que era dicha civilización.
Me da risa, como yucateco, tener que criticar a Lara Zavala, máxime porque soy nacido en Mérida y sus raíces son campechanas. Pero ni él es pro Méndez ni yo apoyaría a Barbachano. Esa eterna rivalidad entre yucatecos y campechanos es para mí una anécdota porque si hay quien me cae más bien que nadie, son los campechanos, pero me doy el empacho de criticarlos porque, sino lo hiciera, no sería yucateco. Para acallar este punto, mi tarabuela era campechana, así que todo queda en familia.
Ya para finalizar, quiero agradecer a Lara Zavala su novela la cual me hizo pensar, analizar y, sobre todo, revalorar mis raíces yucatecas. Con todo lo que escribí, debo reconocer y admirar su talento como narrador y ojala pudiera tener la oportunidad de comunicarme directamente con él para hacerle otro tipo de comentarios más personales (¿más? dirán algunos) que no creo adecuado seguir publicando ya que son cuestiones entre parientes culturales.
Como lector, muchas gracias. Como pariente cultural, luego hablamos.
eduardoruzhernandez@gmail.com