Ojo enamorado

Ojo enamorado
En tu mirada

martes, 12 de marzo de 2013

CUENTOS CATÓLICOS



RAYO DE FUEGO

Por Ernesto de la Fuente

Santísimo Padre:

El voto de obediencia me obliga a escribir lo que usted me ordena y, siendo el último de los cardenales conocidos como los “ciento doce apóstoles”, no me queda más que plasmar mis vivencias tal y como usted me requiere.

Habiéndome levantado el voto secreto que hice al participar en la elección del Sumo Pontífice San Pio XIII, paso a narrarle lo que aconteció en aquellos días en la Capilla Sixtina en el Vaticano.

Yo era un cardenal joven, apenas recién nombrado por el Santo Padre dimitente, y desconocía los protocolos. Me sentía lleno de inquietud y temor. Y no era para menos: Ahí, entre los muros de la Capilla Sixtina, estaba Cardenales de reconocido prestigio, santos varones de la Iglesia que me aventajaban en virtud y experiencia. Me sentía menos que un niño tonto a su lado.

Había una gran inquietud en la Iglesia y en todo el mundo, había la sensación de que se estaba ante un momento determinante en la historia en que estaba en juego, no sólo el futuro de la Iglesia si no también el destino mismo de la humanidad ante Dios. La atmósfera era de tranquila presión, en tanto se realizaban toda clase de elucubraciones por parte de la prensa internacional y de los gobiernos del mundo.

Pero no deseo alargarme con estos detalles, así que iré al punto. Entramos 115 Cardenales, luego de que algunos reportaron no poder asistir. Después de la misa de apertura para solicitar la elección del nuevo Papa, se sacó a todo mundo ajeno y se cerraron las puertas. El cónclave comenzó a marchar tal y como dijeron que sería. No obstante, en la tarde del segundo día, luego de dos votaciones que no llevaron a nada porque los votos se dividían entre varios candidatos, dos Cardenales, cuyos nombres omito por secreto de confesión, iniciaron un cabildeo muy sutil por un tercero. Fue algo tan tenue que casi nadie se percató de ello.

El punto es que el cónclave fue llegando a un punto de ruptura muy desagradable, ya que  conforme se fueron configurando dos Cardenales que encabezaron la votación, surgió a la par ese tercero que fue subiendo de una forma poco clara. No le puedo explicar qué sucedió realmente pero la situación se salió de control. Un candidato renunció y quienes votaban por él, y otros más, se negaron a respaldar al tercer candidato que había sido insertado con engañosa sagacidad.

El ambiente se puso bastante pesado y nadie parecía dispuesto a ceder. Más de la tercera parte de los Cardenales no querían aceptar al candidato que sentíamos perversamente impuesto, pero él siguió ganando votos muy lentamente. La situación era crispante y aquello no parecía obra del Espíritu Santo si no del maligno.  

Cuando parecía que aquel candidato ganaría irremediablemente, sucedió algo extraordinario que nunca contamos quienes participamos de aquel cónclave y que ahora me veo obligado a revelar en obediencia a Su Santidad. Era la votación de la tarde y sentíamos que la barca de Pedro se nos iba de las manos, pero, antes de poder comenzar a llenar las papeletas de la votación, se escuchó un estruendo dentro del recinto cerrado de la Capilla Sixtina. Fue como un ventarrón que entró de ninguna parte e hizo volar todos los papeles que estaban sobre las mesas. Todos nos quedamos asombrados y vimos como un intenso fuego surgía de la nada y se posaba en el centro del recinto.

No sabría cómo explicarle, era una asombrosa lengua de fuego que contenía una bellísima cruz de un blanco muy vivo adentro. Todos estábamos maravillados y no sabiendo qué hacer. Entonces, los dos Cardenales que habían propuesto sutilmente al nuevo candidato que estaba ganando la elección, cayeron al suelo y comenzaron a dar de gritos. Eran unos sonidos indescriptibles y horripilantes. El candidato se incorporó e hizo una mueca demoníaca, no hay otra forma de explicarla, y cayó al suelo fulminado.

De pronto se hizo un silencio impresionante y la lengua de fuego se desplazó muy lentamente hasta posarse encima de la cabeza de un muy humilde Cardenal por el que nadie había votado y al cual no se había tomado en cuenta. Fue entonces como si se nos abriera el entendimiento: era el último cardenal que había llegado al cónclave procedente de un país con un régimen de gobierno abiertamente ateo y que le negada la salida. Para colmo, el pobre Cardenal, cuando consiguió a duras penas el permiso, no había podido trasladarse a Roma por carecer de los medios económicos. La Santa Sede había tenido que socorrerlo. Vestía muy pobremente una vieja sotana raída que había pertenecido a su martirizado antecesor y era tan humilde que pocos se habían percatado de él.

Cuando la lengua desapareció, el Cardenal encargado llamó rápidamente al médico para que evaluara al candidato caído. Nada se pudo hacer por él: había muerto de un infarto fulminante con un rictus monstruoso en la cara. Los otros dos cardenales que habían caído al suelo gritando, estaban como en estado de coma, pero con los signos vitales estables. La votación se suspendió hasta el día siguiente y fui testigo de una decisión increíble por parte de tres Cardenales. Se le solicitó al Cardenal encargado que llamara al Padre Amath, un exorcista anciano muy reconocido que vivía retirado en un convento en Roma.

Esa noche, en tanto todos los demás Cardenales decidieron realizar turnos de adoración toda la noche delante del Santísimo Sacramento, el Padre Amath ingresó a la Capilla Sixtina para participar en un exorcismo junto con siete cardenales, yo incluido. Fue una experiencia muy aleccionadora. El príncipe de la mentira estaba en posesión de aquellos hombres, en el seno mismo de la Iglesia. Usando el viejo ritual, el Padre Amath conminó a los demonios a que salieran, pero ellos se negaron. Hablaban un idioma desconocido para mí pero que el sacerdote exorcista comprendía.

El exorcismo se completó cuando se presentó, a solicitud de los demonios, el humilde Cardenal ungido por la lengua de fuego. Dando de gritos los demonios abandonaron a aquellos Cardenales y la paz volvió a reinar en sus corazones. Yo confesé a uno de ellos y el Padre Amath al otro. Ambos estaban muy arrepentidos y avergonzados por haber permitido que Satanás entrara en ellos. Los dos solicitaron no seguir participando en el cónclave y se decidió que así fuera, pero que no salieran del mismo para no despertar rumores de la prensa.

Al día siguiente se hizo la votación con los 112 Cardenales presentes. El cardenal ungido tuvo 111 votos y en una papeleta estaba escrito la palabra “Fiat” (Si). Fue así que comenzó el luminoso pontificado de San Pio XIII, el Misericordioso, aquel Santo Papa que transformó radicalmente a los pastores de la Iglesia y nos encauzó nuevamente a los pobres. Debo admitir que fui testigo de cómo el Espíritu Santo nos recordó a todos que la Iglesia es de Jesucristo y que el demonio jamás podrá hacerse con ella.

De ahí partió la historia que usted conoce, de cómo los 111 Cardenales apoyamos al Santo Padre en su ministerio, ayudándolo a evangelizar nuevamente a un mundo cada día más descreído y paganizado. Después, cuando la Iglesia fue perseguida y mataron uno a uno a sus Cardenales, él tomó el báculo de pastor y prosiguió el camino cumpliendo cabalmente lo que la Santísima Virgen María reveló en el Tercer Secreto de Fátima, hasta que fue martirizado al pie de la cruz en tanto abandonaba la destruida Roma.

Cumpliendo mi voto de obediencia, es esto, Su Santidad, lo que ocurrió en aquel extraordinario cónclave en el que participé y donde Dios nos hizo conocer perfectamente su Santa Voluntad. Alabado sea Jesucristo.

martes, 5 de marzo de 2013

CUENTOS CATÓLICOS


EL CURA GITANO

Por Ernesto de la Fuente

Yo era un adolescente cuando aquel hombre llegó a nuestro pueblo. Todavía recuerdo ese día. Había mucho calor y el autobús de las diez llegó levantando polvo. Éramos un pueblito perdido entre los montes, valles y quebradas de aquella agreste región, por lo que la llegada del autobús siempre era un acontecimiento. Lo vi bajar: alto, fornido, con unos lentes negros que llamaban la atención porque eran más grandes que los cristales que contenían. El pelo revuelto, la sonrisa a flor de piel. Cargaba una pequeña maleta que no denotaba que se estaba cambiando de casa. Si, porque desde ese día así llamó a nuestro pueblo: su casa.

Me saludó sin conocerme y me preguntó en dónde se encontraba la iglesia. Dude un momento ya que me esperé de todo, menos que aquel hombre fuera el nuevo cura de la parroquia. No me caían bien los curas, mi familia era evangélica, pero aquel hombre parecía de todo, menos un cura católico. Tenía pinta de ingeniero, de peón de obra, no de hombre de Dios.

- ¿Qué pasó? ¿No sabes dónde está la iglesia?.

Se río como si eso fuera la cosa más divertida del mundo. Avergonzado le indiqué con la mano y me ofrecí a acompañarlo.

No, no suelo ser amable con los extraños. Es algo que desde pequeños todos aprendemos en la región: a desconfiar de la gente. Pero aquel tipo era diferente, parecía que me conocía de toda la vida. Mientras lo acompañaba saludó a todo el mundo y sonrío como si se sintiera en el mejor lugar del universo. Era de verse. La gente le devolvía los saludos desconcertados. Varios de mis amigos me vieron con él y se extrañaron. “¿Qué ya te volviste guía de turistas?”- me bromearon después. Peor me fue cuando todo el pueblo se enteró que aquel hombre era el nuevo cura católico. No les agradó la noticia, ya que nosotros siempre nos hemos sentidos evangélicos, cristianos. Interpretábamos y obedecíamos lo que decía la Biblia, no lo que la Iglesia Católica decía y mandaba.

Pero a aquel cura eso le tenía sin cuidado. Desde el primer momento dejó en claro que, para él, todos éramos parte de su familia. No le hacía mala cara a nadie ni se molestaba por las groserías que varios le hicieron al no querer tratarlo. Él lo tomaba con alegría, como cuando los niños se dejan de hablar por tonterías y luego se contentan para seguir jugando.

Tan pronto se hubo instalado en la paupérrima casa cural, salió a conocer el pueblo. Al tipo le gustaba caminar. Disfrutaba hacerlo y recorrió casa por casa cada calle presentándose:

- Alberto Martínez para servirles. Soy el nuevo sacerdote del pueblo.

Más de uno no le quiso abrir la puerta o se la cerró en la cara, pero él no se inmutó. Tenía un entusiasmo a toda prueba. En más de una casa entró a echar la mano y ayudar en lo que fuera. No le sacaba al trabajo, le gustaba cortar leña y ordeñar a las vacas o a las chivas. Tenía muy buena mano para los animales. Varios se enojaron con sus bravos perros porque no le ladraban al “curita ese”. Vaya pues, los perros fueron mucho más educados que sus amos. Les encantaba seguirlo y dejarse acariciar. Tenía “manos mágicas”, como decía doña Julita, y las prodigaba siempre para ayudar.

Recuerdo cuando hizo sonar la campana de latón para anunciar su primera misa. Todo mundo paró las orejas asombrados de volver a escuchar ese ruido. El último cura, Fernando, había embarazo a una muchacha y había huido del pueblo, Nunca volvimos a saber de él y la chica ya era todo una matrona con dos hijos más de distintos hombres. Vaya legado había dejado aquel cura. Pero de esa historia ya habían pasado muchos años, más de veinte, así que la gente no recordaba el sonido de la vetusta campana. Dos que tres husmearon por la iglesia a ver que hacía el curita, y se llevaron la sorpresa de ver que había limpiado la iglesia lo mejor posible, había decorado el pobre altar con unas flores y estaba sentado en el mísero confesionario, una silla medio rota con un pedazo de tabla para tapar al penitente, esperando a los fieles.

Nadie se presentó. ¿Pero ustedes creen que eso lo detuvo? Para nada. Dijo la misa como si la iglesia estuviera llena. Su voz era fuerte, clara y melodiosa, así que sus palabras se escuchaban claramente en el parque. Cantó, algunos juran que hasta bailó e impresionó el silencio que hizo cuando llegó la hora de elevar el pan y el vino, costumbre desconocida para nosotros pero que luego nos impresionaría grandemente.

Tiempo después escucharía decir al cura Alberto que se sintió arando en el desierto cuando llegó. Nunca olvido lo que nos dijo meses después cuando la iglesia estaba llena a reventar y la gente lo escuchaba con respeto. Dijo que esos primeros días sintió que estaba en tierra estéril, pero que recordó que él no era más que un instrumento del dueño de la tierra y que los resultados de la cosecha no dependían de él, sino de quien lo mandó.

Y es que los frutos que obtuvo fueron grandes pero nosotros fuimos piedras para él. Comenzó a romper nuestros corazones cuando un día se presentó en nuestro templo en pleno servicio. Todo el mundo se quedó estupefacto. ¿Qué demonios hacía un cura católico en nuestro templo evangélico? Varios querían sacarlo, pero el pastor Juan Hernández se opuso.

- Él también tiene derecho a salvarse y a conocer a Jesús.

El cura escuchó todo lo que dijimos con cara alegre. Acompañó algunos cantos y saludó a todo el mundo, aunque muchos no le contestaron el saludo. El pastor, queriendo realizar una confrontación dogmática, le pidió que hablara y él lo hizo. Pensamos que nos atacaría o que diría que los católicos poseían la verdad y los evangélicos predicaban mentiras. Pero no. Nos sorprendió completamente.

Nos habló de creencias comunes y recalcó que todos teníamos un enemigo en común: el demonio. Luego habló de Jesucristo. Fue algo conmovedor, ya que habló de él como alguien muy cercano, al que se conoce íntimamente y no como una difusa figura histórica o literaria. Fue extensamente breve. Luego agradeció a todos que le permitieran estar ahí y dando las buenas noches se marchó. Aunque la asamblea continuó, una espinita se nos clavó a muchos que hizo que uno que otro fuera a saludar al cura, dando por excusa que había que ser buenos vecinos.

Lo cierto es que nos fue ganando. Antes de la misa que oficiaba por la mañana, el cura se quedaba un muy largo rato arrodillado frente al altar. El hombre se perdía en la oración. Después de misa salía a visitar a los enfermos y, sobre todo, a los viejitos. Tenía un especial afecto por ellos y toda la paciencia del mundo. No faltó quien dijera que era una táctica para embaucarlos, pero yo no vi que fuera eso. El cura Alberto nunca fingía su interés por los demás, verdaderamente se interesaba en la gente.

Lentamente la iglesita fue llenándose y poco a poco fuimos enterándonos que el cura no era cualquier cura. Lo supimos cuando un domingo un autobús lleno de gente de la ciudad llegó al pueblo. Pensamos que eran turistas extraviados, pero luego nos llevamos la sorpresa de que habían ido expresamente al pueblo a ver al “padre Alberto”. Le tenían una enorme veneración. Le llevaban cosas y se quedaban todo el día aprovechando sus servicios espirituales. El cura nos obsequiaba todo lo que la gente le llevaba, en especial la comida. Poco a poco los fue organizando y hacía que la gente de los autobuses llevara suficiente comida para compartir con todos los que asistíamos a la iglesia.

Empezamos a amar los domingos y a disfrutarlos. Hicimos amigos y la iglesita fue mejorando. La pintamos entre todos y la decoramos. A los dos años ya nadie llamaba cura al padre Alberto y sus misas se hacían al aire libre en el parque. La gente no dejaba de llegar a verlo. Fue que entendimos que no era un cura cualquiera, que era muy apreciado y que él había solicitado a su jefe, el obispo, que lo mandara a un pueblito perdido abandonando una vida de enormes gratificaciones en la ciudad.

Cómo cambiaron las cosas luego de tres años. El pueblo ya no era el mismo. La gente asistía a la iglesia y querían al padre Alberto. ¿Cómo no querer a un hombre que se entregaba completamente y nunca dejaba de ver por sus fieles? Consiguió que afamados doctores de la ciudad visitaran nuestro pueblo y curaran a las personas gratis, estableció un comedor popular, hizo brigadas de sanidad para mejorar las condiciones de higiene y reducir las enfermedades, abrió una escuelita comunitaria para enseñar a leer a la gente grande, creo talleres artesanales para que las personas tuvieran trabajo e ingresos propios… en fin, fue una chispa que detonó el desarrollo y bienestar del pueblo.

Pero lo que más buscaba la gente de él, era su auxilio espiritual. La gente venía de la ciudad a carretadas buscando confesarse con él y suplicándole consejo. Era un hombre muy juicioso que siempre encontraba consejos útiles y prácticos que dar a quien se los solicitaba. Sus confesiones eran de antología. Muchos encontramos la paz junto a esa silla cuasirota y la tabla que usaba para tapar la cara al penitente y que nunca quiso cambiar. Aquello fue algo milagroso. Una bendición para nosotros y para el pueblo.

Cuando uno se encuentra a un hombre tan extraordinario como el padre Alberto, uno cree que siempre fue así, que esa energía, esa fuerza, esa enorme bondad, siempre la tuvo desde que era niño, pero en muchas ocasiones las cosas no son como pensamos que fueron. Y él no fue la diferencia. Un día llegó al pueblo un hombre solitario manejando un pequeño auto de un color escandaloso. Era un hombre ya algo grande y un poco brusco en su trato. Por azares del destino fue a mí a quien le preguntó por la iglesia. Con gusto le indiqué la dirección y miré, no sin cierto asombro, que el hombre tenía un cierto parecido con el Padre Alberto.

Por la tarde, cuando fui a la Iglesia, me lo topé nuevamente conversando con el sacerdote. Después de misa, el padre Alberto me llamó y me pidió que llevara al señor a casa de doña Amalita, para que le dieran de cenar. Fue entonces que supe que era don Ernesto, su tío. Lo acompañé y, como sabía que sucedería, también fui invitado a cenar. Las ricas tortitas de maíz de doña Amalita eran algo que no se podían despreciar, así que con saboreando esos ricos manjares inicié mi amistad con el tío Ernesto.

Por lo que me dijo, él acababa de llegar de un lejano país donde había vivido los últimos 20 años y estaba reencontrándose con toda su familia. Aunque un poco áspero al principio, tan pronto agarramos confianza demostró un noble corazón y una extraña e irónica simpatía. No pude resistir la tentación de preguntarle por la juventud del padre Alberto. El tío Ernesto se río de buena gana.

- Siempre fue un niño muy tranquilo, con mucha sensibilidad para la lectura y un gran amor por la naturaleza -dijo con cierta nostalgia para agregar con una sonrisa- Pero fue algo cabezón para entender las necesidades espirituales de las personas.

Me quedé sorprendido por esa revelación, ya que el carisma principal del padre era ese don que tenía para escuchar y aconsejar a los demás.

- ¿Cómo es eso? -le pregunté sin ocultar mi sorpresa.

El hombre rio de buena gana.

- Recién ordenado se hacía bolas cuando la gente recurría a él en busca de consejo -me explicó.

Me quedé callado sin acabar de comprender lo que me decía.

- Con decirte que yo le apodé “El cura gitano”.

-¿Por qué iba de un lado a otro? –pregunté con toda ingenuidad.

El tío Ernesto soltó una carcajada y me miró divertido.

- ¡No hombre, no! –y me explicó con cierta ironía- Resulta que en sus sermones algunas veces comentaba que la gente le hacía toda clase de preguntas y que él no tenía “una bola de cristal” para saber la respuesta de todo.

De pronto el tío Ernesto dejó de sonreír y se quedó muy callado. Densos recuerdos llenaron su mirada. Esperé un rato que se me hizo enormemente largo hasta que vencido por la curiosidad le pregunté qué había sucedido que lo había cambiado. Por toda respuesta me dijo algo compungido:

- Encontró su bola de cristal –y me contó una historia que me sorprendió.

* * * * * * *

No era más que un sacerdote ordinario sin anhelos de nada extraordinario, pero el que me llamó a seguirlo es un ser extraordinario. Así que no podía permitir que mi vida pasara como una más. Todo comenzó una tarde en que una señora, ya entrada en años, me preguntó por enésima vez si podía comulgar sin haberse lavado los dientes. En ese momento perdí el sano amor al prójimo que debemos de tener, y le mal contesté con una sandez más propia de un bellaco: “Mejor comulgue sin dentadura”. Obviamente la mujer se sintió ofendida y, no sólo no comulgó sino que me reportó al párroco de quien dependía.

Su amonestación sólo hizo que perdiera aún más los estribos y que farfullara que la gente pensaba que tenía una bola de cristal para contestar cualquier clase de pregunta fuera de todo sentido que quisieran hacerme. Cuando me veo en retrospectiva, me siento terriblemente avergonzado de mi comportamiento infantil e inmaduro. Mi párroco consideró que estaba sometido a demasiado estrés y me dio un día completo para que hiciera un pequeño retiro de oración.

Bastante contrariado, obedecí lo que me mandaba, ya que estoy convencido que la obediencia es el mejor camino a la santidad. Lamentablemente los momentos de oración y lectura no me ayudaban a quitarme el desasosiego que sentía por dentro. Me sentía terriblemente presionado por los fieles para que les resolviera sus disparatadas dudas y me chocaba su falta de sentido común y de discernimiento. Algo intranquilo, decidí caminar por los jardines del convento de Religiosas de Clausura donde me habían acogido para darme un oasis de paz.

El día chorreaba de luz y los árboles se mecían suavemente al vaivén del viento. Algunos pájaros iban de rama en rama cantando y sentí el ambiente lleno de aromas. Caminando llegué a un pequeño estanque que la religiosas cuidaban con esmero, lleno de peces y con diversos tipos de rosales plantados en sus cercanías. Recordé que la Madre Superiora me había contado que animaban a los niños que hacían su Primera Comunión en la Capilla del convento a que las sembraran. Me senté en una banca bajo un frondoso árbol y que quedé contemplando el estanque embelesado por su belleza.

Estaba ahí, ensimismado en mis pensamientos, cuando noté que el espejo de agua reflejaba unas figuras. Me sorprendió ya que era el único ser humano por el lugar, así que me acerqué a ver mejor el reflejo. Miré asombrado a una extraña figura vestida como sacerdote que tenía en sus manos una bola de cristal. ¿Estaba acaso soñando? Me quedé paralizado cuando comencé a escuchar voces: Era un diálogo entre la persona con la bola de cristal y varias personas que se le acercaban. Comencé a sudar frío cuando me percaté que conocía esos diálogos: eran los que había sostenido con los fieles que me importunaban con sus preguntas simples. No obstante, lo increíble eran las respuestas que recibían. Parecía que quien tenía la bola de cristal sabía todo y era capaz de resolver todas las dudas con sinigual certeza.

Sentí miedo y quise irme del lugar pero estaba petrificado. La imagen se desvaneció y apareció una nueva persona, vestida también de sotana, que tenía en la mano una Biblia y un rosario. La gente se acercaba a preguntarle y la persona contestaba con mucha paciencia sus dudas. Sus respuestas eran profundas pero sencillas. Veía que en todo momento consultaba la Biblia o pasaba los dedos lentamente por las cuentas del rosario haciendo oración, antes de responder cualquier duda. En eso la imagen se desvaneció y aparecieron la bola de cristal y la Biblia. La bola de cristal producía mucha admiración y la gente se acercaba como hipnotizada a ella; en cambio, la Biblia atraía muy lentamente y no era tan admirada. Fue entonces que ambos personajes emergieron junto a cada uno de los objetos y pude entender lo que sucedía. El que tenía la bola de cristal era una persona atractiva que usaba la sotana como un disfraz, en tanto que quien tenía la Biblia denotaba dulzura y bondad y llevaba la sotana como algo que le confería mayor dignidad.

Un escalofrío me recorrió la espalda cuando quien tenía la bola de cristal me la ofreció con una sonrisa como diciéndome que con ella se acabarían todos mis problemas. Aterrorizado miré a quien resguardaba la Biblia y le supliqué ayuda. No sé cuánto tiempo imploré su ayuda, pero si me quedó claro que prefería mil veces la Biblia a aquella bola que resplandecía con luces multicolores. Cerré los ojos agotado y cuando los abrí me di cuenta que estaba sentado en la banca y nada extraño sucedía a mi alrededor. Supuse que me había quedado dormido y regresé con paso ligero a la Capilla, donde me hinqué buscando algo de luz ante lo que creí haber soñado.

* * * * * * *

- Alberto me contó muy contrariado un sueño que había tenido. Él no es muy de hablar de su vida espiritual pero resulta que fui yo quien lo fue a buscar al Convento donde hacía su retiro espiritual de un día. Estaba tan impresionado que me lo contó –hizo una breve pausa y prosiguió algo contrariado- No soy quien para dar consejos espirituales a un sacerdote, pero en este caso era mi sobrino a quien yo cuidaba de niño y por quien siempre he sentido un afecto muy especial. Así que me dije: “Albertito, eso no fue un sueño. Hasta un zafio como yo te puede decir que esa fue una visión del Señor y está más clara que el agua”.

Me quedé pensativo escuchado la historia que me relataba de primera mano el tío Ernesto. No era tan ingenuo para no comprender la gravedad de un hecho de esta naturaleza que ponía en el candelero de todo tipo de opiniones a quien lo padecía.

- Pero bueno, fuera de elucubraciones propias le aconsejé que se lo relatara a su Director Espiritual y que probablemente, si las visiones persistían, tendría que decírselas al Señor Obispo.

- ¿Y las visiones continuaron? –pregunté verdaderamente intrigado.

El tío Ernesto sonrío. Desde el fondo de sus ojos claros me miró con dulzura y se rascó su barba entrecana.

- Eso es algo que no te podría decir ya que al poco tiempo me fui a vivir a otro país y perdí la pista directa con Albertito. Pero bueno, ya bien decía nuestro maestro: “Por sus frutos los conoceréis”. Ve ahora en lo que se ha convertido el padre Alberto y respóndete a ti mismo esa pregunta.

Ya no agregué nada a la conversación. Me quedé en silencio. Años después he decidido escribir esta historia para enseñanza de los futuros seminaristas y para que nunca olviden que la fuente donde debemos abrevar para llenaros de Dios es la Biblia, la oración cotidiana, el rezo del santo Rosario y, especialmente, los Sacramentos que nos da la Santa Iglesia Católica Apostólica y Romana.