Ojo enamorado

Ojo enamorado
En tu mirada

sábado, 18 de enero de 2014

RECUERDOS DE UNA INFANCIA:


GATVIOTA

A mis hijas, con quienes comparto
el amor por los Gatos

Por Ernesto de la Fuente

El sol va declinando lentamente junto con mi ánimo. Los recuerdos revolotean cómo buitres sobre mi mente. Miro el horizonte y no alcanzo a distinguir dónde termina. La brisa juega con mi pelo y miles de pequeños sonidos envuelven mi entorno. Estoy sentada en una barca que navega sin moverse en la arena. El mar, el inmenso mar, está delante de mí. Algunas veces las olas van lamiendo la arena con suavidad, otras la golpean con serena fiereza, y unas pocas veces la besas con la intensa delicadeza de un amante enamorado. Extrañamente, el cielo está vacío. Ninguna ave lo cruza.
¿Dónde están los pelícanos, los rabihorcados, los frailecillos y las gaviotas? El cielo está vacío, poblado únicamente por lejanas nubes. Los recuerdos me siguen atormentando, pero no dejo que me ninguno se adueñe de mí. Qué extraño lo veo todo luego de tantos años de no venir a este lejano puerto donde pasé años felices de mi infancia. ¿Cuántos años hace de ello? No logro recordarlo. ¿Cuántos años tendría cuando vine con mi padre huyendo del naufragio familiar?
Un dolor me cruza el alma como un rayo en tanto el sol sigue cayendo por el horizonte. ¡El naufragio! Vaya que mi padre era ingenioso para inventar nombres y crear historias. Mi distracción hizo que un alevoso recuerdo cayera sobre mi mente: ¡Chano! No pude menos que sonreír ante el dulce nombre de mi querido amigo. No necesito cerrar los ojos para verlo contorneándose a mi lado, mirándome con esos ojos empalagosos que hacían que se me derritiera el corazón. ¿Por qué todo aquello se fue y por qué ya no queda nadie a mi lado?
El naufragio de mi familia fue algo que se venía venir desde casi el momento en que nos embarcamos. Mi padre era un hombre muy tranquilo y que no esperaba de la vida más que lo que él ponía en ella: tranquilidad. Mi madre, por el contrario, era una mujer de insatisfacción eterna, que jamás se contentaba con nada y a la cual le desesperaba la tranquilidad. Nunca acabé de entender cómo y por qué mis padres se embarcaron en el viaje familiar. Por algún tiempo creí que yo había sido la culpable, pero mi tardío nacimiento me hizo dudarlo. El caso es que los recuerdos que tengo de ambos, incluyen siempre tormentas aunque el mar estaba en calma. Todo era motivo de conflicto y siempre teníamos que navegar al ritmo vertiginoso de mi madre.
Mi padre reaccionaba contradictoriamente. Cómo que no acababa de comprender con quien navegaba, y se refugiaba en mi cuidado para encontrar su valiosa calma. Esto hizo que mi madre se desentendiera de mí y buscara mil pretextos para huir de nosotros. El trabajo era su máxima excusa. Esto no parecía disgustarle a mi padre, quien disfrutaba enormemente pasando el tiempo conmigo. Hacíamos mil y una locuras y procurábamos que mi madre no se enterara de ellas. Una de ellas era acariciar y alimentar gatos callejeros. Aunque mi padre nunca los llamaba así. Les decía “gatos libres”, y les tenía un fanático amor. Mi madre nunca nos había dejado tener uno por mascota, así que vagábamos por el rumbo enamorando gatos ajenos y libres.
Así que, el día en que nuestra familia naufragó porque mi madre ya no volvió a casa, lo primero que hice fue buscar a un gatito huérfano para adoptarlo. Se podría decir, en cierto modo, que disfruté el fin de mi familia, ya que siempre he considerado que me quedé con la mejor parte. Así que ahí me tienen recorriendo como loca el vecindario buscando algún gatito sin dueño. Tardé varios días en encontrarlo, aunque debo reconocer que no fui yo quien lo descubrió. Mi padre, camino al trabajo, halló un gato famélico abandonado como basura en la calle. Lo recogió, se lo llevó al trabajo y, ocho horas después, lo trajo a la casa. El pobre animal no dijo ni “miau” en todo ese tiempo.
Cuidarlo, criarlo y crecerlo fue la aventura más linda que corrí con mi padre. Los dos nos desvivimos por sacarlo adelante y el buen minino nos recompensó ampliamente el favor. No era un gato fino, diría que más bien era muy “corriente”, pero tenía un “no sé qué”, que lo hacía encantador. Bueno, es lo que no me gusta de describirlo, pero era negro, del negro más retinto, azabache y obscuro que puedan imaginarse. Nadie quiere a los gatos negros, así que nosotros nos sentíamos como llevando la contra a todos al adorarlo. Su nombre fue algo simpático. Mi papá se lo había encontrado cerca de la Iglesia de Santiago, por lo que lo bautizamos como “Santiago”, pero como el nombre era muy formal para un gato, acabamos diciéndole “Chano”, que es el apodo cariñoso con que se conoce a los que llevan ese nombre en mi tierra.
Esa fue la primera gran alegría luego del naufragio familiar. La segunda fue cuando mi padre me dijo que nos iríamos a vivir a otra parte. La casa le traía muy negros recuerdos y quería cambiar de rumbo para rehacer su vida. Al principio lloré y me opuse, dejando sumamente compungido a mi padre. Así que me ofreció un acuerdo: iríamos unos días al lugar donde quería llevarme a vivir y si no me gustaba, nos quedaríamos en la ciudad. Sobra decir que me fui con toda la intención de arruinarle el cambio, pero acabé enloquecidamente enamorada del lugar: Verduego.
Era un pueblo de pescadores algo alejado de todo lo conocido. El mar abarcaba todo y las casitas, hechas de madera, eran encantadoras. Entonces fui yo quien le supliqué a mi padre que nos quedáramos a vivir ahí. Era un lugar mágico, lleno de mar. Rápidamente, temiendo que cambiara de opinión, vendió la casa y alquilamos una pequeña casita en Verduego. Ahí nos fuimos a refugiar junto con Chano. Tenía un pequeño cuarto, sala, comedor, cocinita y un baño muy rústico, pero que fue la delicia de nuestro gato, ya que entraba a saludarnos, por las rendijas, cuando estábamos usándolo.
En Verduego el ritmo de vida era tranquilo, como le gustaba a mi padre, y rápidamente hice nuevos amigos. La Escuela era bastante buena y la maravilla de ver el mar todos los días hacía que valiera la pena el cambio. Porque, debo decirlo, casi todas las tardes me iba al muelle a ver la puesta de sol. Papá solía acompañarme, pero Chano ni de chiste iba, aunque tenía una enorme libertad de movimiento que disfrutaba plenamente.
El mar, la brisa, el sol muriendo, el ruido de las olas, el sonido de los pájaros marinos que merodeaban el muelle en busca de comida, los olores, los barquitos de pescadores que llegaban o se iban… es algo que jamás podré olvidar. Luego venía el juego de encontrar la primera estrella de la noche y la risa que me brotaba del alma cuando la encontraba antes que mi padre…
Algunos pescadores aprovechaban el muelle para pescar “carnada”. Pececitos que metían en cubos de agua de mar para utilizarlos al día siguiente en sus faenas. Esto alborotaba a los pájaros marinos que trataban de competir con los humanos en la cosecha marina. Debo reconocer que esos pájaros a veces me daban miedo. Solían ser bastante descarados y hasta algo agresivos cuando se trataba de conseguir alimentos. Un día me sorprendieron cuando llevé galletas para acompañar la tarde. Tan pronto me vieron comiéndolas, se tiraron sobre el paquete y si no me llevaron un dedo fue porque mi padre intervino y las espantó. No hace falta decir que nunca volví a llevar galletas.
No obstante mi temor hacia ellas, una tarde en que fui al muelle me encontré un pájaro lastimado. Mi padre me dijo que era una gaviota. Tenía el pico muy lastimado y una de sus alas se veía maltrecha. Tampoco se podía poner de pie. Un pescador nos contó que alguien había tirado un anzuelo con carnada al aire en dirección al mar, y la gaviota lo había atrapado. El hombre, que literalmente “pescó” la gaviota, pasó apuros con el ave que quedó volando en el aire como un cometa sujeto por el hilo del anzuelo. Bajarlo fue tan problemático, que el hombre se enojó con la pobre ave y de muy mala manera la zafó del anzuelo. -“Debió mejor matarla” -sentenció el pescador.
La miré llena de tristeza y le pregunté a papá si podíamos llevarla a casa. Él dijo que sí, pensando que la llevaría para alimentar a Chano. Pero cuando vio que deseaba curarla, sonrío con amargura y me explicó que era muy difícil que esa ave se recuperara. Sin embargo, hizo cuanto estuvo de su parte por ayudarme. Primero tuve que vencer el miedo que le tenía al ave, luego su agresividad natural, ya que como se sentía herida, luchaba para no ser lastimada nuevamente.
Ahora que lo pienso, no comprendo cómo logré ganarme su confianza y menos cuando la llevé a la casa y se encontró con Chano. El gato estaba lleno de curiosidad al ver a la gaviota, e hizo todo cuanto estuvo de su parte por acercarse. Pero el ave dejó bien claro que no lo quería cerca. Con todo, permitió que mi padre la examinara y “curara” sus heridas con aceite quemado y un extraño ungüento “cura todo”, que solía ponerme también a mí.
Los primeros días fueron difíciles, ya que Chano no le daba vida a la gaviota, pero cuando mi padre llevó un pescado grande para alimentarla, surgió una extraña camaradería entre Chano y la gaviota. El ave, aún con el pico roto, tenía una sorprendente habilidad para destripar el pescado. Mi gato, que venía de ciudad, era incapaz de comer un pescado recién sacado del mar, así que cuando la gaviota lo desbarató a picotazos, Chano y el ave se dieron juntos un gran banquete. Lo curioso es que se convirtió en costumbre, mi padre les echaba el pescado, la gaviota lo destripaba en un dos por tres, y luego cada quien comía una parte. Era todo un espectáculo.
Ese hombre maravilloso que era mi progenitor, hizo cuanto estuvo de su parte por devolverle la salud a la gaviota, a quien por su afinidad con el gato acabamos llamando “Chana”, ya que un amigo pescador nos dijo que era hembra. Llegó a tanto su preocupación por ella, que con gran tacto y mucho ingenio le elaboró una prótesis para el pico con un pedazo de marfil que le quitó a un calzador que le había heredado su abuelo. Lo hizo tan bien, que Chana se sentía soñada con el pico reparado y lo ejercitaba continuamente cuando comía.
Desgraciadamente Chana tenía otros problemas mayores. El ala no le había quedado muy bien que digamos, y tenía desviada una de sus patas, con lo que le resultaba difícil incorporarse por mucho tiempo y mucho menos volar. Por eso, hacíamos todo cuanto podíamos para que no la pasara tan mal. Le compramos una cubeta grande para que se metiera a bañar y tomara agua, y le dábamos buenos pescados para ver si con el tiempo se reponía. Pero de todo lo que hacíamos mi padre y yo, lo que más ayudaba a Chana era, increíblemente, la compañía del gato Chano.
Llegaron a desarrollar una cercanía tal, que se hicieron inseparables. Chano siempre estaba cerca de ella y parecía vigilarla para que nada malo le pasara. Y debo aclarar que se “moqueteó” a varios gatos que tuvieron la osadía de acercarse a curiosear al ave. La cuidaba celosamente. A su vez, Chana se esmeraba en darle las vísceras de los pescados al gato. Hasta una vez mi padre bromeó diciendo que parecía que la gaviota era el Chef del gato.
El colmo de ese compañerismo llegó cuando un día vi a Chano bañando con su lengüita al ave. Acababan de comer y el gato no quería desperdiciar las salpicaduras de sangre que impregnaban al ave. En aquella época no teníamos cámara, pero creo que una foto de aquel ritual, porque eso parecía, hubiera salido en la primera página de National Geographic. Así de fuera de lo común era esa relación.
Para alegrar a Chana, empecé a llevarla por las tardes al muelle para que viera a sus congéneres. Los pescadores me habían explicado que las gaviotas eran aves muy gregarias y que les encantaba estar juntas y “conversar”. De hecho, muchas veces parecía que estaban en pleno tertulia poniendo al tanto de los aconteceres del mar y sus pescadores. Las primeras veces la pobre Chana se angustiaba queriendo volar con sus amigas, pero luego se resignó. La llevaba en una caja de cartón y la dejaba solita para que las demás aves se acercaran.
Todavía me parece verla emitiendo esos agudos chillidos y disfrutando el vuelo de las demás aves. El corazón se me parte ante este recuerdo. ¿Y qué hacía Chano en nuestra ausencia? Al principio nada, pero luego acabó acompañándonos al muelle aunque se quedaba lejos del bullicio, al inicio del mismo, observando a su amiga y a las otras aves que la revoloteaban.
Las lágrimas me llenan el rostro ante estos recuerdos, ahora, tantos años después, cuando ya ninguno de ellos está conmigo. La vida puede ser muy cruel. Era yo tan feliz con mi padre y mis Chanos en Verduego… Nunca me pasó por la mente lo que  vendría, pero ahora que lo observo en la distancia que da el tiempo y la madurez, debo reconocer que era algo que se venía venir. Cuando hay un naufragio siempre llegan, al final, los saqueadores. Y, en mi caso, quien llegó fue un barco pirata: mi madre.
Se había enredado con un hombre mayor que ella, de bastante dinero, y no sé ni cómo apareció nuevamente en nuestras vidas, engatusando a mi padre para que me diera permiso para irme con ella unos días en las vacaciones. Fue el peor error que pudo haber cometido mi padre. Como ninguno de ellos había movido el divorcio, legalmente seguían casados, así que cuando me fui con mi madre, parecía no existir problema alguno. Pero si lo había. Aunque yo no quería ir, mi padre me convenció de que era necesario que lo hiciera. Aquella mujer era mi madre y tenía todo el derecho, dado que yo era menor de edad, de verme. Así que me despedí de mis adorados Chanos y me fui a pasar unos días con aquella mujer que me había abandonado.
Tan pronto estuve lejos, mi madre metió un buen abogado solicitando el divorcio y se quedó con mi custodia. Mis lágrimas no la conmovieron. No hubo manera de que la convenciera de que lo que hacía me estaba desgraciando la vida. Quería acabar con mi padre, y vaya que lo logró. Le inventó vicios, amantes e historias, y le quitó hasta el derecho de verme. Mi padre, sin dinero para pagar un buen abogado, perdió todo lo que amaba, se sumió en una depresión severa y falleció abrazando una botella.
Mi premio fue acabar internada en una preciosa Escuela en un lejano país de Europa. Fue algo de lo más cruel, pero a la vez, con la perspectiva de la madurez, debo reconocer que me hizo mucho bien. Estando en esa escuela encontré muy buenas amigas, niñas que, como yo, habían sido enviadas por sus familias para prepararse educativamente, pero también para mantenerlas alejadas. Todas proveníamos de familias donde sobraba el dinero, pero escaseaba el afecto. Todas éramos como refugiadas en un barco que, si bien sabía su destino, navegaba por aguas frías y perdidas.
Ellas, Noami, Valenty, Kim e Idali, se convirtieron en mi familia, en mis hermanas, en las personas que más quería y aún quiero. No sé qué hubiera sido de mi vida sin ellas. Curiosamente, en tanto fuimos niñas y adolescentes, jamás hablábamos de nuestras familias. Ahora que lo pienso, era en verdad extraño que no lo hiciéramos, pero creo que lo veíamos como una ley no escrita en nuestras vidas. Tuvieron que pasar varios años, cuando éramos ya mujeres desenvueltas, cuando una a una fuimos revelando nuestras “fabulosas” raíces familiares.
Naomi fue la primera que, saliendo del internado, se abrió paso en la vida. Sus padres le dejaron una casa en Roma y sobra decir que hacia ahí nos fuimos todas. Y eso se volvió costumbre, cada vez que alguna de nosotros se fue independizando, invitaba a las demás a que fuéramos a apoyarla. Valenty se fue a Barcelona, Kim a Paris e Idali acabó viviendo en Hamburgo. Yo fui la que me establecí de último. Fue algo muy contradictorio, tan pronto terminé mis estudios superiores, no regresé jamás a casa de mi madre. Me la pasé yendo con mis amigas y trabajando en cuanto país me brindara la oportunidad. Cuando mi madre murió, Jean, su viudo, que ya era un anciano, me contactó suplicándome que por favor fuera a hacerme cargo de las cosas de mi madre.
Confieso que fui buscando expresamente algún recuerdo del naufragio familiar. Sobra decir que lo encontré, comenzando con el expediente del divorcio. Fue duro leer las cosas que mi madre hizo idear sobre mi padre, sólo le faltó inventar que abusaba de mí. Jean me suplicó que me quedara con él administrando su casa y sus finanzas. Tenía serios problemas de salud y requería asistencia médica continua. No sé qué me motivó a aceptar, pero debo reconocer que fue bueno hacerlo. Aquel hombre se parecía a mi padre. Jamás se metió con mi vida y siempre estuvo pendiente de que nada me faltara. Cuando años después murió, sentí más su muerte que la de mi propia madre.
En última reunión que tuvimos todas las amigas, en Barcelona, en el departamento que Valenty compartía con su novio, rompimos la regla no escrita. Recuerdo que la estábamos pasando muy bien, cuando el novio de Valenty se disculpó y se fue a dormir. Cuando quedamos solas, algo se rompió. Kim fue la primera en hablar. Mi vida era un lecho de rosas comparada con la suya. Idali nos hizo llorar con los retazos familiares con que contaba, Naomi nos puso serias y Valenty resultó ser algo así como la hija de su propio tío. Cuando yo hablé sobre mi familia y mi infancia, mis amigas se quedaron muy calladas. No pude dejar de contar mi maravillosa vida en Verduego con mi padre, mi gato y la gaviota, los Chanos. Recuerdo que todas enmudecieron y nadie quería comentar nada, al contrario de como lo habían hecho con los relatos de las demás.
Al final, Kim se animó a preguntarme:
- Pero ¿qué edad tenías? -cuando no le supe responder, como hasta ahora me pasa, dejó caer una duda que no sólo era de ella- ¿No habrá sido algo que te imaginaste para hacer más llevadera tu infancia, como lo hice yo?
La duda me dejó petrificada. Si cualquier otra persona en el mundo me hubiera dicho eso, creo que le hubiera caído a bofetadas; pero era Kim quien me lo decía y mis otras amigas quienes tenían la misma duda. Así que no me quedó de otra que cuestionarme a mí misma si esos recuerdos eran reales. Les hablé con sinceridad, como siempre habíamos hecho entre nosotras:
- A decir verdad, nunca lo había pensado -dudé unos instantes y les abrí mi corazón- Aunque debo reconocer que siempre me ha parecido extraño que los recuerdos de Chano y Chana siempre han sido muy vívidos en mi memoria. Los tengo tan frescos como si los hechos hubieran ocurrido ayer…
Las cinco nos miramos y, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, nos levantamos y abrazamos emocionadas. Bendije a la vida por haberme dados a estas amigas-hermanas y por hacer que todas nos sintiéramos una verdadera familia.
A raíz de esa reunión, seguí mi vida nómada, viviendo entre ciudades y entre países, sin dejar de moverme entre las casas de mis amigas: Barcelona, Roma, Hamburgo y París. Había vendido la casa de Jean en Suiza y me había quedado sin lugar fijo de residencia. Las casas de mis amigas eran mis residencias. Con todo, ellas comenzaban a sentar cabeza. Valery vivía con su novio, Kim tenía una pareja fija que ni era novio ni esposo, Idali estaba por casarse y Naomi y yo éramos las únicas solteras sin compromiso. Así que Roma era más bien mi lugar de residencia, ya que aunque visitaba a las demás, me sentía incómoda habiendo un hombre en sus casas.
Naomi siempre me preguntaba si no quería sentar cabeza en alguna parte. De hecho, la última vez que me lo preguntó, hizo que me cuestionara mi estilo de vida y decidiera regresar por fin a Verduego. Avisé en el trabajo que requería unas vacaciones y partí hacia aquel lugar al que jamás había vuelto desde que mi madre me arrancó de los brazos de mi padre.
Fue así que acabé sentada en esta vieja barca, varada en la arena, esperando a que el sol se ahogue en el mar. Antes, recorrí todo el pueblo y me llevé la desagradable sorpresa de no conocer a nadie. Los que eran adultos cuando viví aquí, ya están muertos (los visité en el pequeño cementerio); y de mis compañeros de clase nadie seguía viviendo aquí. Tal parece que se repobló el lugar con gente nueva o que yo viví aquí hace tantos años que ya no queda ningún recuerdo vivo.
La brisa juega con mi pelo y el sol se está perdiendo. Una sombre me hace voltear: un gato camina por la arena. No me hace ningún caso y parece dirigirse en una dirección definida. Es muy lindo, de color negro como la noche. Camina sin prisa, meneando la cola. Escucho un sonido muy familiar y al mirar al cielo veo una gaviota cruzando el cielo. Es la primera que veo en todas las horas que llevo sentada aquí. Vuela con alegría, lo supongo por sus chillidos. Luego sucede lo inimaginable: cuando la gaviota cruza por encima del gato, deja caer algo. El gato, sin inmutarse, prosigue su camino que se cruza directamente con lo que tiró la gaviota. Se detiene. Juraría que está comiendo algo. No lo acabo de creer. Me incorporo para ver mejor: sí, es un pedazo de pescado. ¿La gaviota lo dejó caer a propósito o se le cayó sin querer? El gato sigue comiendo. La gaviota da unas vueltas en círculo, no sé si en reclamo por el pescado o verificando que el gato lo haya encontrado, y se aleja lentamente hacia el mar.

Las lágrimas surcan nuevamente mi rostro. Jamás supe qué fue de Chano y Chana. Hasta acabé dudando de su existencia, pero luego de haber visto esta escena, sé que ambos existieron y fueron tan reales como lo soy yo escribiendo esta historia. Gracias papá por haber sido el hombre que más me ha amado en mi vida.

lunes, 6 de enero de 2014

CUENTO DE REYES

Para mi amigo Álvaro, nadie como él

UN VERDADERO REGALO DE REYES

Por Ernesto de la Fuente

Se sentía bastante incómoda. Nunca pensó que entraría a una Iglesia para celebrar el Día de Reyes. Bueno, de hecho hacía bastante tiempo que no entraba a una iglesia. Era algo ajeno a ella. Pero no se pudo negar cuando su tía Emilia le pidió que la ayudara a llevar a su abuelita María a misa. ¿Cómo negarse? Adoraba a su abuela, quien la había crecido de niña ante las numerosas ausencias de sus padres, que siempre estaban trabajando. No había tenido opción, pero eso no evitaba que se sintiera muy fuera de lugar.
El sacerdote comenzó la misa y ella siguió los movimientos de la gente ante lo que se indicaba. Era una iglesia muy grande, más bien parecía una sala de conferencias. Su tía la prefería porque tenía un estacionamiento especial para discapacitados, en el cual era fácil bajar a la abuela del auto y abrir la silla de ruedas. Pero el lugar no invitaba al recogimiento ni dada sensación de profundidad espiritualidad. Era impersonal, con pocas imágenes religiosas: sólo un cristo envuelto en una sábana que daba la sensación de irse de prisa al cielo.
Marcela se preguntó una y otra vez que demonios hacía en ese lugar. Amaba a su abuela, pero la religión no era lo suyo. Dios nunca se había ocupado de ella, así que a ella poco le importaba Dios. Repasó uno a uno sus múltiples pendientes y recordó las palabras de Karla, su mejor amiga, con quien había estado conversando la noche anterior. Estaba de acuerdo con ella, un embarazo no era nada grato en su posición. ¿Qué haría con un chiquito cuando estaba por terminar su carrera y tenía un ascenso a la vista en su trabajo? Además, tal vez era lo más importante, Roberto se había desentendido del “problema”. ¡Que lindos son los hombres a la hora de asumir las responsabilidades! Pero ya se lo había dicho Karla: ella había sido la tonta por enamorarse de un hombre casado con su trabajo.
La misa prosiguió con sus lecturas y Marcela volteó a ver a su abuelita. ¡Qué diferente había sido su vida! Siete hijos, un marido desobligado, había trabajado toda su vida como una mula, para terminar enferma y postrada en una silla de ruedas. Y si no fuera por su hija viuda, habría sido enviada a un asilo por sus ingratos hijos. No, ella no quería una vida así. Quería labrarse un futuro, abrirse un camino y tener una mejor vida que la de su abuela María. No se llenaría de hijos, y menos los sacaría adelante sola.
La gente se puso de pie y el sacerdote proclamó con solemnidad una lectura en que hablaba de los reyes que habían venido de oriente a ver a un recién nacido. Escucho la lectura con cierta simpatía, recordando su niñez en que aquellos reyes le traían uno que otro regalo. No obstante, lo que más recordó fue la deliciosa Rosca de Reyes que solía hacer su abuela. Una tradición que hacía muchos años se había perdido al quedar discapacitada. Miró a su tía, ella seguía la misa con solemnidad. Que diferente era de su madre. Suspiró.
La gente se sentó y el sacerdote comenzó a predicar. Era la misa de niños y el hombre de Dios comenzó a interactuar con los infantes. “¿Qué fueron a hacer los Reyes Magos al ir a ver al niño Jesús?”- preguntó abriendo la participación. Un niño pequeño, de camisa de rayas azules, corrió al micrófono y dijo: “Fueron a pedirle cosas”. El sacerdote sonrío y explicó: “Fueron más bien a adorarlo y a ofrecerle oro, incienso y mirra”. Y remató con una nueva pregunta: “Nosotros ¿qué le podemos ofrecer al niño Dios?”. La chiquitearía prorrumpió en una nutrida participación, varios niños pasaron a exponer lo que ellos le regalarían al niño Jesús: “portarme bien”, “paciencia”, “alegría”, “tratar bien a mi hermana”… y aquel pequeño niño de la camisa de rayas azules regreso para decir: “mi corazón”.
La participación se había puesto agradable cuando Marcela vio que un niño vestido de blanco se acercó al sacerdote y dijo con una hermosa voz: “…la vida de tu hijo…”. Marcela se quedó helada, nadie pareció darse cuenta de lo que había dicho el niño y el hombre de Dios no hizo ningún comentario, como hizo con todos los demás comentarios de los niños que pasaron. Un sudor frío le recorrió la espalda y un calor intenso le penetró el vientre. Sintió que la cabeza le daba vueltas y antes de poder hacer nada, perdió el conocimiento.
Cuando despertó, su tía la abanicada ayudada por otra señora. Se sentía fatal. La sangre le había bajado de la cabeza y no tenía fuerzas en las piernas. Le dijo a su tía que estaba bien y la misa prosiguió aunque ella ya no se paró una sola vez más. Cuando la ceremonia terminó, su tía la llevó al auto en la silla de ruedas de la abuela, ayudada por otras buenas personas. Su abuelita la esperaba preocupada en el auto. Sin su consentimiento, la llevaron al médico, lo cual la aterró ya que no quería hacerlas participes de su secreto. El médico la examinó minuciosamente y comentó que era un agotamiento nervioso y que sería conveniente que hiciera mucho reposo. Ella se sentía mejor.
Regresaron a casa de su tía Emilia y ella la invitó a quedarse. -“No creo que sea buena idea que te vayas, hija -sentenció- Quédate a partir rosca con nosotras”. Marcela no protestó, realmente se sentí agotada. Al poco rato llegó el primo Alejandro trayendo una hermosa rosca de reyes. La saludo efusivamente. Era el único hijo de la tía Emilia y, aunque era casado, siempre estaba pendiente de su madre y de su abuela. Todos se reunieron junto a la mesa y dejaron que la abuela cortara primero la rosca. Ella, con mano temblorosa, cortó un pedacito. Todos aplaudieron. Luego lo hizo la tía Emilia y, a instancias de Marcela, siguió Alejandro. A nadie le salió ningún muñequito. Marcela, con mano aún más temblorosa que su abuela, cortó un pedazo.
No se lo podía creer: los tres muñequitos estaban dentro de su pedazo. Los miró sorprendida en tanto su primo se moría de risa y su tía lamentaba el “error” de la panadería de poner en un solo lugar los tres muñecos. Marcela no dijo nada. En su mente seguían resonando las palabras de aquel niño: “…la vida de tu hijo…”


-¡Jesús! ¡Vente corazón ya llegó la tía Emilia! -lo llamó jubilosa.
El niño vino corriendo desde el jardín. Nada le daba más alegría que ver a la tía Emilia, su adorada “Michia”, quien lo había cuidado tanto de pequeño y quien era como una segunda madre para él.
-¡Tía Michia! ¡Tía Michia! -la abrazo gozoso y la llenó de besos.
-¿Y qué tenemos acá? -preguntó la tía llevando el juego- ¡Un niño hambriento de besos! -y le llenó la cara y el pelo de melosos besos de tía consentidora.
Marcela los miró sonriente. Al menos su hijo tenía en su tía lo que ella había carecido con su madre. Su corazón latía dichoso en su pecho.
-¿Qué crees Jesús? -interrogó la tía al niño- ¿Quién crees que viene al rato?
El niño, conocedor del juego, sonrío.
-¡Nano! -y rompió a reír en tanto Marcela y la tía intercambiaban miradas de complicidad.
No pasó mucho rato cuando Alejandro, “Nano”, llegara con su esposa trayendo una caja muy larga. El niño se emocionó al verlos y corrió a abrazar a “Yaya” Eulalia, la mujer de Nano. Marcela los miró a todos y los condujo a la mesa donde asentaron la caja. Jesús se sentó rápidamente en la silla mirando expectante la enorme caja.
-¿Ya te lavaste las manos? -preguntó Marcela en tono de madre.
El niño hizo una mueca y corrió al baño. Los adultos intercambiaron saludos y sonrisas y Marcela y Eulalia conversaron brevemente, en tanto Alejandro llevaba los platos a la mesa junto con su madre. Jesús regresó enseguida y se sentó derechito en la silla. Su carita de ansiedad era evidente.
-¿Por qué tanta prisa? -le interrogó Nano.
El niño sonrío pícaramente y alzó los hombros. Todos los adultos se sentaron a la mesa y Marcela levantó la tapa de la caja: una hermosa Rosca de Reyes resplandeció desde dentro. Un “¡Ohhhhh!” profundo se escapó de la garganta del niño.
-Bueno -aclaró la tía- Vamos a partir esta deliciosa rosca en recuerdo de nuestra querida abuela María y en honor al niño Jesús.
-¿En honor a mí? -preguntó divertido el niño.
-No exactamente hijo -aclaró Marcela- Pero en cierta forma también en tú honor -y al decir esto una sonrisa le cruzó el rostro en tanto agarró el cuchillo y se lo pasó a la tía Emilia para comenzar el ritual.

No falta decir a quien le salió un muñequito.