Ojo enamorado

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En tu mirada

viernes, 30 de marzo de 2018

FOBIAS GENÉTICAS

SIN CERVEZA                                            

Por Ernesto de la Fuente

Acaba de ver un interesante capítulo de Viaje a las Estrellas, en donde el Señor Spock salva la nave Enterprise de un capitán colérico, loco y lujurioso. Está por comenzar a retomar la lectura del libro “Corazón: Diario de un niño”, de Edmundo de Amicis, cuando su madre lo llama. Es mediodía y su padre ha llegado con sed. Le da una jarra amarilla, dinero, y le dice que vaya a la cantina “La Negrita”, a la vuelta de la casa, frente a “El Motor eléctrico”, a comprar cerveza de barril.
Anda, no tardes, que tu papá ya quiere comer.
Sale y pone la trampa de la puerta para abrirla sin utilizar llave. Es una varita de metal que se empuja y por medio de un gancho abre la cerradura. En tanto camina bajo el sol se pregunta por qué lo han designado a él para realizar tan infausta tarea. Tiene dos hermanos mayores que no tiene idea en dónde pueden estar. El sólo tiene diez años y nunca, jamás, ha entrado a una cantina. Llega a la puerta del lugar y escucha el ruido, las conversaciones estentóreas, las risas, las burlas, la música de mala muerte. Sólo es empujar la mampara verde y entrar. Preguntarle a alguien por la cerveza de barril y para que llenen la jarra amarilla. Luego pagar e irse. Parece sencillo, pero algo no le permite hacerlo. Está petrificado agarrando la jarra, aterrado al pensar que debe entrar al lugar donde la gente sale cayéndose, diciendo leperadas y comportándose como payasos mal pagados.
No, no puede hacerlo. Imposible. Nadie se lo ha explicado, no lo sabe, pero lleva en la sangre el gen de su abuelo paterno que detestaba la cerveza y, peor aún, a los borrachos. Un abuelo que era el único, entre varios hombres, que no tomaba ni perdía la compostura ante el alcohol, que lo detestaba con todas las fibras de su ser. ¿Quién iba a decir que el más pequeño de sus nietos heredaría su fobia?
Al final, aterrado, regresa a casa y dice a su madre, en tanto le da la jarra amarilla vacía:
— No tienen cerveza de barril, se les agotó.
Su madre, amplia conocedora de sus siete críos, lo mira traspasando sus pupilas y le dice a quemarropa:
— ¿No hay peces en el mar? ¿No había cerveza o no la pediste?
El mutismo de su hijo, en una cara enmarcada por el pánico, le da la respuesta. Suspira resignada y enfrenta el mal humor de su cónyuge. No, no hay cerveza de barril, el negro Wacho no la surtió porque don Valentín Alonso, el cantinero, no se dio cuenta de que ya estaban vacíos los barriles. Sutil excusa que tuvo que tragar con su comida el padre, enfurruñado por tener un hijo que es copia al carbón de su padre, con todo y fobia.
Esa noche, arrullado por los frescos brazos de la hamaca, el niño da gracias a Dios y a todos sus angelitos porque no tuvo que entrar al infierno. Pobrecito, no sabe que 44 años después lo tendrá que hacer nuevamente para pelearse, rabiosamente, con los inmundos meseros incapaces de dar una mísera botana. No obstante, esa será la nueva fobia que heredará a su hijo.
— “¡Qué más!, cosas de la herencia y de las putas fobias” — concluye con resignación.




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