Ojo enamorado

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En tu mirada

viernes, 17 de diciembre de 2010

ACERCA DE LA SORDERA DIVINA

AYUDA DIVINA
Por Ernesto de la Fuente

En la vida se cometen muchos errores, necesarios muchos de ellos porque ayudan a aprender y mejorar como ser humano. No obstante, por algunos errores se debe pagar un precio muy caro por el resto de la vida. Uno de esos errores lo cometí al casarme con una mujer que “creí”, iluso de mi, sería la compañera para toda mi vida. Más equivocado no podría estar, y después la vida se encargó de irme cobrando en cómodas mensualidades mi terrible equivocación.

Con todo, una luz se abrió en mi camino y encontré a una sencilla y hermosa mujer que me hizo recobrar a fe en la belleza de las relaciones humanas. Nos conocimos, tratamos y acabamos uniendo nuestras vidas. La felicidad hubiera sido completa a no ser que, debido a mi error anterior, no me pude casar con ella por la Iglesia. Eso fue algo que me pesó, ya que la familia de ella era sumamente católica y, aunque aprobaban nuestra relación porque la veían a ella feliz, les lastimaba en el alma que su situación ante la Iglesia hubiera quedado irregular, haciendo que ella no pudiera acceder a los sacramentos de la confesión ni la eucaristía.

Sintiéndome culpable por esto, fui al Tribunal Eclesiástico para iniciar el proceso de anulación del matrimonio, el cual consideraba era factible dadas ciertas irregularidades que había cometido al casarme la primera vez. Pero me topé con un horroroso inconveniente: mi ex esposa era familiar cercano de uno de los jueces del tribunal y este “buen hombre” obstaculizó todos mis intentos por llevar a buen término el proceso de anulación.

Finalmente, sólo me quedaba una carta por jugar. Un sacerdote se había ido a Roma a estudiar en la Pontificia Universidad para luego regresar como integrante del Tribunal Eclesiástico. Era mi última oportunidad, pero como no lo conocía, tenía el enorme temor que el juez que me obstaculizaba el proceso lo pusiera en mi contra y se me negara totalmente la anulación del matrimonio.

Desesperado, fui a rezar a la capilla del Santísimo donde habían rezado por generaciones las mujeres de mi familia, de raíces católicas por la vía materna y ateas por la paterna. Recuerdo que le supliqué a Dios me diera una nueva oportunidad de rehacer mi vida de una manera acorde a su voluntad. Los días pasaron y no veía que nada ordinario ni extraordinario sucediera. El nuevo juez había llegado de Roma y ya había concertado una cita para verlo, pero con una fecha tan posterior a su llegada, que me temí ya lo hubieran puesto sobre aviso de mi caso y que también me cerrara las puertas.

La noche anterior a la cita, me acosté tarde después de repasar todos los papeles. Tenía  la certeza de que Dios no había escuchado mis oraciones. En mi corazón había llegado a la convicción de que Dios era sordo a las necesidades de sus hijos y que no movía un dedo por ayudarlos. Agotado, caí en sueño profundo. Y entonces soñé. Me encontraba en una enorme iglesia que no conocía donde se estaba llevando a cabo una importante celebración religiosa. Había gente que entraba en procesión, sacerdotes en el altar y otros dirigiendo las procesiones. Estaba sentado junto a un sacerdote de lentes, no joven ni viejo, que seguía la ceremonia con suma atención y detalle.

Cual no sería mi sorpresa al reconocer en él al mismo sacerdote con quien tenía que hablar al día siguiente. Se me hizo algo muy extraño, y más cuando le dirigí la palabra y conversamos amablemente sobre lo que sucedía a nuestro alrededor. No recuerdo por qué motivo le pregunté en qué año estábamos, y me contestó que estábamos tres años antes de la fecha real en que yo vivía. Entonces, se me ocurrió algo descabellado y le dije: “Dentro de tres años usted va a terminar sus estudios en la Universidad Pontificia. Se graduará con honores, Suma cum lauden, y el mismo señor Arzobispo asistirá a su examen junto con su padre”.

El sacerdote me miró con extrañeza y me dijo: “Mi padre está muy enfermo, no creo que viva tres años más. Y el viaje a realizar los estudios es algo que todavía estoy pensando si podré hacerlo ya que no dispongo de apoyo económico”. Entonces lo miré a los ojos y le dije con profunda seriedad: “Todo lo que le estoy diciendo es total y absolutamente ciertoSólo le pido que cuando todo lo que le dijo ocurra, recuerde que fui yo quien se lo dijo”. El hombre de Cristo se me quedó mirando algo extrañado y sonrió condescendientemente. Tal vez pensó que no estaba muy bien de la cabeza.

Luego, no sé que más pasó en mi sueño y desperté con la extraña sensación de haber tenido experiencia onírica bastante inverosímil. Me levanté, mal desayuné y me encaminé presuroso al edificio del Tribunal Eclesiástico. Ahí, luego de esperar unos 15 minutos, fui introducido ante la presencia del nuevo juez recién llegado de Roma.

Fue un encuentro totalmente inusual. Se levantó para estrecharme la mano y, tan pronto me vio quedó confundido. Me miró una y otra vez cuando nos sentamos y, cuando intenté exponerle el motivo de mi visita, me interrumpió amablemente y me dijo: “Hace tres años me encontré con usted en una ceremonia religiosa. Recuerdo muy bien que conversamos y usted me dijo que dentro de tres años terminaría mis estudios con honores y que el señor Arzobispo asistiría a mi examen junto con mi padre. No le creí nada de lo que me dijo, pero todo se cumplió tal y como me lo dijo. Y ahora, después de tres años de no verlo, lo vuelvo a encontrar”.

Me quedé con la boca abierta y no supe que contestar. Él, al ver mi turbación, me dijo: “Dígame en que le puedo ayudar y tenga plena confianza que lo ayudaré en todo lo que esté a mi alcance”. Repuesto del asombro, le expliqué el motivo de mi visita y me escuchó con mucha atención. Le mostré toda la documentación y las respuestas que hasta ahora me había dado el Tribunal. Tomó nota y me dijo con suma amabilidad: “Creo que su caso si procede. Permítame analizarlo con los demás integrantes y regrese a verme en dos semanas.”

Me fui de ahí con sentimientos encontrados, entre alegría, asombro e incredulidad. Dos semanas después se me informo que mi caso procedía y seis meses después llegó el dictamen final que me permitió casarme por la iglesia con mi esposa. Ahora, a cualquiera que me diga que Dios no escucha nuestras oraciones, le doy un buen sopapo. ¿Cómo que no nos escucha si está siempre junto a nosotros? Ya el arcángel San Gabriel se lo dijo a una muy humilde muchacha en Nazaret: “porque para Dios no hay nada imposible

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