Ojo enamorado

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En tu mirada

lunes, 9 de julio de 2018

EN EL DIVÁN


ANGELICA TURBA

 "Y le suplicaban los demonios: «Si nos echas, mándanos a esa piara de puercos.»"
Mateo, 8, 31

Por Ernesto de la Fuente

— ¿En qué puedo servirle? —con suave voz lo invita a desahogarse.
—Vengo por recomendación del padre Reyes. Quiere despejar cualquier duda sobre mi salud mental.
— ¿Y qué motivó al sacerdote Reyes a requerir mi opinión? Dígame por favor. —Y añade aclaratoriamente—: Espero comprenda que soy agnóstico, escéptico, descreído, ateo e incrédulo.
El paciente sonríe divertido.
—No todas esas palabras significan lo mismo, pero prefiero que sea así, aunque espero que eso no le impida entenderme.
—Lo escucho.
—Soy creyente desde niño y provengo de una familia de profunda fe religiosa. Aunque considero que eso ha sido algo muy bueno también me ha provocado severos conflictos…
— ¿De qué tipo? Trate de ser más específico.
—Bueno, no todo lo que creo es de mi agrado —hace silencio y se queda pensativo.
—Eso es muy normal. Los seres humanos somos complejos y no todos estamos hechos para encajar en los rígidos esquemas que las religiones pretenden imponernos.
El paciente mueve la cabeza y sonríe.
—No es lo que usted piensa. No tengo conflictos con mi fe, sino con aspectos que no me simpatizan de la misma.
—Por favor, le vuelvo a pedir que sea más específico. No estoy entendiendo.
—Creo en Dios y en todo lo que representa. —Hace una pausa antes de proseguir cautelosamente— Lo que no me gusta es reconocer la existencia de una entidad malvada, algo contrapuesto al Dios amoroso en que creo.
— ¿Se refiere usted al demonio, diablo, dianche, chamuco…?
—Sí, efectivamente, a él me refiero. No me agrada.
El especialista en enfermedades mentales lo mira algo confundido.
—Mire, el que usted crea o no en él es algo irrelevante. Es una entelequia. No comprendo el por qué el sacerdote que menciona lo mandó conmigo. Lo suyo parece ser un problema teológico, no mental. Usted puede escoger creer o no en el maligno si eso le permite tener un equilibrio mental sano.
—No es tan sencillo doctor.
— ¿A qué se refiere? No veo mayor problema.
—Sucede que quiero ser santo. Desde niño he deseado con toda mi alma ser santo, pero para serlo tengo que enfrentarme a Belcebú…
—Creo que tiene que reconsiderar sus conceptos —medió el galeno—. El mal es algo implícito en la naturaleza humana, no un ser.
—Sí creo en Dios como un ente, no puedo dejar de creer en la existencia de Lucifer como persona.
—Pero bueno, no acabo de comprender cuál es el problema. Sea usted santo, viva de acuerdo a su fe, ayude al prójimo ¿Qué demonios tiene que ver Mefistófeles en todo eso? —espeta el profesional perdiendo un poco la paciencia.
—Todo. No hay santo que no haya tenido que enfrentarse con satanás para conseguir su santidad. Cuando era niño me lo explicó muy bien el padre Flores: “Si no logras ver al diablo es porque está dentro de ti”.
El psiquiatra parpadea, enciende un puro de olor desagradable y comenta:
—Y por lo que estoy entendiendo usted no desea verlo ¿no es así?
—Efectivamente. No tengo ningún problema con darme a los demás, con buscar a Dios en los hermanos y en los acontecimientos de mi vida, pero no quiero tener tratos con ese despreciable ser, ni mucho menos con sus secuaces… Sólo imaginar tenerlos delante de mí, que me golpeen, escuchar sus insultos y gritos blasfemos, sentir sus hedientas presencias, me revuelve el estómago…
El médico lo observa detenidamente escudriñando sus palabras. Percibe una turbación oculta que va más allá de lo que el paciente manifiesta.
—El demonio es algo implícito en sus propias creencias. Usted es quien lo pone como obstáculo al creer en Dios. Pero a la vez, dentro de sus mismos dogmas está la solución. El bien está en lucha continua contra el mal, y por lo que sé los santos son “soldados” de Dios que deben enfrentarse al enemigo malo ¿No es así? Si acepta ser soldado, debe aceptar luchar contra los ángeles caídos. Ahora bien, si no le gusta el enemigo no sea soldado. Nadie lo está obligando a ir a esa guerra. Es su decisión.
Se hace un silencio prolongado. El doliente lo mira sopesando sus palabras. Hace un extraño calor. El facultativo sonríe: La táctica de seguir el discurso del paciente ha funcionado. Escribe en el expediente “Neurosis religiosa” y anota el medicamento antipsicótico que le dará. El aquejado no lo interrumpe en tanto hace sus anotaciones. Cuando lo ve terminar exclama:
—Tiene toda la razón. Le agradezco mucho sus palabras. Qué bueno que el padre Reyes me mandó con usted.
—Mire, le voy a dar esta la receta para que tome unas pastillas que le ayudarán a estar tranquilo, y así podrá realizar la mejor decisión que considere.
El hombre recuperado sonríe agradecido, mira la receta y después al especialista, se levanta, estrecha su mano y, sin esperar agendar una próxima cita, sale y paga los honorarios a la secretaria. Con un suave ademán se despide.
—Que paciente tan extraordinario, doctor —comenta la secretaria en tanto guarda el dinero—. Dejó el consultorio oliendo a rosas.
—Es un alma atormentada, como todos los que vienen a verme.
Dándose la vuelta el profesional de la salud entra a su consultorio, cierra la puerta, echa chispas por los ojos, humo por las orejas, y se extravía en profundas cavilaciones en tanto enciende un nuevo puro —con aroma a azufre— y juega con su rugosa cola.


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