Ojo enamorado

Ojo enamorado
En tu mirada

jueves, 3 de diciembre de 2020

ESCAPE

 

MENJURJE DIVINO

Para el Angel que avivó la tinta

Por Eduardo RH

El insistente sonido de la alarma rompe los sueños. Es hora de levantarse, ir al baño a sacar todo aquello que sobra y lavarse la cara para borrar todo vestigio de dicha. Encaminase a la cocina para tragar algo y tener con qué sobrellevar la aridez de la jornada. Vestirse, cubrirse bien la cara y salir a jugarse la vida en el transporte urbano. Llegar al trabajo, saludar a los acompañantes de calvario, encender y poner en funcionamiento todo para que esté listo a las nueve en punto. El dueño llega 10 minutos antes a supervisar que estén en sus puestos y la mercancía disponible para la venta.

La hora llega y el ritual se cumple. Las puertas se abren y los empleados quedan a la expectativa temiendo que el mensajero de la muerte llegue disfrazado de cliente. Él es el encargado de recibirlos. Todos confían en su buen juicio para tomar la temperatura y descubrir los imperceptibles signos externos: alguna tos, un nerviosismo en los ojos, un ligero temblor. Es una responsabilidad muy grande. Ellos tienen familia que cuidar y nadie quiere llevarse la semilla de la desgracia al hogar.

Las horas pasan con aterradora lentitud. El tiempo no tiene prisa en irse, aunque los corazones cabalguen desbocados dentro de los angustiados pechos. Después de 10 tortuosas horas, un mal almuerzo y el intercambio de tres palabras con sus compañeros, al fin puede volver a casa. Otra vez debe embozarse, esterilizarse y cuidarse. Los autobuses urbanos son nidos infestados de chinches virales. No hay de otra, el riesgo está implícito en el regreso.

Es cosa de llegar, entrar por detrás, desnudarse y remojar toda su ropa en las cubetas preparadas para ello. Darse un baño cepillándose cada poro de la piel y cada hebra del cabello. Terminar agotado, devorado por el cansancio, y arrastrarse a la cocina a ver qué encuentra: dos panes duros y una salchicha congelada. Irse a la cama. No querer ver ninguna noticia en la televisión, ¿para qué?, todo es lo mismo: accidentes, guerras, huracanes, inundaciones, odios, protestas, tormentas, terremotos, violencia… y esa caterva de políticos empeñados en destruir el mundo y el pobre país donde vive.

Con manos temblorosas acercarse al preciado librero. Ahí reposan sus amigos, sus grandes compañeros que nunca le han fallado. ¿Qué leer hoy?: ¿la ficción infinita de Borges?, ¿la neurosis social e histórica de Vargas Llosa?, ¿el universo bíblico de Bashevis Singer?, ¿las historias polifónicas de Aleksiévich?, ¿la guerra entuértica de Grossman?, ¿o mejor las fantasías científicas de Asimov, Bradbury, Clark o Dick? Queda pensativo. Decide mejor intentar con los sueños de las bellas durmientes de Kawabata. Algo exótico, cercano a lo sublime.

Se acuesta y toma el libro como si fuera la mano de su amada. Lo abre y comienza a recorrer las palabras lentamente, una a una, sorbiendo su esencia hasta perderse en las honduras de un universo inexistente que solamente él puede recrear en su mente. Ya nada importa: ni el sucio y maldito trabajo, ni el desagradable sin sentido de la vida, ni la pastosa y ominosa muerte. Solo existe su ignoto mundo y él.

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