Ojo enamorado

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En tu mirada

jueves, 14 de octubre de 2010

DEL MEJOR SEGURO

LIBRANOS SEÑOR

Por Ernesto de la Fuente

Crecer en una pequeña ciudad tiene sus grandes ventajas, porque sin ser tantos disfrutamos de buenos servicios. Buen, al menos es lo que me decía mi mamá cuando era niño y le ponderaba la enorme variedad de espacios de entretenimiento que había en la capital del país y que en la nuestra no existían, como cines, parques de diversiones, tiendas de juguetes, etc.
-“Esa ciudad es un lugar peligroso” –me repetía con insistencia mi progenitora- “Ahí le roban a la gente y existen peligrosas bandas de robachicos”.

No obstante sus palabras, cuando un grupo de señoras mayores rentó un autobús para hacer un viaje turístico a la capital, mi madre fue de las primeras en anotarse. Sobra decir que yo fui el que me puse renuente a acompañarla. Machacarme tanta maldad, me hacía sentir que íbamos a ir  a la boca del lobo, no a un viaje de diversión.

No hubo poder humano que hiciera a mi madre desistir de su propósito de ir de compras a la capital. De hecho, en ese mar de señoras maduras, yo era el único niño. Pero bueno, luego resultó que todas las señoras me repitieron hasta el cansancio que debería estar muy agradecido con mi madre porque me llevaba. Si, cómo no. Primero me metió el miedo y luego me llevaba para constatarlo.

Ya dentro del autobús, no me quedó de otra que distraer mis infantiles curiosidades observando a las señoras que, con sus vestidos floreados y enormes sombreros, se sentían dichosas de dejar las rutinas desgastantes de amas de casa y lanzarse a la aventura. Fue ahí cuando aprendí que no hay nada que disfrute más una mujer mayor que ir de compras. Bueno, hasta las no tan mayores, ya que entre las asistentes destacaba una señora más joven que vieja, que me recordaba a un conejo asustado entre una jauría de perros. Tímida, apocada, parecía estar fuera de tono entre tanta algarabía. Muy pronto supe su nombre: Amalia, pero por esa simpática costumbre de usar diminutivos cariñosos, todas la conocían como Amalita.

Rápidamente me identifiqué con ella y creo que le desperté cierta simpatía porque me permitía estar cerca de ella jugando mis avioncitos de plástico, mi máximo tesoro infantil. Esa noche, cuando llegamos al cuarto el hotel donde nos hospedamos, mi mamá me contó que la tal Amalita era viuda “gracias a Dios”. Como no entendí como estaba eso de que se le agradeciera a Dios por la muerte de un esposo, mi madre estalló en carcajadas y me explicó que el “difunto”  marido de Amalita la trataba muy mal y que por eso había sido una bendición para ella quedar viuda. Sus vecinas la apreciaban por haber escuchado su calvario, y por eso la habían invitado para que saliera un poco y se distrajera.

A la mañana siguiente, muy temprano, fuimos a desayunar a un mercado y de ahí partimos en “manada” a recorrer las tiendas de un muy famoso tianguis de ropa. La alegría de las señoras era enorme y andaban juntas los negocios regateando y conversando entre ellas. Yo no me soltaba de las faldas de mi madre y la acompañaba como celoso cancerbero. Bueno, no era por protegerla, sino porque me moría de miedo de las tenebrosas bandas de robachicos de las que tanto me había hablado.

Como varias de las señoras eran bastante mayores, Amalita había tomado la encomienda de meter sus bolsos en una enorme bolsa que cargaba con alegre empeño. Su juventud era aprovechada por sus compañeras y ella se sentía útil de poder ayudarlas. No era para menos, luego de años de sufrimientos debía sentirse como en el cielo.

A media mañana, cuando atravesábamos el centro del tianguis, escuché un grito de alarma, un hombre pasó corriendo y le arrebató el valioso bolso a Amalita. El temor se apoderó de todas aquellas buenas señoras y más de mí, que comprobé que lo que mi madre siempre me había dicho era totalmente cierto. Lo que nadie se esperaba, es que Amalita saliera corriendo como un bólido detrás del ladrón. Todo el rebaño de señoras fue detrás preocupadísimas por la pobre viuda. Lo que sucedió a continuación es algo que jamás he podido olvidar.

Amalita alcanzó al ladrón en su carrera, ya que éste aminoró el paso muy confiado en que las viejitas no lo podrían seguir, y se armó un espectáculo increíble. Aquella no tan joven viuda, tímida y retraída, se transformó en una fiera y le cayó a golpes, patadas, bofetadas y codazos al sorprendido ladrón. Fue tanta su furia, que el ladrón no pudo meter ni las manos para defenderse. Quedó hecho una piltrafa en el suelo y Amalita lo hubiera seguido vapuleando a no ser porque llegaron sus buenas vecinas y la calmaron.

La policía llegó a los pocos minutos y todas las señoras, como una sola, fueron a la Delegación a poner su demanda contra el malogrado ladrón, al cual se llevaron los policías prácticamente arrastrando. Mi mente de niño se hallaba más que asombrada por lo que había presenciado. Que superhéroes ni que ocho cuartos, Amalita se convirtió en la heroína de mi niñez, la mujer increíble que derrotaba a los malandrines. Al día siguiente, cuando las señoras regresaron al tianguis a terminar sus compras, se llevaron la sorpresa de que todos los vendedores les hicieron excelentes descuentos agradecidos porque los habían librado de aquel peligroso ladrón. No faltó quien le regalara algún producto a la "salvadora" quien, toda apenada, lo aceptaba ante la insistencia de sus orgullosas vecinas.

Cuando regresamos a nuestra pequeña ciudad, las señoras pagaron una misa en agradecimiento a Dios por todas las cosas buenas que habían vivido juntas. La misa concluyó con un Rosario y, cuando hacían las letanías, en un momento en que la rezadora enmudeció, una voz susurro con dulce convicción:
-De la cólera de Amalita
Y el murmullo general contestó:
-Líbranos Señor

Desde aquel momento aquella otrora desdichado viuda acabo siendo la acompañante más popular en cuanta excursión se realizase a cualquier destino. Amigas nunca le faltaron, sin embargo ella nunca dejó de ser dulce, tímida y retraída. Y aunque me fui a vivir a la gran ciudad y me convertí en un hombre importante, cuando mi anciana madre me llamó por teléfono para decirme que Amalita había muerto, cancelé todas mis reuniones impostergables y asistí a su entierro acompañando a mi madre y a cientos de personas que la querían, la apreciaban y, sobre todo, la respetaban. Porque… de la cólera de los pacíficos, líbranos Señor.

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