Ojo enamorado

Ojo enamorado
En tu mirada

viernes, 1 de octubre de 2010

DE ANGUSTIAS DE MUERTE

COMO LOT EN SODOMA

Por Ernesto de la Fuente

Arturo, sentado junto a la puerta de su casa, la miraba detenidamente. Las tres cerraduras, la fuerte reja que la envolvía, denotaban que más que un hogar, era una cárcel auto impuesta para librarse de los delincuentes, los cuales andaban sueltos cometiendo crímenes impunemente en la ciudad.

Miró el reloj, una y otra vez, en tanto escudriñaba por la ventana doblemente enrejada. Su corazón palpitaba con fuerza en tanto la angustia roía sus entrañas como rata diabólica. Respiró profundamente tratando de asfixiar el temor que lo invadía lentamente, como si fuera una marea que iba subiendo lentamente hasta cubrirlo.

No, no llegaba. Su hija Rubí, la más amada de su corazón, había salido a una fiesta y no había regresado. Se sentí impotente ante lo que sucedía. No podía impedirle salir, ya que era joven, estudiosa y alegre, pero por otra parte sentía que una parte de su ser moría cada vez que la veía salir por esa puerta. ¿Cómo vivir en un lugar así? Era en verdad algo martirizante, algo demoledor. Cuando él salía, no temía por su vida ni por nada que pudiera sucederle. Claro, andaba con cuidado y era precavido, pero era tolerable. Pero con su hija era distinto. Se sentí tan vulnerable, que la vida perdía su eje y equilibrio.

Tratando de matar sus temores tomó la Biblia, que descansaba en una mesita junto a la entrada y, antes de abrirla al azar, musitó: “Habla Señor que tu siervo te escucha”. Algo tenía que encontrar en ella que lo apaciguara. Se colocó los lentes y leyó con detenida calma:

Vamos a destruir esta ciudad, pues son enormes las quejas en su contra que han llegado hasta Yavé, y él nos ha enviado a destruirla”. (Gen 19,13).

Levantó la mirada meditando el significado de esas palabras en su vida. Nuevamente abrió la Biblia al azar repitiendo con profunda fe su angustiante petición: “Habla Señor que tu siervo te escucha”.

 No tengan miedo de los que pueden matar el cuerpo, pero no pueden matar el alma” (Mt 10,28).

El motor acelerado de un auto que entraba a su calle le hizo levantar la cabeza. Las luces indicaban que alguien se acercaba con peligrosa rapidez. Asustado se incorporó de golpe y observó por la ventana que el auto de su hija se aproximaba a la puerta de la cochera. Se escuchó que frenó de golpe y ella se bajó corriendo del auto sin siquiera apagarlo. Dos camionetas se acercaron peligrosamente y varios sujetos empuñando armas bajaron. Arturo  quedó helado, pero una parte de él reaccionó. Abrió la puerta con asombrosa rapidez y le franqueó el paso a su hija que entró como conejita asustada a la casa. Los sicarios se acercaron con rabiosa actitud, como lobos que no desean perder a su presa.

Arturo los esperó sin miedo y los miró con santa indignación. Por una fracción de segundos se hizo un cruce de miradas y, ante la actitud impenetrable de Arturo, los hombres levantaron sus armas. Se hizo un silencio de muerte hasta que se escuchó el martilleo de los gatillos al ser accionados insistentemente.

Ante la enorme sorpresa de los malhechores, ninguna bala brotó de sus armas. Los gatillos fueron accionados una y otra vez, pero las balas no salieron de las bocas de sus armas. Los facinerosos se miraron unos a otros atemorizados. Era incomprensible que más de siete armas fallaran. Arturo los fulminó con la mirada. Los asesinos se llenaron de un enorme pavor que les traspasó  el cuerpo y, soltando las armas como si de serpientes de trataran, huyeron en sus lujosas camionetas.

El silencio llenó la calle. Los vecinos, que habían estado observando todo agazapados desde la obscuridad de sus ventanas, salieron uno por uno de sus casas. Arturo no se inmutó: abrió la cochera y metió el auto de su hija. Luego saludó a sus vecinos con la mano y, cerrando el portón, se encaminó a la puerta de su casa que había dejado abierta. Cuando la policía llegó no encontró a nadie, sólo varias armas tiradas misteriosamente en la calle.


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