Ojo enamorado

Ojo enamorado
En tu mirada

miércoles, 6 de octubre de 2010

DE LA INGRATITUD DEL SER

CABEZA DE COCOYOL (*)

Por Ernesto de la Fuente

Ignacio no tenía remedio. Eso decía toda la gente que lo conocía y la que tenía el ingrato honor de topárselo. Hombre pródigo en obsesiones, hacía desagradable cualquier trato que se pudiera tener con él, desde saludarlo hasta trabajar en su compañía. No obstante, algunas mujeres, llenas de atormentados sentimientos, lo habían buscado y soportado pensando que podrían redimirlo de sus esquizofrénicos y tempestuosos males emocionales. Porque, hay que decirlo, todos sus problemas eran productos de las emociones enfermizas que desarrolló en su infancia, entre un padre que siempre lo rechazó e hizo sentir un tonto de capirote y una madre de lo detestaba por parecerse tanto a su odioso padre.

No obstante tanto entuerto, Ignacio gozamos del amor incondicional de su abuela Rosa. La única mujer que lo trataba con infinito amor, le toleraba sus excentricidades y le consecuentaba sus groserías y locuras. Pero no crean que por ello Ignacio la trataba mejor. No, para nada, parecía disfrutar hacerle la vida de cuadritos, como si la vieja mujer tuviera que pagar un oneroso impuesto por amarlo. Le había hecho de todo, desde abandonarle en una lejana plaza comercial enojado por alguna palabra que ella dijo sin ninguna mala intención, hasta esconderle las llaves de su casa dentro de una olla perdida en los recónditos anaqueles de la alacena.

Hombre tan odioso, se había ganado una muy mala fama que solía precederlo, además de tener una legión de personas que no querían verlo “ni en pintura”. Pero eso a él no le importaba. Vivía como si todo el mundo estuviera equivocado y él fuera el único que tuviera la razón. A cada problema, su retorcida mente encontraba explicaciones inverosímiles para justificar sus incorrectos actos. Vivía, pues, con toda la humanidad en contra. Por supuesto, era sumamente infeliz. Andaba con todos sus sentidos alertas previniendo cualquier “agresión” que pudiera recibir, sin percatarse nunca que el agresor era precisamente él.

Ni psicólogos ni psiquiatras eran de su agrado. Los consideraba mercenarios de la mentira vendidos a los intereses de sus enemigos y ex mujeres. Y es que, por su extraño comportamiento, había enfrentado varias demandas y juicios. Con todo, nada de eso lo amedrentaba. Enfrentaba los cargos con perversidad gozosa, ya que nada le alegraba más que pelear y discutir con el prójimo para imponer sus tajantes puntos de vista.

Lo peor del caso es que él creía firmemente en lo que decía. Tenía la certeza de que su visión del mundo era la correcta y nada ni nadie, ni siquiera su pobre abuela que lo adoraba, le podían hacer cambiar de opinión cuando dictaba un “dogma de realidad”. Decía: “Esto  es verde”, y aunque fuera más negro que el carbón y se le presentaran pruebas irrefutables, seguía insistiendo en que su percepción era la única válida, real, justa y cierta. Según su juicio, la veían negra porque “alguien” había echado algún gas que distorsionaba el color. Y así hacía con cada cosa que se presentaba en su vida.

Su abuela, cada día más cansada y vieja, vio que la vida se le iba y comprendió que, cuando muriera, Ignacio quedaría abandonado a su suerte en medio de su opresiva locura. No sabía qué hacer. Como no había médico que la pudiera ayudar, acudió a la ayuda divina apelando a diversos sacerdotes que ni con toda su buena voluntad pudieron auxiliarla. “Es inútil doña Rosa” –le dijo el último que lo intentó- “No se puede ayudar a quien cree firmemente que no necesita ayuda”. Y la buena mujer se quedó sola con una profunda angustia en su maltrecho corazón.

Derrotada, doña Rosa acudió a una iglesia a implorar un milagro. Lloró hasta que se le secaron las lágrimas y suplicó al dador de la vida le abriera los ojos a su nieto. Fue entonces que se percató de un empolvado cuadro colocado en un rincón de la vetusta iglesia. Era la imagen de un Jesús en posición de dar su bendición con su mano derecha, en tanto que con la izquierda se tocaba el corazón del cual brotaban dos potentes rayos, uno blanco y otro rojo. No bien había acabado de observar el cuadro, cuando una jovencita se le acercó y le entregó una hojita. La anciana se ajustó los lentes en sus ojos enrojecidos y se asombró al darse cuenta que el papelito explicaba el cuadro que acababa de descubrir en la pared. “La Divina Misericordia”, leyó como tratando de comprender que era esa extraña advocación de un Cristo derramador de gracias. “Que nuevas cosas serán estás” –pensó para sus adentros- “Yo sólo conocía la devoción del Sagrado Corazón

Meditabunda la nonagenaria mujer se encaminó a su casa recordando las palabras de su madre, quien le dijo que, aunque jamás había visto un ángel en su vida, Dios siempre le había mandado personas que actuaban como uno de sus mensajeros en el momento en que más falta le hacía. Doña Rosa leyó el papelito una y otra vez y se hizo el firme propósito de rezar todos los días, a las tres de la tarde, la Coronilla de la Divina Misericordia por su nieto. Era el último recurso que le quedaba.

El teléfono sonó insistentemente pero Ignacio no contestó. Tenía la costumbre de jamás contestar la primera vez que sonaba. Lo hacía, si quería, a la segunda o tercera vez. Al fin, disfrutando el enojo de quien llamaba, alzó la bocina. Una voz chillona le dijo, sin mayores preámbulos, que su abuela estaba muy grave y la habían tenido que trasladar al hospital. Que se diera prisa si quería verla aún con vida. Y, antes de que pudiera decir alguna frase irónica, le colgaron la bocina. Eso lo enojo. Él siempre era quien colgaba la bocina a los demás ¿Quién se creía esa vieja estúpida, seguramente vecina de su abuela, para hacerle semejante grosería? Y, refunfuñando, desestimó la grave noticia que había recibido. Nuevamente se sentó en su cómodo sofá y abrió el periódico amarillista que tanto disfrutaba leer.

No se percató del tiempo hasta que el reloj de pared dio tres campanadas. Una poderosa luz le hizo alzar la vista y lo que vio lo dejó temblando de pánico. Un hombre lleno de luz lo miraba con firmeza en tanto se encaminaba flotando hacía él. Dos poderosos rayos salieron de su corazón: uno le tiró el periódico que leía y otro le atravesó el pecho. Sintió como si una espada le traspasara el corazón y cayó al suelo horrorizado perdiendo el conocimiento por el intenso dolor.

Cuando abrió los ojos, todo estaba en absoluto silencio. Las hojas de su periodicucho estaban regadas por todo el piso. Al intentar incorporase sintió un profundo malestar en el pecho. Haciendo un gran esfuerzo se sentó. La obscuridad entraba por las ventanas. Trató de ver la hora pero se llevó la sorpresa de que el reloj se encontraba detenido exactamente a las tres de la tarde. Sumamente asustado, llamó al número de emergencia para solicitar una ambulancia. Era tanto su desconcierto, que no pudo hacerle ironías a la amable voz que le contestó el teléfono.

En media hora una ambulancia lo recogió y lo llevó al hospital. En una camilla lo llevaron a la sala de terapia intensiva. El lugar estaba lleno de pacientes que gemían de dolor. Ignacio trataba de respirar trabajosamente. Cada inhalación de aire era como una daga que se le clavaba en el corazón. El médico vino a examinarlo. Ordenó una radiografía del tórax, ya que los síntomas acusaban una herida con arma blanca, pero no había ninguna herida externa que confirmara ese diagnóstico. Unos camilleros lo llevaron por los pasillos del vetusto hospital a radiología. Había una larga cola de pacientes esperando, varios de ellos en camilla.

Tratando de buscar una postura menos dolorosa, Ignacio se recostó sobre su costado derecho. Fue entonces que se percató que en la camilla anterior a la suya estaba su abuela. Como movido por un resorte y sin importarle el dolor, se levantó y acercó a ella. Tan pronto lo reconoció, el rostro se le iluminó a la anciana. Sus ojos manifestaban una alegría indescriptible. Con voz débil le dijo: “Sabía que vendrías”. Él puso su mano entre las suyas y le dio un beso en la frente. Ella, sonriendo dulcemente, abandonó la lucha y siguió a la luz que la llamaba. Las lágrimas corrieron por sus mejillas deshaciendo el velo de locura y soberbia que le cubrían el entendimiento. Y ahí, tomado de la mano del cadáver de la mujer que más lo había amado en el mundo, Ignacio se recobró a sí mismo y a la otredad del mundo que lo rodeaba.

Ignacio si tuvo remedio. A las terapias de grupo a las que asiste siempre comienza diciendo: “Soy Ignacio y era un cabeza de cocoyol”. Cuando las risas brotan de sus nuevos amigos, les dice que el cambio es posible, que todo tiene remedio en esta vida… menos la muerte. Y con una hermosa sonrisa les da grandes ánimos a todos.

(*) Cocoyol: Nombre de una palmera y de sus frutos redondos y pequeños, de semilla relativamente grande y de gran dureza.



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