Ojo enamorado

Ojo enamorado
En tu mirada

martes, 26 de mayo de 2009

POR AMIGO

Elías miró el reloj. Algo se traía contra él porque no dejaba de observarlo. Los hombres de la tropa lo miraron. Desde la muerte de Felipe, el Sargento Elías ya no era el mismo. Aquella alegría, aquel don de sonreírle hasta el enemigo, se había ido entre las láminas de ataúd de metal del buen Felipe.
Miguel volteó a ver a los demás. No sabían cómo abordarlo, ni cómo decirle que en el ejército siempre se encontrará uno la muerte a la vuelta de la esquina. Al fin, fue Ramón el que decidió ir a sentarse con su oficial para tomar al toro por los cuernos.
- No este triste mi sargento –comenzó el buen Ramón en un cliché de película.
Elías lo miró sin ver e hizo una mueca que en otros tiempos hubiera sido una sonrisa.
-La muerte llega y hay que aceptarla –sentenció el soldado.
El sargento masculló unas palabras por lo bajo y volvió a llevarse la cerveza a la boca. Hacía el gesto mecánicamente, como quien taja un lápiz o toma un medicamento amargo.
-No se nos agüite mi sargento. A la tropa no le gusta verlo desconchinflado –remachó Ramón.
Elías movió la cabeza. Estaba en otro mundo. Miguel le hizo señas al soldado para que dejara en paz al sargento. El mal consolador se fue. Miguel se paró y le llevó una nueva cerveza al oficial perdido. Decidió intentar una nueva estrategia.
-¿No sabe dónde está Felipe? –le preguntó de sorpresa como si fuera nuevo en el cuartel.
Elías le clavó la mirada y musitó por lo bajo:
-Está muerto por mi culpa.
Miguel se fue para atrás. Había escuchado tonteras en su vida pero esa era cósmica.
-¡¡¡No la chingue mi sargento!!! –escupió indignado- ¡Felipe está muerto porque se metió a los trancazos con esa bola de idiotas del 1er batallón! ¡Usted no tiene la culpa de nada!
El sargento se incorporó como impulsado por un resorte, tiró la mesa con todos los envases encima y agarró a Miguel con brusquedad del uniforme en tanto le gritaba:
- ¡No me vengas a decir tu versión estúpida de la vida!
Y lo agarró a golpes. Toda la tropa tuvo que intervenir para detener al sargento. Miguel no metió las manos. Se sentía más que honrado que su oficial se la partiera con tal de que desahogara su tristeza.
Entre 8 hombres lo inmovilizaron pero el sargento no dejaba de convulsionar y gritar como poseído:
-¡¡¡Yo lo maté!!!



El doctor Ulises Cardenal miró a su paciente. Era un hombre por demás fornido. Un “hombre de a de veras”. Las lágrimas surcaban su rostro sin que un sólo sonido saliera de sus labios. El psiquiatra movió lentamente su pluma jugueteándola entre sus dedos.
- Y entonces don Elías ¿por qué dice que usted es culpable de la muerte del cabo Felipe?
Saliendo de su silencio, el hombrón le respondió secamente.
-Ya no era cabo. Renunció porque no le gustaba estar por encima de los demás hombres.
- Bueno, pero ese no es el punto, sino la culpabilidad que usted siente por las acciones de un soldado bajo su mando.
- Es que yo lo maté –sentenció brutalmente el sargento.
Ulises miró el reloj y optó por seguir la cita aunque el tiempo se había terminado.
-Bueno, le doy la razón: usted lo mató. Pero no me queda claro el motivo que lo llevó a hacerlo. Acláremelo por favor.
Elías lo miró un segundo confundido, pero después prosiguió con fluidez:
-Lo maté por no aplicar el reglamento.
Silencio quieto entre miradas que intercambian vacíos de información.
-Felipe vino a mí, doctor. Vino a mí y me suplicó que lo mandara una semana a la celda de castigo. Se me hizo la petición más absurda que soldado alguno me hubiera hecho.
Cardenal agarró el hilo de la madeja mental.
-Felipe necesitaba ir ahí. ¿Por qué?
El sargento Elías Trano bajó la mirada y se mordió los labios.
-Me dijo que estaba muy arrecho. Que los hombres del 1er batallón le estaban moliendo el hígado.
-¿Y por eso quería ir a la celda de castigo?
- Si –respondió secamente el atribulado hombre.
- Bueno, ¿y por qué no lo complació?
Las miradas se cruzaron nuevamente.
-¿Cómo iba a hacer eso?
Las lágrimas surcaron el rostro crispado del oficial.
-Él se lo estaba pidiendo. ¿Qué tenía de malo complacerlo? –planteó el médico.
Elías movió la cabeza una y otra vez.
-¿Cómo cree que lo iba a mandar a la celda de castigo? ... ¡¡¡Él era mi mejor amigo!!!...
El hombre se tapó las manos y los sollozos convulsionaron su pétreo cuerpo de rudo soldado, en tanto los ojos del eminente psiquiatra se llenaban del agua salada del corazón. “Si, la amistad también asesina...”

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