Ojo enamorado

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En tu mirada

martes, 26 de mayo de 2009

CRONICA DE UN BRUTAL ASEDIO: MERIDA 1867

Mérida, la capital del Estado de Yucatán, es una singular ciudad sinónimo de paz y tranquilidad. En sus 452 años de fundada Mérida ha sido testigo de muchos hechos históricos interesantes y cruciales desde la llegada de Francisco de Montejo el Mozo en 1542, su fundador, hasta la reciente visita del Papa Juan Pablo II en agosto de 1993. Como ciudad epicentro de las actividades económicas, políticas y sociales, primero de toda la Península y después sólo del Estado de Yucatán, Mérida ha gozado, sufrido y padecido todo tipo de acontecimientos, tales como la ejecución pública del indígena rebelde Jacinto Canek el 14 de diciembre de 1761, o la memorable visita de la "Emperatriz" Carlota a Yucatán realizada del 22 de noviembre al 15 de diciembre de 1865.
Sin embargo, nada perturbó más su paz, ni destruyó tanto su tranquilidad, como el cruel sitio que sufrió a manos de las fuerzas republicanas comandadas por el entonces Coronel Manuel Cepeda Peraza, del 21 de abril al 15 de junio de 1867. Así es mi fino y curioso lector, la apacible ciudad de Mérida fue bárbaramente sitiada por 55 días. Los horrores de la guerra, el hambre, las enfermedades y la muerte, se sintieron con toda su crudeza en Mérida. No crea usted que le estoy hablando de Cuautla, Stalingrado o Sarajevo, por mencionar alguno de los sitios más cruentos de la historia, no. Pasó en Mérida y fue tan cierto y tan real que si usted hubiera vivido hace 127 años, no hubiera podido caminar tranquilamente sobre la calle 60 hacia la Plaza Grande para comprar un periódico.
¿Qué fue lo que pasó? Es lo que trataré de aclararle limpiando el polvo del pasado con la diestra escoba de la investigación, pero, para poder hacerlo, necesito que usted se ubique en Mérida y trate de transportarse junto conmigo en el tiempo. Vamos a presenciar un trágico capítulo de nuestra historia. ¿Listo? Agárrese de mis palabras y no pierda el hilo de las mismas porque puede perderse en los obscuros laberintos de la historia, de donde nadie jamás podría rescatarlo...

PRENDE EL FUEGO DE LA GUERRA

Año de 1867. Todo México se sacude vigorosamente el yugo del efímero Imperio de Maximiliano. Las tropas francesas se han embarcado de regreso a su país y las fuerzas republicanas se movilizan acaudilladas por el Presidente Lic. D. Benito Juárez García. El jueves 17 de enero de 1867, antes que los primeros rayos del sol asesinaran la oscuridad de la noche, un solitario jinete, ligeramente embozado, salió de la ciudad de Mérida. Los pocos que lo vieron salir no se fijaron muy bien de él, pero hubo quien dijo que era un señor que vendía jaulas para pájaros en la esquina conocida con el nombre de la "Punta del Diamante", en una casa situada en el cruzamiento de las calles 64 y 75 del barrio de San Sebastián. Lo que si fue obvio, es que el misterioso jinete eludió a los guardias que cuidaban la salida de la ciudad, perdiéndose por misteriosas veredas que solamente podía conocer un experimentado guerrero. El fiero león republicano Manuel Cepeda Peraza, que había vivido como cordero entre sus enemigos imperialistas, había escapado de la jaula...
Pocos días después los rumores de la guerra republicana contra el Imperio fueron llegando a Mérida. Cepeda Peraza se movía como un huracán por todo Yucatán y a su paso se estremecían las fuerzas imperiales. Tres meses después, el domingo 21 de abril de 1867, Cepeda Peraza ocupó las plazas de Mejorada y San Cristóbal, estableciendo su Cuartel General en la casa particular de doña Tomasa Pacheco, situada en el lado Sur de la plaza de la Mejorada, sobre la calle 59. Los graves y pausados clamores de la campana mayor de Catedral anunciaron a los habitantes de Mérida que el sitio de la ciudad había comenzado por el Oriente.
El Comisario Imperial, Ing. José Salazar Ilarregui, declaró la ciudad en Estado de Sitio el lunes 22 de abril, asumiendo todos los poderes como Supremo Jefe Militar. La gente, asustada por la presencia de importantes tropas tanto imperiales como republicanas, se refugió en sus casas cerrándolas a piedra y lodo, no sin antes abastecerse de provisiones de boca y jarro.
¿Cómo era Mérida en 1867 cuando fue sitiada? La ciudad se extendía principalmente alrededor de la Plaza Grande y hacia el oriente y sur de la misma, y tenía una importante población de 30 mil habitantes. Las familias más pudientes generalmente vivían en el centro de la ciudad y su lugar de distracción y recreo era la Alameda o Calle Ancha del Bazar, situada en la calle 65 entre 54 y 56. La clase media vivía usualmente en los suburbios de San Cristóbal, Mejorada y Santa Ana, y en los demás vivía la gente de escasos recursos.
Las casas de mampostería estaban construidas en el centro y en las calles reales de la ciudad, es decir, en aquellas que conducían a los caminos de Sisal, Campeche, Izamal, etc. Abundaban los solares yermos y las chozas de paja. La ciudad estaba delimitada por las plazas de Santa Ana, Santiago, San Sebastián, San Cristóbal y Mejorada.
Todavía existía la Ciudadela de San Benito, la cual se encontraba en poder de las fuerzas imperiales. Este importante bastión ofrecía una magnífica posición estratégica debido a que estaba edificado a 25 metros sobre el suelo de la ciudad, por lo que desde ahí se dominaba perfectamente todo el perímetro de la población. Su ubicación era más o menos la siguiente: al Norte llegaba a la calle 65, inclusive hasta donde está la Oficina de Correos; al Oriente hasta donde está el antiguo Portal de la Pescadería; por el Sur rebasaba la actual calle 69, que no existía en ese tramo, y por el Poniente hasta cerca de los Portales de Granos.
¿Dónde cree usted que estaba instalado el Comisariato Imperial y por ende el Cuartel General de las fuerzas del Imperio? Nunca se lo habría imaginado: en el edificio situado en el cruzamiento de las calles 60 por 57, que hoy es la sede de la Universidad Autónoma de Yucatán.

SE CIERRA EL CERCO

Desde el bastión imperialista de San Benito se abrió fuego de artillería pesada contra el contingente republicano y su Cuartel General, situados en la plaza de Mejorada, causando los primeros muertos de la contienda y los primeros destrozos en la ciudad. La torre derecha de la Iglesia del Carmen de Mejorada recibió tantos impactos al cabo de los días, que se derrumbó. Una granada cayó tan cerca del Gral. Cepeda Peraza, que un pedazo de metralla le atravesó los pantalones a la altura del muslo al Lic. Luis Gómez, quien estaba conversando con él. Tuvo tan buena suerte que no sufrió más heridas que el terrible susto que se llevó y el agujero en el pantalón.
Diariamente, en la mañana y en la tarde, tronaban los cañones imperialistas de San Benito, pero los republicanos emplazaron su mortífero fuego en contra del baluarte imperialista con buenos resultados. Las salidas que hacían los sitiados provocaban combates de fusilería entre ambos bandos, que degeneraban en luchas cuerpo a cuerpo y cargas a bayoneta calada, mortal arma blanca muy usada en esos reñidos encuentros que sucedieron durante el sitio.
El Coronel José Apolinar Cepeda Peraza, por los días en que se iniciaba el sitio, tomó el puerto de Sisal, no obstante la feroz resistencia de la guarnición imperial y las numerosas bajas que tuvo, apoderándose de tres piezas de artillería, fusiles y municiones de guerra. Tan pronto aseguró la plaza de Sisal, se encaminó presuroso a Mérida donde estableció su campamento en la plaza de Santiago, cerrando así el sitio por el Poniente. Otro Coronel republicano, Manuel Fuentes, estableció el frente en el Sur de la ciudad, en la Ermita de Santa Isabel, desde donde dominaba la plaza de San Sebastián. El cerco se cerraba aún más para Mérida.
Le quedaba por cerrar a los sitiadores el frente Norte, o sea, la plaza de Santa Ana, que estaba ocupada por una columna imperialista al mando del Coronel Marcelino Villafaña, quien protegía de esta forma la introducción de víveres y armamento a la ciudad. Cepeda Peraza en persona, al mando de tres columnas, atacó a Villafaña el sábado 4 de mayo de 1867, en uno de los combates más terribles y sangrientos del sitio, obligándole a desamparar la plaza y a retirarse al centro de Mérida. Cayeron en poder de Cepeda fusiles, parque y prisioneros, entre ellos el Capitán Loreto Carrillo, quien al calor de la lucha y la pasión partidista estuvo a punto de ser fusilado, habiendo pedido él mismo comandar su pelotón de fusilamiento, satisfacción que no se le pudo dar porque el Lic. Yanuario Manzanilla evitó tan inútil como heroico sacrificio. Los cuatro puntos cardinales de Mérida estaban tomados, el cerco se había cerrado, sólo quedaba esperar.

ENCERRADOS CON LA MUERTE

Por las noches, según nos relata Luis Hernán Espinosa Sierra en un interesante artículo titulado "El primer centenario del sitio de Mérida" publicado en la Revista de la U.D.Y., para levantar el ánimo del vecindario y de la tropa, las bandas de música de los batallones acampados en Mejorada y San Cristóbal, tocaban las mejores piezas de su repertorio, siendo muy aplaudidas por el público asistente que así se olvidaba de sus tribulaciones, de los horrores de la guerra que padecían en su propia ciudad, y de las efervescencias políticas que habían dividido a Yucatán; porque hay que hacer notar que eran tantos los yucatecos que apoyaban al Imperio, los artesanos por ejemplo, como los que favorecían a la República. Al finalizar cada ejecución musical las vivas a la República tronaban en el aire, en tanto los cañones de San Benito disparaban en medio de la obscuridad tratando inútilmente de acallar el entusiasmo de los partidarios de la República.
Tétricas noches aquellas de música y gritos de entusiasmo entre el hambre y la miseria de los sitiados habitantes de Mérida. Y es que la draconiana resolución del Coronel Manuel Cepeda Peraza de no permitir la entrada de víveres a Mérida, ni la salida de las familias, hizo el sitio cada día más terrible. Juan Francisco Molina Solís, en su Historia de Yucatán, nos narra que la carencia de alimentos era tan extrema que se comían diariamente perros para poder subsistir. El comercio estaba agotado y las provisiones eran muy escasas, así como los pertrechos de guerra. No obstante, los combatientes permanecían firmes en su puesto. El cansancio, las heridas y el hambre, agotaban las fuerzas y, durante los 55 días que duró el sitio, hubo incesante fuego de fusilería y artillería por ambas partes; las balas eran tan nutridas en las calles que se hacía imposible sepultar a los muertos, aunque muchos pudieron, a costa de otras vidas, ser sepultados en la manzana de la iglesia de El Jesús.
La ocupación de la ciudad por parte de los republicanos se hizo lentamente. Los soldados horadaban las paredes de las casas para avanzar, para así evitar el inútil derramamiento de sangre que hubiera resultado si avanzaban por las calles al descubierto. Estas horadaciones daban lugar a sangrientos y rabiosos combates cuerpo a cuerpo, así como también a saqueos, robos y demás actos violentos que acompañan todo avance de soldados en guerra. Pero los partidarios del Imperio, alertados ante esta singular forma de avance, vigilaban estrechamente las esquinas para abrir fuego apenas vieran pasar de una acera a otra al enemigo. A pesar de las pérdidas en hombres, los republicanos pudieron avanzar hacia el centro de Mérida.
En Santa Lucía, como era un lugar despejado por la plazuela y la Iglesia, se trabó un sangriento combate luchando hasta en lo que hoy es el hermoso parque. La artillería republicana desalojó a los defensores imperiales de las azoteas y del templo, no sin un trágico saldo de vidas humanas sacrificadas en aras de la violencia inútil. Las fuerzas republicanas que venían de Mejorada llegaron hasta el parque Hidalgo, a pesar del intenso fuego enemigo que recibían desde las torres del templo de El Jesús o Tercera Orden. Pero ya no pudieron avanzar más porque el edificio del Comisariato, erigido en 1711, era inexpugnable.

EL PRINCIPIO DEL FIN

Entre tanto ocurrían estos combates, las fuerzas republicanas del barrio de Santiago, al mando del Coronel José Apolinar Cepeda, llegaron hasta el hoy desaparecido templo de Jesús María, situado en la calle 59 entre 64 y 62. Es importante hacer un paréntesis para decir que la Iglesia Católica fue despojada de este hermoso templo por el gobierno del general sonorense Salvador Alvarado, quien lo convirtió, ironía de ironías, en Templo Masónico. Posteriormente se demolió y el terreno, de propiedad nacional, fue destinado por cesión de la Secretaría de Gobernación al Gobierno de Yucatán, para que se levantase allí un Teatro Municipal. Finalmente, para cerrar esta interminable cadena de infamias, el municipio meridano vendió el predio a un propietario particular, quien lo convirtió en estacionamiento, uso que hasta el día de hoy conserva.
Pues bien, el templo de Jesús María cayó en poder de los republicanos después de rabiosos combates, saliendo herido el Coronel Apolinar Cepeda Peraza y don Ricardo Molina, quien por desgracia vivía a espaldas de dicha Iglesia. Desde esta nueva posición se atacó la sede del Comisariato, recibiendo en respuesta un fuerte ataque que causó fuertes bajas en uno y otro bando.
La lucha era tenaz en todos los frentes: San Cristóbal, Mejorada, Santa Lucía, Jesús María, San Juan, etc. Los imperialistas conservaban las alturas de la Iglesia de El Jesús, el Comisariato, el Ayuntamiento, la Ciudadela de San Benito, etc., o sea, el mero centro de la ciudad.
El Coronel Francisco Cantón, leal imperialista, organizó en Valladolid y Tizimín una fuerza militar con la idea de levantar el sitio y dispersar a los sitiadores, por lo que marchó hacia Mérida librando varios combates en el camino. El martes 4 de junio Cantón llegó a Mérida y penetró por la fábrica de tejidos "La Constancia", sorprendiendo algunas trincheras del campamento republicano de San Cristóbal. Se dice que Cantón pensaba hostigar la retaguardia de las fuerzas sitiadoras, pero que la orden terminante del Comisario Imperial Salazar Ilarregui lo hizo forzar el frente republicano y entrar a Mérida, aunque esta acción le causó un gran número de bajas porque al entrar quedó expuesto bajo dos fuegos.
Una vez bajo los resguardos de la Ciudadela de San Benito, el Coronel Cantón salió nuevamente al combate con miras de dispersar a los republicanos. La contienda fue formidable, nos dice Juan F. Molina Solís, y se prolongó hasta la una de la tarde con pérdidas de importancia. Tres veces estuvieron los imperialistas a punto de triunfar en la batalla librada en el campamento de San Cristóbal, pero al final se tuvieron que replegar a San Benito. Fue la señal de su fin. En la noche de ese mismo día 4 de junio llegó la columna republicana del Coronel Manuel Rodríguez Solís y ocupó la plaza de San Juan Bautista, con orden de extender sus trincheras hasta ponerse en contacto con los otros campamentos de Santiago y San Cristóbal, para dejar así circunvalado el centro de la ciudad. Se estrechó aún más el cerco para no permitir la entrada de víveres ni la salida de las familias. Mérida se rendiría por hambre.

CONCLUYE LA AGONIA

El asedio tomaba proporciones alarmantes y día a día se estrechaba aún más. Agotados los medios de vida, el hambre había entrado como invitada indeseable a los hogares de los meridanos atrapados en la contienda. La gente estaba cansada de vivir en continuo peligro, en medio de tropas que sin interrupción se batían, penetrando a las casas particulares por agujeros en las paredes para convertirlas en posiciones ofensivas y defensivas. La situación ya estaba llegando al límite. El Gral. Felipe Navarrete recibió instrucciones del Comisario Imperial Salazar Ilarregui para proponer la capitulación. Tal vez ya le habían llegado las noticias de la caída de Querétaro y la prisión de Maximiliano, ocurridas el 15 de mayo.
El viernes 14 de junio de 1867, a las 8 de la mañana, don Ramón Juanes Patrulló, vicecónsul americano, y don Donaciano García Rejón se presentaron en el campamento republicano con un mensaje del Gral Navarrete y la misión de promover un armisticio. Cepeda Peraza rehusó oír sus proposiciones por venir del Gral. Navarrete, limitándose a informarles que él sólo trataría directamente con el Comisario Imperial. Parecía que la paz no era posible, pero a las 7 de la noche de ese mismo día se presentó nuevamente don Donaciano García Rejón acompañado esta vez por el Coronel Daniel Traconis, con plena autorización del Comisario Imperial para proponer los términos de la capitulación de la plaza de Mérida. Cepeda nombró al Coronel Miguel Castellanos Sánchez y al Lic. Yanuario Manzanilla para conferenciar con los mensajeros del Imperio. A Cepeda Peraza no le parecieron las propuestas imperialistas, así que convocó un Consejo de Jefes y Oficiales y, después de escucharlos, les dio a conocer a los comisionados enemigos su única y definitiva propuesta.
A las 4 de la mañana del sábado 15 de junio de 1867, García Rejón y Traconis regresaron al campamento republicano con la debida autorización para aceptar las condiciones impuestas por Cepeda. El Acta de Capitulación acordaba respetar la vida y la libertad de todos los militares y civiles que hubieran defendido la causa del Imperio, conceder pasaporte a los Jefes y Oficiales para salir al extranjero, así como al Comisario Imperial Salazar Ilarregui. Suscrita la Capitulación por los comisionados de ambas partes, fue ratificada por Salazar Ilarregui y Cepeda Peraza. Se recibió el armamento y parque de los partidarios del Imperio, y se rindió la plaza en medio de un impresionante silencio. Mérida no había pasado nunca por prueba semejante.
El Gobernador de Campeche Pablo García, al saber que se le había concedido un pasaporte para Nueva York al Comisario Salazar Ilarregui, exigió que le fuera entregado para fusilarlo como traidor a la patria, enviando una cuadrilla militar a Sisal para impedir que embarcara. Cepeda Peraza se negó a complacer las pretensiones de García, manifestando que él había dado su palabra de honor en la Capitulación que aseguraba la vida y la libertad de Salazar Ilarregui, y que en caso de insistir en su arbitraria petición, él mismo se encargaría de velar por su buen embarque. Ante la firmeza de Cepeda Peraza, Pablo García desistió.

REMATANDO EL IMPERIO

El ex Comisario Imperial Salazar Ilarregui embarcó sin ningún contratiempo con destino a Nueva York, en tanto que sus Oficiales lo hicieron con destino a La Habana. Los republicanos habían hecho honor a la tradición caballerosa de su doctrina, y le pagaron con la misma moneda a Salazar Ilarregui, ya que él fue quien les había levantado el destierro a los republicanos cuando tomó posesión de su cargo de Comisario Imperial el 4 de septiembre de 1864.
El sitio de Mérida duró 55 días, durante los cuales muchas vidas de uno y otro bando fueron segadas. Se calcula que hubo unos 1,500 muertos. El 16 de junio Cepeda Peraza hizo su entrada triunfal a Mérida entre ruinas y escombros, y en medio de repiques de campanas y demostraciones de júbilo popular. Sin embargo, la ciudad ofrecía un aspecto lúgubre y funesto: las casas cerradas, las calles solitarias, tristes, desoladas, e innumerables heridos yacían en los hospitales esperando recibir asistencia médica. Fue necesario que transcurriese algún tiempo para que la sociedad volviese a su vida normal.
La ciudad había sufrido infinitos deterioros y la destrucción de numerosos edificios, entre ellos los templos de Jesús María y Mejorada, que habían sido el blanco de la artillería de ambos combatientes y que señalaban con sus pavorosas ruinas la dureza y prolongación de la guerra. En el interior de las casas reinaba la desolación y la miseria más espantosas, causadas por tan largas privaciones. Las horadaciones a través de las casas habían llevado, como consecuencia irremediable, robos, saqueos y ruina. Una guerra semejante jamás se había visto en Yucatán.
Cuatro días después de la capitulación de Mérida, el miércoles 19 de junio de 1867, la sangre de Maximiliano, Miguel Miramón y Tomás Mejía teñía de rojo el Cerro de las Campanas de Querétaro. El Imperio había sido ahogado en su propia sangre. El Coronel Manuel Cepeda Peraza fue elevado por el Presidente Juárez al grado de General de Brigada, y con este carácter estuvo gobernando hasta que fue nombrado Gobernador Constitucional de Yucatán.
127 años después no queda vivo ninguno de los participantes del sitio de Mérida, pero sus descendientes siguen caminando por las calles de la ciudad. Tal vez ellos ignoran que hace 127 años sus ascendientes tuvieron que pagar un precio de sangre y muerte por ir del parque de Santa Lucía a la Iglesia de El Jesús. Que este artículo les sirva pues de recordatorio.

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