Ojo enamorado

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En tu mirada

lunes, 13 de septiembre de 2010

DE CENTENARIOS Y ZOOLOGICOS




ECOLOGÍA PERDIDA



ANIMAYA O EL PARQUE DEL BOCHORNO



Por Ernesto de la Fuente




El domingo 12 de septiembre, empujado por los insistentes deseos de mi hijo, me vi envuelto en un viaje al Parque del Bicentenario, el cual por extraños caprichos del Alcalde en turno fue llamado Animaya.

Lo primero que mis hijas me preguntaron es el por qué de ese nombre y no simplemente “Bicentenario”. Para quienes no conocen Mérida, la de Yucatán, México, tal vez esto no tenga sentido, pero permítanme explicárselos. En 1910 se fundó, durante los festejos del centenario de la independencia de México de España, el parque zoológico “El Centenario”. Este parque se fundó enfrente del Parque de la Paz, sobre la Avenida Itzaes (una de las más importantes de la ciudad) en cruzamiento con la calle 59. Ahora bien, hay que entender el contexto de su fundación, ya que el lugar donde se enclavó el zoológico, era un Jardín Botánico, por lo que contaba con numerosos árboles y hermosos jardines.

Durante 100 años para todo hijo de vecino nacido en Yucatán, zoológico es sinónimo de Centenario y no al revés. Es muy común decir: “Vamos al Centenario”, y todo yucateco bien nacido comprende enseguida de que se trata. Ir al Centenario es algo muy yucateco, en donde el usar los juegos, caminar por el parque, ver los animales y, sobre todo, subirse al “trenecito”, es algo lleno de profundo significado cultural. Claro que, con el paso de los años, el lugar se ha ido quedando pequeño para las numerosas generaciones que habitan esta otrora pueblerina ciudad. Pero eso no ha sido impedimento para que los yucatecos sigamos yendo a visitarlo.

Muchos recuerdos bellos de mi infancia, y la de mis hijos, se construyeron ahí. Desde el cochinito y el león de concreto a los que me subía de niño, hasta el tren descarrilado el día en que llevé a mi hija enferma a pasear, los monitos capuchinos haciendo el amor que mi hijo vio sin querer ni proponérselo, sin olvidar el dedo de mi hermano mordido por una ratita blanca y los paseos escolares con los compañeros de la primaria.

No obstante, no faltó una alcaldesa visionaria que, viendo la estrechez del espacio de los animales y la sobredemanda popular, consideró la necesidad de hacer un nuevo y mejor Centenario o zoológico. Fue ahí que surgió la idea de crear el Parque del Bicentenario que luego le darían por llamar Animaya.

Unas hectáreas cedidas en donación fueron el punto de partida y se comenzó con la idea. Nada mejor que la vecindad de un nuevo conjunto habitacional para darle vida. Y así, sin quererlo ni deberlo, nació el nuevo Parque entre la enorme expectativa popular.

Debo confesar que había leído mucho al respecto y me sentía intrigado de la ubicación del parque, así que, ante la insistencia de mi hijo partimos todos juntos a conocerlo.

¿Cómo ir? Pues sabía que tenía que tomar la avenida Jacinto Canek y cruzar el periférico. Todo hermosamente indicado por letreros a la vera del camino cada ciertos kilómetros. Pasamos el periférico y por arte de magia los letreros desaparecieron. Pasamos dos glorietas y de pronto nos vimos llegando a Caucel. “No, no puede ser -le dije a mis hijos- Animaya está antes de Caucel”, así que doblamos. Regresando a Mérida nuevamente encontramos letreros con flechas señalando el rumbo perdido. Mis hijos me fueron ayudando, porque no podía combinar el manejar y estar buscando letreros en los enormes camellones de las muy bien pavimentadas avenidas.

Dimos algunas vueltas hasta que la enorme estela maya, símbolo del lugar, nos indicó que habíamos llegado. Estacionamos y percibí algunos signos de lo que nos esperaba: padres de familia chorreando sudor caminando a sus autos con sus hijos desfalleciendo. Cuando comenzamos a caminar, vi a un señor dentro de su auto con su hija recostada en el asiento y el aire acondicionado encendido a todo lo que daba. Un vendedor nos ofreció sombrillas: “Llévelas, no hay nada de sombra adentro”. Nos sonaron proféticas sus palabras.

Al llegar a la puerta, una señora con dos hijas acaloradas le recriminada al pobre guardia por el ambiente del lugar. Pasamos la puerta y nos encontramos una explanada de adocreto, piedra, con unas pocas palmeritas. Como comprenderán parecía que caminábamos en el desierto. Presurosos fuimos a la estela maya, un “edificio” de 35 metros que simula una estela maya y cuyo único chiste es tener un elevador para subir y desde ahí apreciar todo el entorno. Por supuesto, subimos, no sin antes constatar que la supuesta piedra con que estaba hecho el monumento era metal cubierto de tablaroca pintada. Un ventilador nos alivió el calor de la espera y con rapidez fuimos llevados a la parte de arriba donde nos dio una calurosa bienvenida un empleado y el bochorno más terrible que se puedan imaginar. ¿Cómo es que a 35 metros sobre el suelo no se sintiera una brizna de viento?

Al mirar por el entorno lo comprendimos: estábamos rodeados de planchas de piedra, conjuntos habitacionales en gran parte sin árboles. Un horno de piedra en pocas palabras. ¿A quien demonios se le ocurre construir casas sin dejar áreas verdes entre ellas? Baños sauna completos.

Bajamos y escuché que un padre convencía a sus hijos que no había nada más que ver en el lugar. Se ve que el calor le pegó feo andando con dos niños menores de 6 años.

Nos pusimos a caminar para recorrer el lugar. No había ningún trenecito, camioncito, o carrito de golf que lo llevara a uno. El bochorno, calor húmedo, estaba horroroso. Todos sudábamos como locos y una enorme sed nos invadió. No faltaron los reproches por no haber llevado una botella de agua purificada y el colmo fue cuando mi hijo, el impulsor de la idea, comenzó a reclamar: “¿De quién fue la idea de venir aquí?”

¿Animales? Bueno, en una gran hondonada con un hermoso lago, vimos varios herbívoros: un búfalo de agua africano, unos antílopes, venados, jirafas, avestruces, alpacas, pavos reales asándose y tirados por el calor y, en un encierro especial, al hermoso Tapir que la gente confundía con un oso hormiguero, ya que para todo esto no vimos letrero alguno que identificara a los animales. No dudo que haya, pero entre el calor y el martirio de caminar, íbamos buscando los “sombreaderos”, espacios construidos para dar sombra y ver a los animales. Ahí tomamos agua en unos dispensadores de agua purificada, pese a la inicial resistencia de mis hijas por la posible promiscuidad higiénica. ¿A quién le importa la higiene cuando uno se muere de sed?

Lo más estúpido de todo es que si bien el lago era el centro del encierro, los animales no tenían acceso a él para refrescarse o tomar agua. Me pregunto quién habrá sido el simpático que se le ocurrió semejante imbecilidad. Pero bueno, en una islita llena de vegetación en el centro del lago, estaban unos patos muy felices y los monos arañas, quienes disfrutaban su libertad como ningún otro animal. Ellos si fueron beneficiados con el nuevo parque. Al menos alguien disfruta su edén.

El calor estaba haciendo mella en nosotros cuando una de mis hijas hizo una revelación: “Papá, ya sé porque casi puro animal africano hay: porque sólo ellos pueden soportar este calor”. Y es que los tenían en una seca pradera sin mayores árboles. ¿A quién se le ocurrió poner animales sin siquiera sembrarles algunos frondosos árboles? ¿Es que no saben de la simbiosis entre el reino animal y vegetal?

Más muertos que vivos terminamos la visita y comprendimos el por qué toda la gente se sentaba a la sombra de la estela a disfrutar el fresco que la enorme fuente lanza al aire con un chorro de agua. No, definitivamente, hay que ser más que animal maya para querer ir a soportar el terrible bochorno del parque. Para que pueda funcionar, es vital que trasplanten árboles, que hagan un jardín botánico lleno de especies de la región para que el lugar se convierta en un pulmón vegetal y reine el fresco.

En el camino-calvario para ver los animales, el único lugar con verdadero fresco fue junto a dos enormes árboles, de más de 10 metros de altura y de grueso tronco, que seguramente no fueron arrasados al construir el parque y ya llevan muchos años en el lugar. Con más árboles como esos, otra cosa sería el ambiente. Nada les cuesta a las autoridades municipales, sean del color que sean, pedir asesoría a los biólogos del Centro de Investigaciones Científicas de Yucatán (CICY), para que les proporcionen árboles y les diseñen un jardín botánico armónico como el que ellos poseen en Xkumpich.

Y no crean que la temperatura era de 40º C. No, apenas había 33º C grados. No me imagino lo que sería ir en mayo al lugar. No, definitivamente no nos quedaron ganas de regresar. Todos votamos por mejor ir al Centenario la próxima vez que nos entren ganas de interactuar con los animales y la naturaleza. Votación unánime. Luego tuvimos que ir a casa a cambiarnos la ropa de lo sudados que estábamos y a beber agua como camellos.

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