Ojo enamorado

Ojo enamorado
En tu mirada

jueves, 16 de septiembre de 2010

Mi Único cuento premiado en concurso


EL DON
Ernesto de la Fuente

Hay gente que le tiene miedo a la muerte, que se espanta, se pone pálida y se marea cuando siente que la belleza negra se acerca. Yo no. Es algo demasiado natural para mí y que, lamentablemente, no puedo evitar. Era un niño de apenas 4 años cuando la vi por primera vez. Sufría unas terribles calenturas, fiebres asesinas de 40 grados, y ella me cuidaba y sonreía desde los brazos de mi hamaca. Pensaba que era una sirvienta contratada por mi madre y hasta le decía “Paquita" de cariño, ya que me recordaba a mi vieja nana Francisca.
No hablaba, sólo me miraba y sonreía. Era como una niña vestida de negro y con la sonrisa mas bella que a mis tiernos años había yo contemplado. Recuerdo que cuando al fin pude levantarme de la hamaca, le pregunté a mi madre donde estaba aquella bella niña-mujer que me cuidaba. Mi madre no me comprendía, y cuando le expliqué cómo era, solamente se quedó callada. Desde eso aprendí a nunca preguntar por su presencia.
Los domingos eran hermosos. Ir a misa por las mañanas, paseo por el parque, carreras, recoger flores y después íbamos de visita a casa de la abuela. Nadie como ella, querendona, linda, nos hacía unas comidas dignas de reyes y nunca le faltaban el suculento postre. Luego nos dejaba jugar con su viejo gato y su hermosa tortuga de jardín. ¿Quién me diría que ahí la volvería a ver?
Ese domingo entré muy alegre tan pronto mamá abrió la puerta. Quería mostrarle a mi abuelita las hermosas flores que mi hermana y yo recogimos en el parque. Y ahí estaba sentada: elegante, firme, dulce. Por unos instantes no la reconocí, pero ella me sonrío. Ya no se veía como una niña-mujer, era una anciana de cabello cano y cara bondadosa. Su impecable vestido negro, lleno de encajes, le daba un aire majestuoso. Mi abuela salió de la cocina y ella desapareció entre las sombras del jardín.
Ese día abracé y besé como nunca a mi abuela. Ella no estaba enferma ni se sentía mal, por lo que le dio risa mi asustado proceder.
-Parece que me fuera a ir -me reprochó dulcemente en tanto reía de mis besos interminables.
El postre me supo amargo y no repetí. Las lágrimas se me quedaron atoradas con el pan dulce y el café con leche. Por la noche, lloré interminablemente y mi madre creyó que había tenido una pesadilla. No, no había podido cerrar los ojos. Al día siguiente, temprano, cuando el timbre de la casa sonó, yo ya sabía que pasaría.
La volví a ver en el entierro. Se le veía algo compungida y sentí que deseaba disculparse conmigo. Fue la primera vez que me hizo la mano y que yo me despedí de ella. Desde ese día supe que mi vida nunca sería como la de los demás mortales y, créanme, fue una sensación horrible. La veía en muchos lugares, en los hospitales era seguro encontrarla, ni que se diga en las calles y hasta una vez la vi parada en la carretera esperando a alguien.
No obstante, se me heló la sangre en las venas cuando un día, estando en sexto año, entré a mi salón de clases y la encontré sentada en el pupitre detrás del mío. Ese día Jaimito, mi mejor amigo, fue el niño mas consentido y mimado por mi. Le regalé mi trompo, lo invité a un refresco y a una torta, y jugamos y nos divertimos como nunca. Esa noche el teléfono sonó en mi casa y mi madre puso una cara de susto como pocas veces le había visto. Cuando colgó le dije algo que ella nunca olvidó:
-¿Dónde están velando a Jaimito?
Al crecer la cosa se fue haciendo algo inconveniente para mí. Los tíos, los primos, los amigos, los vecinos, siempre había alguien que yo quisiera a quien ella visitaba. Se convirtió en alguien conocido, a quien podía encontrar en cualquier parte. Su apariencia cambiaba según fuera la persona que visitara: niño, adulto o viejo. Lo que no cambiaba es su elegante y majestuoso vestido negro y su sonrisa, tan bella y dulce que me hacía siempre reconocerla.
Tenía yo 18 años cuando me la encontré en la cocina de mi casa. Está vez su sonrisa denotaba un dejo de tristeza pero sus facciones me dejaron entrever perfectamente a quien se llevaría esta vez. Fue la primera vez que le quise hablar y pedirle que no lo hiciera, pero ella se llevó el índice a los labios y me ordenó callar. Fue la primera y única vez que rompí el silencio y dije de su existencia. Mi madre lo sabía, o tal vez sólo sospechaba, pero no dudo ni un punto y coma de mi historia.
Serenamente, agradeció mis palabras y me tranquilizó. Me pidió la acompañara a la iglesia y los dos asistimos a misa. Fue una ceremonia hermosa, como asistir a una misa de cuerpo presente antes de que el muerto no pudiera oír las palabras. Esa noche hubo reunión en casa: las tías, el abuelo, los primos, las amigas, un verdadero jolgorio. Nadie sabía que celebrábamos, pero todo el mundo se divirtió de lo lindo. Cantamos, reímos, bailamos, contamos chistes y recordamos a los que se habían ido. Mi madre se acostó muy contenta, una bella sonrisa iluminaba su rostro. La misma sonrisa con la que mi padre la encontró al día siguiente, sin vida, pero inmensamente dichosa.
Con mi madre murió la única persona que sabía de mi don, ¿o sería mejor decir maldición? Nunca más volví a hablar con nadie de Paquita y ya no me volví a asombrar de su presencia, ni cuando la encontré en el cumpleaños de mi sobrino, ni cuando me la topé en la maternidad al ir a visitar a una amiga. No puedo negar que su presencia también era un designio para mi. Un día me la topé al abordar un autobús. Estaba sentada junto al chofer, como conversándole algo al oído. Me bajé enseguida diciéndole adiós con la mano. Y la vez que abordé el avión y la vi parada, como una enorme mujer obesa, junto a la aeromoza. Cuantos líos me trajo luego con la policía que no cesaba de interrogarme y presionarme para que les dijera cómo había sabido con anticipación que el avión se estrellaría. Creían que yo había sido responsable, causante o cómplice de la tragedia.
Pero la vida siguió y conocí a una hermosa mujer: Maribel. Nos enamoramos y no dudé un instante en pedirle que se casara conmigo. Ella aceptó y la boda fue tan alegre que hasta me olvidé de mi don. Hay cosas que quisiera olvidar, pero no puedo. Luego de la ceremonia y de la fiesta, nos fuimos al hotel para nuestra noche de bodas. Mi novia se había casado de blanco con la justa razón de quien llegaba inocente, pura y limpia hasta el altar. Entramos al cuarto y ella corrió al baño perseguida por mis besos. Aún escuchó su risa clara, sonora, bella, como canto de aves en mi mente. Yo me mal quité la ropa para esperarla en el tálamo nupcial, y fue entonces que la vi.
Estaba sentada en la cama con un camisón negro hermosísimo. Su pelo largo, negro y suelto, la envolvía cubriendo su desnudez. Fue la única vez que no me sonrío. Una lágrima corrió por su mejilla. Cerré los ojos y Paquita desapareció.
Pensé que había sido una alucinación producto de los nervios, del cansancio, de los tragos que tomé en la fiesta, de las ansias de amar a mi virginal mujer. Maribel salió del baño hecha una musa. Era en verdad hermosa, una diosa. Olvidé todo y la amé con dulce pasión. Fue la noche más feliz de mi vida, lástima que fuera la única. Al día siguiente me encontraba en el hospital, mi esposa estaba grave y murió ese mismo día. ¿Puede la felicidad matar a alguien?, ¿o fue su pobre corazón que tenía un defecto congénito no detectado?
Lloré toda mi sangre en lágrimas y aún así sentí que no fue suficiente. Durante días me encerré en la casa que juntos habíamos comprado, pintado, amueblado, llenado, con una botella de licor como única compañera. ¿Cómo demonios te explicas a ti mismo que los dones pueden ser las peores maldiciones? Fue hasta ayer que decidí encender la computadora y escribir mi historia.
Ahora no estoy sólo, Paquita está conmigo. Me mira dulcemente y contempla detrás de mi hombro lo que sobre ella escribo. Parece estar satisfecha sobre su semblanza, aunque siento en su mirada un dejo de reproche por maldecir el don de verla.
Bueno Paquita, terminemos de una buena vez con esta historia que por algo estás aquí a mi lado. Me iré contigo, pero antes quiero dejar escrito que no es ningún don el poder verte y que no ha sido ninguna dicha tenerte de amiga. No te rías, que no me causa gracia tu alegría. Vamos, deja que agarre esa pistola y terminemos de una buena vez.

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